– Hace siete meses que murió Toussaint Louverture. Otro crimen de Napoleón. Lo mataron de hambre, frío y soledad en la prisión, pero no será olvidado: el general entró en la historia -dijo el doctor.
Estaban bebiendo jerez después de una cena de bagre con vegetales, ya que entre sus muchas virtudes, Adèle era buena cocinera. El patio era el lugar más agradable de la casa, incluso en noches frías como aquélla. La tenue luz provenía de un brasero, que Adèle había encendido para obtener los carbones de la plancha y de paso calentar al pequeño círculo de amigos.
– La muerte de Toussaint no significa el fin de la revolución. Ahora el general Dessalines está al mando. Dicen que es un hombre implacable -continuó el médico.
– ¿Qué habrá sido de Gambo? No confiaba en nadie, tampoco en Toussaint -comentó Tété.
– Después cambió de opinión respecto a Toussaint Louverture. En más de una ocasión arriesgó su vida por salvarlo, era el hombre de confianza del general.
– Entonces estaba con él cuando lo arrestaron -dijo Tété.
– Toussaint acudió a una cita con los franceses para negociar una salida política a la guerra, pero lo traicionaron. Mientras él aguardaba dentro de una casa, afuera asesinaron a mansalva a sus guardias y los soldados que lo acompañaban. Me temo que el capitán La Liberté cayó ese día defendiendo a su general -le explicó tristemente Parmentier.
– Antes Gambo me rondaba, doctor.
– ¿Cómo?
– En sueños -dijo Tété vagamente.
No aclaró que antes lo llamaba cada noche con el pensamiento, como una oración, y a veces lograba invocarlo tan certeramente, que despertaba con el cuerpo pesado, caliente, lánguido, con la dicha de haber dormido abrazada a su amante. Sentía el calor y el olor de Gambo en su propia piel y en esas ocasiones no se lavaba, para prolongar la ilusión de haber estado con él. Esos encuentros en el territorio de los sueños eran el único consuelo en la soledad de su cama, pero de eso hacía mucho tiempo y ya había aceptado la muerte de Gambo, porque si estuviera vivo se habría comunicado con ella de alguna manera. Ahora tenía a Zacharie. En las noches que compartían, cuando él estaba disponible, ella descansaba satisfecha y agradecida después de haber hecho el amor, con la mano grande de Zacharie encima. Desde que él estaba en su vida, no había vuelto al hábito secreto de acariciarse llamando a Gambo, porque desear los besos de otro, aunque fuese un fantasma, habría sido una traición que él no merecía. El cariño seguro y tranquilo que compartían llenaba su vida; no necesitaba nada más.
– Nadie salió con vida de la encerrona que le dieron a Toussaint. No hubo prisioneros, fuera del general y después su familia, que también fue arrestada -agregó Parmentier.
– Sé que no cogieron vivo a Gambo, doctor, porque jamás se habría rendido. ¡Tanto sacrificio y tanta guerra para que al final ganen los blancos!
– Todavía no han ganado. La revolución continúa. El general Dessalines acaba de vencer a las tropas de Napoleón y los franceses han empezado a evacuar la isla. Pronto tendremos aquí otra ola de refugiados y esta vez serán bonapartistas. Dessalines ha llamado a los colonos blancos para que recuperen sus plantaciones, porque los necesita para producir la riqueza que antes tenía la colonia.
– Ese cuento ya lo hemos oído varias veces, doctor, lo mismo hizo Toussaint. ¿Volvería usted a Saint-Domingue? -le preguntó Tété.
– Mi familia está mejor aquí. Nos quedaremos. ¿Y tú?
– Yo también. Aquí soy libre y Rosette lo será muy pronto.
– ¿No es muy joven para ser emancipada?
– El Père Antoine me está ayudando. Conoce a medio mundo a lo largo y ancho del Mississippi y ningún juez se atrevería a negarle un favor.
Esa noche Parmentier le preguntó a Tété sobre su relación con Tante Rose. Sabía que además de asistirla en partos y curaciones, solía ayudarla en la preparación de medicamentos y estaba interesado en las recetas. Ella recordaba la mayoría y le aseguró que no eran complicadas y se podían conseguir los ingredientes a través de los «doctores de hojas» en el Mercado Francés. Hablaron de la forma de cortar hemorragias, bajar la fiebre y evitar infecciones, de las infusiones para limpiar el hígado y aliviar los cálculos de vesícula y riñón, de las sales contra la migraña, las hierbas para abortar y curar el flujo, los diuréticos, laxantes y fórmulas para fortalecer la sangre, que Tété sabía de memoria. Se rieron a dos voces del tónico de zarzaparrilla, que los créoles usaban para todos sus males, y estuvieron de acuerdo en que hacían mucha falta los conocimientos de Tante Rose. Al día siguiente Parmentier se presentó ante Violette Boisier a proponerle que ampliara su negocio de lociones de belleza con una lista de productos curativos de la farmacopea de Tante Rose, que Tété podía preparar en la cocina y él se comprometía a comprar en su totalidad. Violette no tuvo que pensarlo, el negocio le pareció redondo para todos los interesados: el doctor obtendría los remedios, Tété cobraría lo suyo y ella se quedaría con el resto sin hacer el menor esfuerzo.
Entonces Nueva Orleans fue sacudida por el rumor más inverosímil. En cafés y tabernas, en calles y plazas, la gente se reunió con ánimo exacerbado a comentar la noticia, todavía incierta, de que Napoleón Bonaparte le había vendido Luisiana a los americanos. Con el correr de los días prevaleció la idea de que se trataba sólo de una calumnia, pero siguieron hablando del corso maldito, porque recuerden, señores, que Napoleón es de Córcega, no se puede decir que sea francés, nos ha vendido a los kaintocks. Era la transacción de terreno más formidable y barata de la historia: más de dos millones de kilómetros cuadrados por la suma de quince millones de dólares, es decir, unos cuantos centavos por hectárea. La mayor parte de ese territorio, ocupado por desperdigadas tribus indígenas, no había sido explorado debidamente por blancos y nadie lograba imaginarlo, pero cuando Sancho García del Solar hizo circular un mapa del continente hasta el más lerdo pudo calcular que los americanos habían aumentado el doble el tamaño de su país. «Y ahora ¿qué será de nosotros? ¿Cómo metió el guante Napoleón en semejante negocio? ¿No somos colonia española?» Tres años antes España le había entregado Luisiana a Francia mediante el tratado secreto de San Ildefonso, pero la mayoría no se había enterado aún porque la vida continuó como siempre. El cambio de gobierno no se notó, las autoridades españolas permanecieron en sus puestos, mientras Napoleón guerreaba contra turcos, austríacos, italianos y cualquiera que se le pusiera por delante, además de los rebeldes en Saint-Domingue. Debía luchar en demasiados frentes, incluso contra Inglaterra, su enemigo ancestral, y necesitaba tiempo, tropas y dinero; no podía ocupar ni defender Luisiana, temía que cayera en manos de los británicos y prefirió vendérsela al único interesado, el presidente Jefferson.
En Nueva Orleans todos, menos los ociosos del Café des Émigrés que ya estaban con un pie en el barco para volver a Saint-Domingue, recibieron la noticia con espanto. Creían que los americanos eran unos bárbaros cubiertos de pieles de búfalo que comían con las botas sobre la mesa y carecían por completo de decencia, mesura y honor. ¡Y ni hablemos de clase! Sólo les interesaba apostar, beber y darse tiros o puñetazos, eran de un desorden diabólico y para colmo, protestantes. Además, no hablaban francés. Bueno, tendrían que aprenderlo, si no ¿cómo pensaban vivir en Nueva Orleans? La ciudad entera estuvo de acuerdo en que pertenecer a Estados Unidos equivalía al fin de la familia, la cultura y la única religión verdadera. Valmorain y Sancho, que mantenían tratos con americanos por sus negocios, aportaron una nota conciliadora en aquel bochinche, explicando que los kaintocks eran hombres de frontera, más o menos como bucaneros, y no se podía juzgar a todos los americanos por ellos. De hecho, dijo Valmorain, en sus viajes había conocido a muchos americanos, la gente más bien educada y tranquila; si acaso, se les podía reprochar que fuesen demasiado moralistas y espartanos en sus costumbres, lo opuesto de los kaintocks. Su defecto más notable era considerar el trabajo como una virtud, incluso el trabajo manual. Eran materialistas, triunfadores y los animaba un entusiasmo mesiánico por reformar a quienes no pensaban como ellos, pero no representaban un peligro inmediato para la civilización. Nadie quiso oírlos, salvo un par de locos como Bernard de Marigny, quien olió las enormes posibilidades comerciales de congraciarse con los americanos, y el Père Antoine, quien vivía en las nubes.
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