Tracy Chevalier - Las huellas de la vida

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Dos mujeres inglesas, de orígenes y extracción muy distintas, comparten durante largos años una común afición que, más que beneficios económicos, dará importantes frutos científicos e influirá decisivamente en sus vidas. Tracy Chevalier narra en esta novela biográfica la hermosa historia de amistad de dos mujeres muy distintas, pero unidas por una misma pasión: su deseo de buscar las huellas de la vida en los fósiles.

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Era un hombre ágil de estatura media, cabello moreno y lustroso, y mandíbula recia. Sus ojos eran del tono azul oscuro que oculta cosas. Siempre me molestó lo apuesto que era, dado su carácter duro y burlón, además de la rudeza de sus modales en ocasiones. Sin embargo, no legó su atractivo a su hija, que podría haberlo aprovechado mejor que él.

Estaba sentado sobre un pequeño armario con puertas de cristal y tenía en la mano un pincel mojado en barniz. Tomé antipatía a Richard Anning desde el principio porque no dejó el pincel y apenas echó un vistazo a mis especímenes cuando le describí lo que quería.

– Una guinea -dijo.

Era una cantidad escandalosa para una vitrina destinada a guardar especímenes. ¿Acaso creía que podía aprovecharse de una solterona de Londres? Quizá creía que yo era rica. Por un momento, mientras miraba con furia su agraciado rostro, consideré la posibilidad de esperar a que mi hermano tratara con él la próxima vez que viniera de Londres. Pero podían pasar muchos meses hasta entonces; además, no podía depender de mi hermano para todo. Tendría que abrirme paso en Lyme sin que los artesanos se rieran a mi espalda.

Al echar un vistazo al taller no me cupo la menor duda de que Richard Anning necesitaba el trabajo. Debía sacar provecho de tal circunstancia.

– Es una lástima que pida una suma tan exorbitante -dije mientras envolvía los especímenes en muselina para guardarlos de nuevo en la cesta-. Habría puesto su nombre en un sitio destacado de la vitrina y todos los que miraran mi colección lo habrían visto. En fin, tendré que acudir a alguien más razonable.

– ¿Se los va a enseñar a otros?

Richard Anning señaló mi cesta con la cabeza, y su incredulidad me hizo decidirme: buscaría a alguien en Axrninster, o incluso en Exeter si no me quedaba más remedio, antes que ofrecer el trabajo a aquel hombre. Sabía que nunca llegaría a simpatizar con él.

– Que tenga un buen día, señor -dije dando media vuelta para subir por la escalera.

Sin embargo, mi teatral salida se vio frustrada por Mary, que, plantada en la entrada, me cerraba el paso.

– ¿Qué curis tiene? -preguntó con la mirada clavada en mi cesta.

– Desde luego, nada que pueda interesarte -murmuré, al tiempo que la apartaba de un empujón para salir a la plaza.

Me molestaba que me hubiera ofendido el tono de Richard Anning. ¿Por qué debía importarme la opinión de un ebanista? A decir verdad, creía que mis ejemplares eran bastante buenos teniendo en cuenta que era novata en la búsqueda de fósiles. Había hallado un amonites entero, así como partes de otros, y la vara larga de un belemnites con la punta intacta, no rota como solía suceder. No obstante, cuando pasé furiosa ante la mesa de los Anning vi que sus fósiles superaban a los míos en variedad y belleza. Estaban enteros y pulidos, eran variados y abundantes. Sobre la mesa se exponían especímenes que ni siquiera sabía que fueran fósiles: una especie de bivalvos, una piedra en forma de corazón que tenía un dibujo, una criatura con cinco largos brazos ondulantes.

Mary había pasado por alto mis desagradables palabras y me había seguido al exterior.

– ¿Tiene alguna verti?

Me detuve, de espaldas a ella, a la mesa, y al maldito taller.

– ¿Qué es una verti?

Oí un susurro junto a la mesa, ruido de piedras al entrechocar.

– Están en el lomo de los cocodrilos -respondió Mary-. Algunos dicen que son los dientes, pero papá y yo sabemos que no es verdad. Mire.

Me volví para ver la piedra que me mostraba. Era más o menos del tamaño de una moneda de dos peniques, aunque más gruesa, y redondeada pero con lados cuadrados. Tenía la superficie cóncava y el centro como si alguien lo hubiera pellizcado cuando todavía estaba blando. Me acordé del esqueleto de un lagarto que había visto en el Museo Británico.

– Una vértebra -la corregí cogiendo la piedra-. Se llama así. Pero en Inglaterra no hay cocodrilos.

Mary se encogió de hombros.

– No se ven. A lo mejor se han ido a otra parte. A Escocia, por ejemplo.

No pude por menos de sonreír.

Cuando me dispuse a devolverle la vértebra, Mary miró alrededor para ver dónde estaba su padre.

– Quédeselo -susurró.

– Gracias. ¿Cómo te llamas?

– Mary.

– Eres muy amable, Mary Anning. Lo guardaré como oro en paño.

Y eso hice. Fue el primer fósil que puse en mi vitrina.

Resulta curioso pensar ahora en nuestro primer encuentro. Nunca habría imaginado que Mary llegaría a importarme más que cualquiera de mis hermanas. ¿Cómo puede una dama de veinticinco años y clase media pensar en trabar amistad con una niña trabajadora? Sin embargo, había algo en ella que me atraía. Por supuesto, compartíamos el interés por los fósiles, pero había algo más. Ya de niña Mary magnetizaba con sus ojos, y yo quería aprender cómo se hacía.

Mary vino a vernos unos días más tarde, pues había descubierto dónde vivíamos. No es difícil encontrar a alguien en Lyme Regis; solo hay unas pocas calles. Apareció en la puerta trasera cuando Louise y yo estábamos en la cocina, arrancando los tallos de las flores de saúco que acabábamos de coger para elaborar cordial. Margaret, que estaba practicando un paso de baile alrededor de la mesa, intentaba convencernos de que hiciéramos champán con las flores, pero no nos ayudaba; de lo contrario tal vez yo me hubiera mostrado más receptiva a su propuesta. Como no dejaba de parlotear, al principio no nos percatamos de que la pequeña Mary estaba apoyada contra el marco de la puerta. Fue Bessy, que entró en la cocina resollando con el azúcar que le habíamos mandado comprar en la tienda, quien la vio primero.

– ¿Quién es esa? ¡Largo de aquí, niña! -gritó hinchando sus carrillos fofos.

Bessy había venido con nosotras de Londres y disfrutaba quejándose de su nueva situación: la cuesta empinada desde el pueblo hasta Morley Cottage, la cortante brisa marina que le congestionaba el pecho, el impenetrable acento de los lugareños que conocía en el mercado, las ronchas que le provocaban los cangrejos de la bahía de Lyme. Mientras que en Bloomsbury Bessy parecía una chica callada y seria, Lyme había sacado de ella una obstinación que expresaba con los carrillos. Las Philpot nos reíamos de sus quejas a su espalda, aunque más de una vez estábamos tentadas de echarla, cuando no era ella misma quien amenazaba con marcharse.

El genio de Bessy no tuvo el menor efecto: Mary no se movió del umbral de la puerta.

– ¿Qué están haciendo?

– Cordial de flores de saúco -contesté.

– Champán de flores de saúco -me corrigió Margaret agitando la mano.

– Nunca lo he probado -dijo Mary observando aquellas flores que parecían de encaje y oliendo el aroma a moscatel que inundaba la habitación.

– Aquí hay muchas flores de saúco en junio -señaló Margaret-. Deberíais hacer algo con ellas. ¿No es eso lo que hacen los pueblerinos?

Torcí el gesto al oír el tono de superioridad que había empleado mi hermana, pero Mary no parecía ofendida. La niña no apartaba la vista de Margaret, que ahora daba vueltas por la habitación bailando un vals; inclinando la cabeza ora sobre un hombro, ora sobre el otro, moviendo las manos al ritmo de la música que tarareaba.

Que Dios la asista, pensé. La niña va a admirar a la más tonta de nosotras.

– ¿Qué quieres, Mary? -No pretendía ser tan brusca.

Mary Anning se volvió hacia mí, aunque miraba una y otra vez a Margaret.

– Papá me manda a decirle que hará la vitrina por una libra.

– ¿Ahora sí? -Ya no me entusiasmaba la idea de encargar una vitrina si era Richard Anning quien iba a hacerla-. Dile que me lo pensaré.

– ¿Quién es nuestra visita, Elizabeth? -preguntó Louise sin apartar las manos de las flores de saúco.

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