Antes de convivir con la gente del campo, la esclava no sabía cuán solitaria había sido su existencia, sin más cariño que el de Maurice y Rosette, sin nadie con quien compartir recuerdos y aspiraciones. Se acostumbró rápidamente a esa comunidad, sólo echaba de menos a los dos niños. Los imaginaba solos de noche, asustados, y se le partía el alma de pena.
– La próxima vez que Owen vaya a Nueva Orleans te traerá noticias de tu hija -le prometió Leanne.
– ¿Cuándo será eso, señora?
– Tendrá que ser cuando lo mande su patrón, Tété. Es muy caro ir a la ciudad y estamos ahorrando cada centavo.
Los Murphy soñaban con comprar tierra y trabajarla codo con codo con sus hijos, como tantos otros inmigrantes, como algunos mulatos y negros libres. Existían pocas plantaciones tan grandes como la de Valmorain; la mayoría eran campos medianos o pequeños cultivados por familias modestas, que si poseían algunos esclavos, éstos llevaban la misma existencia que sus amos. Leanne le contó a Tété que llegó a América en brazos de sus padres, que se habían contratado en una plantación como siervos por diez años para pagar el costo del pasaje en barco desde Irlanda, lo cual en la práctica no era diferente a la esclavitud.
– ¿Sabes que también hay esclavos blancos, Tété? Valen menos que los negros, porque no son tan fuertes. Por las mujeres blancas pagan más. Ya sabes para qué las usan.
– Nunca he visto esclavos blancos, señora.
– En Barbados hay muchos, y también aquí.
Los padres de Leanne no calcularon que sus patrones les cobrarían cada pedazo de pan que se echaban a la boca y les descontarían cada día que no trabajaban, aunque fuera por culpa del clima, de modo que la deuda, en vez de disminuir, fue aumentando.
– Mi padre murió después de doce años de trabajo forzado, y mi madre y yo seguimos sirviendo varios años más, hasta que Dios nos envió a Owen, que se enamoró de mí y gastó todos sus ahorros en cancelar nuestra deuda. Así recuperamos la libertad mi madre y yo.
– Nunca me imaginé que usted hubiera sido esclava -dijo Tété, conmovida.
– Mi madre estaba enferma y murió poco después, pero alcanzó a verme libre. Sé lo que significa la esclavitud. Se pierde todo, la esperanza, la dignidad y la fe -agregó Leanne.
– El señor Murphy… -balbuceó Tété, sin saber cómo plantear su pregunta.
– Mi marido es un buen hombre, Tété, trata de aliviar las vidas de su gente. No le gusta la esclavitud. Cuando tengamos nuestra tierra, la cultivaremos sólo con nuestros hijos. Nos iremos al norte, allá será más fácil.
– Les deseo suerte, señora Murphy, pero aquí todos quedaremos desolados si ustedes se van.
El doctor Parmentier llegó a Nueva Orleans a comienzos del año 1800, tres meses después de que Napoleón Bonaparte se proclamara Primer Cónsul de Francia. El médico había salido de Saint-Domingue en 1794, después de la matanza de más de mil civiles blancos a manos de los rebeldes. Entre ellos había varios conocidos suyos, y eso, más la certeza de que no podía vivir sin Adèle y sus hijos, lo decidió a irse. Después de mandar a su familia a Cuba continuó trabajando en el hospital de Le Cap con la esperanza irracional de que la tormenta de la revolución amainara y los suyos pudieran volver. Se salvó de redadas, conspiraciones, ataques y matanzas por ser uno de los pocos médicos que iban quedando y Toussaint Louverture, que respetaba esa profesión como ninguna otra, le otorgó su protección personal. Más que protección, era una orden disimulada de arresto, que Parmentier logró violar con la complicidad secreta de uno de los más cercanos oficiales de Toussaint, su hombre de confianza, el capitán La Liberté. A pesar de su juventud -acababa de cumplir veinte años- el capitán había dado pruebas de lealtad absoluta, había estado junto a su general de noche y de día desde hacía varios años y éste lo señalaba como ejemplo de verdadero guerrero, valiente y cauteloso. No serían los héroes imprudentes que desafiaban a la muerte quienes ganarían esa larga guerra, decía Toussaint, sino hombres como La Liberté, que deseaban vivir. Le encargaba las misiones más delicadas, por su discreción, y las más audaces, por su sangre fría. El capitán era un adolescente cuando se puso bajos sus órdenes, llegó casi desnudo y sin más capital que piernas veloces, un cuchillo de cortar caña afilado como navaja y el nombre que le había dado su padre en África. Toussaint lo elevó al rango de capitán después de que el joven le salvó la vida por tercera vez, cuando otro jefe rebelde le tendió una emboscada cerca de Limbé, donde mataron a su hermano Jean Pierre. La venganza de Toussaint fue instantánea y definitiva: arrasó el campamento del traidor. En una conversación distendida al amanecer, mientras los sobrevivientes cavaban fosas y las mujeres amontonaban los cadáveres antes de que se los quitaran los buitres, Toussaint le preguntó al joven por qué luchaba.
– Por lo que luchamos todos, mi general, por la libertad -respondió éste.
– Ya la tenemos, la esclavitud fue abolida. Pero podemos perderla en cualquier momento.
– Sólo si nos traicionamos unos a otros, general. Unidos somos fuertes.
– El camino de la libertad es tortuoso, hijo. A veces parecerá que retrocedemos, pactamos, perdemos de vista los principios de la revolución… -murmuró el general, observándolo con su mirada de puñal.
– Yo estaba allí cuando los jefes les ofrecieron a los blancos devolver a los negros a la esclavitud a cambio de libertad para ellos, sus familias y algunos de sus oficiales -replicó el joven, consciente de que sus palabras podían interpretarse como un reproche o una provocación.
– En la estrategia de la guerra muy pocas cosas son claras, nos movemos entre sombras -explicó Toussaint, sin alterarse-, A veces es necesario negociar.
– Sí, mi general, pero no a ese precio. Ninguno de sus soldados volverá a ser esclavo, todos preferimos la muerte.
– Yo también, hijo -dijo Toussaint.
– Lamento la muerte de su hermano Jean-Pierre, general.
– Jean-Pierre y yo nos queríamos mucho, pero las vidas personales deben sacrificarse por la causa común. Eres muy buen soldado, muchacho. Te ascenderé a capitán. ¿Te gustaría tener un apellido? ¿Cuál, por ejemplo?
– La Liberté, mi general -respondió el otro sin vacilar, cuadrándose con la disciplina militar que las tropas de Toussaint copiaban de los franceses.
– Bien. Desde ahora serás Gambo La Liberté -dijo Toussaint.
El capitán La Liberté decidió ayudar al doctor Parmentier a salir calladamente de la isla, porque puso en la balanza el estricto cumplimiento del deber, que le había enseñado Toussaint, y la deuda de gratitud que tenía con el médico. Pesó más la gratitud. Los blancos se iban apenas conseguían un pasaporte y acomodaban sus finanzas. La mayoría de las mujeres y niños se fueron a otras islas o a Estados Unidos, pero para los hombres era muy difícil obtener pasaporte, porque Toussaint los necesitaba para engrosar sus tropas y dirigir las plantaciones. La colonia estaba casi paralizada, faltaban artesanos, agricultores, comerciantes, funcionarios y profesionales de todas las ramas, sólo sobraban bandidos y cortesanas, que sobrevivían en cualquier circunstancia. Gambo La Liberté le debía al discreto doctor una mano del general Toussaint y su propia vida. Después de que las monjas emigraron de la isla, Parmentier manejaba el hospital militar con un equipo de enfermeras entrenadas por él. Era el único médico y el único blanco del hospital.
En el ataque al fuerte Belair una bala de cañón le destrozó los dedos a Toussaint, una herida complicada y sucia, cuya solución evidente habría sido amputar, pero el general consideraba que eso debía ser un último recurso. En su experiencia como «doctor de hojas», Toussaint prefería mantener a sus pacientes enteros, mientras fuese posible. Se envolvió la mano en una cataplasma de hierbas, montó en su noble caballo, el famoso Bel Argent, y Gambo La Liberté lo condujo a todo galope al hospital de Le Cap. Parmentier examinó la herida asombrado de que sin tratamiento y expuesta al polvo del camino, no se hubiese infectado. Pidió medio litro de ron para aturdir al paciente y dos ordenanzas para que lo sujetaran, pero Toussaint rechazó la ayuda. Era abstemio y no permitía que nadie lo tocara fuera de su familia. Parmentier realizó la dolorosa tarea de limpiar las heridas y colocar los huesos uno a uno en su sitio, bajo el ojo atento del general, quien por todo consuelo apretaba entre los dientes un grueso trozo de cuero. Cuando terminó de vendarlo y ponerle el brazo en cabestrillo, Toussaint escupió el cuero masticado, le agradeció cortésmente y le indicó que atendiera a su capitán. Entonces Parmentier se volvió por primera vez hacia el hombre que había llevado al general hasta el hospital y lo vio apoyado contra la pared, con los ojos vidriosos, sobre un charco de sangre.
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