Isabel Allende - La Isla Bajo El Mar

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La isla bajo el mar de Isabel Allende narra la azarosa historia de una esclava en el Santo Domingo del siglo XVIII que logrará librarse de los estigmas que la sociedad le ha impuesto para conseguir la libertad y, con ella, la felicidad.
Esta es la historia de Zarité, una muchacha mulata que a los nueve años es vendida como esclava al francés Valmorain, dueño de una de las más importantes plantaciones de azúcar de la isla de Santo Domingo. A lo largo de la novela viviremos cuarenta años de la vida de Zarité y lo que representó la explotación de esclavos en la isla en el siglo XVIII, sus condiciones de vida y cómo lucharon para conseguir la libertad. Pese a verse obligada a vivir en el ambiente sórdido de la casa del amo y verse forzada a acostarse con él, nunca se sentirá sola. Una serie de personajes de lo más variopinto apoyarán a nuestra protagonista para seguir adelante hasta conseguir la libertad para las futuras generaciones. Mujeres peculiares como Violette, que se dedica a la prostitución o Loula, la mujer que organiza su negocio; Tante Rose, la curandera, Celestine o Tante Matilde, la cocinera de la plantación: personajes con este punto de magia que dan un ambiente y un color especial a la novela. Los amos desprecian y maltratan a los esclavos. Estos a su vez organizan rebeliones, una de las cuales provoca un incendio en la plantación. Valmorain huye de la mano de Zarité. Ella ha criado a Maurice, hijo de Valmorain que crece junto a Rosette la propia hija de Zarité y su amo. Como esclava, también estará al servicio de las dos esposas de Valmorain: dos personajes totalmente distintos pero muy bien caracterizados por la autora. Conforme avanza la novela nuestro personaje alcanza la dignidad que le corresponde. Vivirá su propia historia de amor y conseguirá la libertad.
Isabel Allende le da voz a una luchadora que saldrá adelante en la vida sin importar las trampas que el destino le tiende.

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En 1805, último año de colegio, no llegó Sancho a buscarlo, como en ocasiones anteriores, sino su padre. Maurice dedujo que venía a anunciarle alguna desgracia y temió por Tété o Rosette, pero no se trataba de nada parecido. Valmorain había organizado un viaje a Francia para visitar a una abuela del joven y dos tías hipotéticas que su hijo nunca había oído mencionar. «¿Y después iremos a casa, monsieur?», le preguntó Maurice, pensando en Rosette, cuyas cartas tapizaban el fondo de su baúl. A su vez le había escrito ciento noventa y tres cartas sin pensar en los cambios inevitables que ella había experimentado en esos siete años de separación, la recordaba como la niña vestida de cintas y encajes que viera por última vez poco antes de la boda de su padre con Hortense Guizot. No podía imaginarla de quince, tal como ella no lo imaginaba a él de dieciocho. «Claro que iremos a casa, hijo; tu madre y tus hermanas te aguardan», mintió Valmorain.

La travesía, primero en un barco que debió sortear tormentas de verano y escapar a duras penas de un ataque de los ingleses, y luego en coche hasta París, no logró acercar al padre y al hijo. Valmorain había ideado el viaje para evitarle por unos meses más a su mujer el desagrado de reencontrarse con Maurice, pero no podía postergarlo indefinidamente; pronto debería enfrentar una situación que los años no habían suavizado. Hortense no perdía oportunidad de destilar veneno contra ese hijastro, a quien cada año procuraba en vano reemplazar con un hijo propio, mientras seguía procreando niñas. Por ella, Valmorain había excluido a Maurice de la familia y ahora se arrepentía. Llevaba una década sin ocuparse en serio de su hijo, siempre absorto en sus asuntos, primero en Saint-Domingue, luego en Luisiana, y finalmente con Hortense y el nacimiento de las niñas. El muchacho era un desconocido que contestaba sus escasas cartas con un par de frases formales sobre el progreso de sus estudios y nunca había preguntado por algún miembro de la familia, como si quisiera dejar sentado que ya no pertenecía a ella. Ni siquiera se dio por aludido cuando él le contó en una sola línea que Tété y Rosette habían sido emancipadas y ya no tenía contacto con ellas.

Valmorain temió haber perdido a su hijo en algún momento de esos agitados años. Ese joven introvertido, alto y guapo, con los mismos rasgos de su madre, no se parecía en nada al chiquillo de mejillas coloradas que él había acunado en brazos rogando al cielo que lo protegiera de todo mal. Lo quería igual que siempre o tal vez más, porque el sentimiento estaba teñido de culpa. Trataba de convencerse de que su cariño de padre era retribuido por Maurice, aunque estuviesen temporalmente alejados, pero le cabían dudas. Había trazado ambiciosos planes para él, aunque todavía no le había preguntado qué deseaba hacer con su vida. En realidad nada sabía de sus intereses o experiencias, hacía siglos que no conversaban. Deseaba recuperarlo e imaginó que esos meses juntos y solos en Francia servirían para establecer una relación de adultos. Tenía que probarle su afecto y aclararle que Hortense y sus hijas no modificaban su condición de único heredero, pero cada vez que quiso tocar el tema no hubo respuesta. «La tradición del mayorazgo es muy sabia, Maurice: no se deben repartir los bienes entre los hijos, porque con cada división se debilita la fortuna de la familia. Por ser el primogénito, recibirás mi herencia completa y tendrás que velar por tus hermanas. Cuando yo no esté, tú serás la cabeza de los Valmorain. Es tiempo de empezar a prepararte, aprenderás a invertir dinero, manejar la plantación y relacionarte en sociedad», le dijo. Silencio. Las conversaciones morían antes de empezar. Valmorain navegaba de un monólogo a otro.

Maurice observó sin comentarios la Francia napoleónica, siempre en guerra, los museos, palacios, parques y avenidas que su padre quiso mostrarle. Visitaron el château en ruinas donde la abuela vivía sus últimos años cuidando a dos hijas solteronas más deterioradas por el tiempo y la soledad que ella. Era una anciana orgullosa, vestida a la moda de Luis XVI, decidida a desdeñar los cambios del mundo. Estaba firmemente plantada en la época anterior a la Revolución francesa y había borrado de su memoria el Terror, la guillotina, el exilio en Italia y el regreso a una patria irreconocible. Al ver a Toulouse Valmorain, ese hijo ausente desde hacía más de treinta años, le ofreció su mano huesuda con anillos anticuados en cada dedo para que se la besara y enseguida dio orden a sus hijas de servir el chocolate. Valmorain le presentó al nieto y trató de resumirle su propia historia desde que se embarcó hacía las Antillas a los veinte años hasta ese momento. Ella lo escuchó sin hacer comentarios, mientras las hermanas ofrecían tacitas humeantes y platos de pasteles añejos, ojeando a Valmorain con cautela. Recordaban al joven frívolo que se despidió de ellas con un beso distraído para irse con su valet y varios baúles a pasar unas semanas con el padre en Saint-Domingue y nunca más volvió. No reconocían a ese hermano de escaso cabello, con papada y barriga, que hablaba con un acento extraño. Algo sabían de la insurrección de esclavos en la colonia, habían escuchado algunas frases sueltas por aquí y por allá sobre las atrocidades cometidas en esa isla decadente, pero no lograban relacionarlas con un miembro de su familia. Jamás habían demostrado curiosidad por averiguar de dónde provenían los medios de que vivían. Azúcar ensangrentada, esclavos rebeldes, plantaciones incendiadas, exilio y lo demás que mencionaba el hermano les resultaba tan incomprensible como una conversación en chino.

La madre, en cambio, sabía con exactitud a qué se refería Valmorain, pero ya nada le interesaba demasiado en este mundo; tenía el corazón seco para los afectos y las novedades. Lo escuchó en un silencio indiferente y al final la única pregunta que le hizo fue si podía contar con más dinero, porque la suma que le enviaba regularmente apenas les alcanzaba. Era indispensable reparar ese caserón marchito por los años y las vicisitudes, dijo; no podía morirse dejando a sus hijas en la intemperie. Valmorain y Maurice se quedaron dos días entre esas paredes lúgubres, que les parecieron tan largos como dos semanas. «Ya no volveremos a vernos. Mejor así», fueron las palabras de la vieja dama al despedirse de su hijo y de su nieto.

Maurice acompañó dócilmente a su padre a todas partes, menos a un burdel de lujo donde Valmorain planeaba festejarlo con las profesionales más caras de París.

– ¿Qué te pasa, hijo? Esto es normal y necesario. Hay que descargar los humores del cuerpo y despejar la mente, así uno puede concentrarse en otras cosas.

– No tengo dificultad en concentrarme, monsieur.

– Te he dicho que me llames papa , Maurice. Supongo que en los viajes con tu tío Sancho… Bueno, no te habrán faltado oportunidades…

– Eso es un asunto privado -lo interrumpió Maurice.

– Espero que el colegio americano no te haya hecho religioso ni afeminado -comentó su padre en tono de broma, pero le salió como un gruñido.

El muchacho no dio explicaciones. Gracias a su tío no era virgen, porque en las últimas vacaciones Sancho había conseguido iniciarlo mediante un ingenioso recurso dictado por la necesidad. Sospechaba que su sobrino padecía los deseos y fantasías propios de su edad, pero era un romántico y le repugnaba el amor disminuido a una transacción comercial. A él le correspondía ayudarlo, decidió. Estaban en el próspero puerto de Savannah, en Georgia, que Sancho deseaba conocer por las incontables diversiones que ofrecía, y Maurice también, porque el profesor Harrison Cobb lo citaba como ejemplo de moral negociable.

Georgia, fundada en 1733, fue la decimotercera y última colonia británica en América del Norte y Savannah era su primera ciudad. Los recién llegados mantuvieron relaciones amistosas con las tribus indígenas, evitando así la violencia que azotaba a otras colonias. En sus orígenes, no sólo la esclavitud estaba prohibida en Georgia, también el licor y los abogados, pero pronto se dieron cuenta de que el clima y la calidad del suelo eran ideales para el cultivo de arroz y algodón y legalizaron la esclavitud. Después de la independencia, Georgia se convirtió en estado de la Unión y Savannah floreció como puerto de entrada del tráfico de africanos para abastecer las plantaciones de la región. «Esto te demuestra, Maurice, que la decencia sucumbe rápidamente ante la codicia. Si de enriquecerse se trata, la mayoría de los hombres sacrifican el alma. No puedes imaginarte cómo viven los plantadores de Georgia gracias al trabajo de sus esclavos», peroraba Harrison Cobb. El joven no necesitaba imaginarlo, lo había vivido en Saint-Domingue y Nueva Orleans, pero aceptó la propuesta de su tío Sancho de pasar las vacaciones en Savannah para no defraudar al maestro. «No basta el amor a la justicia para derrotar la esclavitud, Maurice, hay que ver la realidad y conocer a fondo las leyes y los engranajes de la política», sostenía Cobb, quien lo estaba preparando para que triunfara donde él había fallado. El hombre conocía sus propias limitaciones, no tenía temperamento ni salud para pelear en el Congreso, como deseaba en su juventud, pero era buen maestro: sabía reconocer el talento de un alumno y modelar su carácter.

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