Tracy Chevalier - Las huellas de la vida

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Dos mujeres inglesas, de orígenes y extracción muy distintas, comparten durante largos años una común afición que, más que beneficios económicos, dará importantes frutos científicos e influirá decisivamente en sus vidas. Tracy Chevalier narra en esta novela biográfica la hermosa historia de amistad de dos mujeres muy distintas, pero unidas por una misma pasión: su deseo de buscar las huellas de la vida en los fósiles.

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A mis hermanas también les agradó Lyme pero por motivos distintos. El de Margaret era sencillo: ella era la reina de los bailes de Lyme. A sus dieciocho años, era lozana y alegre, y todo lo guapa que podía ser una Philpot. Tenía unos preciosos tirabuzones morenos y unos brazos largos que le gustaba levantar para que la gente admirara sus gráciles líneas. Si bien tenía la cara un poco alargada, la boca un poco fina y los tendones del cuello un poco marcados, eso no importa demasiado a los dieciocho años. Importaría más adelante. Al menos no tenía la mandíbula afilada como yo ni la desgracia de ser tan alta como Louise. Ese verano había pocas que le hicieran sombra en Lyme y los caballeros le prestaban más atención que en Weymouth o Brighton, donde tenía más competidoras. Margaret estaba encantada de ir de baile en baile, y llenaba los días intermedios con partidas de cartas y tés en los salones de celebraciones, baños en el mar y paseos por el Cobb con los amigos que había hecho.

A Louise no le gustaban los bailes ni las partidas de cartas, pero no tardó en descubrir una zona cerca de los acantilados del oeste del pueblo con una flora sorprendente y unos senderos agrestes y apartados que habían formado las rocas caídas y que estaban cubiertos de hiedra y musgo. Ese descubrimiento satisfizo tanto su interés por la botánica como su carácter retraído.

En cuanto a mí, hallé la actividad a la que me dedicaría en Lyme paseando una mañana por Monmouth Beach, al oeste del Cobb. Habíamos quedado con nuestros amigos de Weymouth, los Durham, para buscar una singular cornisa rocosa de la playa llamada el Cementerio de Serpientes, la cual solo quedaba al descubierto cuando bajaba la marea. Estaba más lejos de lo que creíamos, y costaba caminar por la orilla pedregosa con zapatos finos. Tenía que mantener la vista clavada en el suelo para no tropezar con las rocas. Al pisar entre dos piedras me fijé en un guijarro decorado con unas rayas. Me incliné a cogerlo: la primera de las miles de veces que haría ese gesto a lo largo de mi vida. Tenía forma de espiral, con rugosidades e intervalos lisos alrededor de la columna, y parecía una serpiente enroscada, con la punta de la cola en el centro. Su dibujo regular resultaba tan agradable a la vista que pensé que debía quedármelo, aunque no tenía ni idea de lo que era. Solo sabía que no podía ser un guijarro.

Se lo enseñé a Louise y Margaret, y luego a la familia de Weymouth.

– Ah, es una piedra de serpiente -declaró el señor Durham.

Estuve a punto de soltarla, aunque la lógica me decía que la serpiente no podía estar viva. Sin embargo, no podía ser una simple piedra. Entonces caí en la cuenta.

– Es un… fósil, ¿no?

Pronuncié la palabra con cierta vacilación, pues no estaba segura de si la familia de Weymouth la conocerían. Naturalmente, había leído sobre fósiles y visto algunos expuestos en una vitrina del Museo Británico, pero ignoraba que pudieran hallarse tan fácilmente en la playa.

– Eso creo -dijo el señor Durham-. Se encuentran muchos por esta zona. Algunos vecinos los venden como curiosidad. Los llaman curis.

– ¿Dónde está la cabeza? -preguntó Margaret-. Parece que se la hubieran cortado.

– Puede que se le haya caído-apuntó la señorita Durham-. ¿Dónde ha encontrado la piedra de serpiente, señorita Philpot?

Señalé el lugar y todos echamos un vistazo, pero no hallamos ninguna cabeza de serpiente. Al poco rato los demás perdieron el interés y continuaron andando. Yo busqué un poco más antes de seguir al grupo, abriendo de vez en cuando la mano para contemplar mi primer espécimen de Jo que aprendería a llamar amonites. Resultaba extraño estar sujetando el cuerpo de un animal, fuera el que fuese, y sin embargo me gustaba. Asir su forma sólida era reconfortante, como agarrarse a un bastón o al pasamanos de una escalera.

Al final de Monmouth Beach, poco antes de Seven Rocks Point, donde la línea de la costa desaparecía de la vista, encontramos el Cementerio de Serpientes. Era un saliente liso de piedra caliza en el que había marcas en forma de espiral, líneas blancas sobre la piedra gris, de cientos de animales como el que yo sostenía, solo que aquellos eran enormes, cada uno del tamaño de un plato llano. Era una imagen tan extraña y desoladora que todos nos quedamos mirándolos en silencio.

– Deben de ser boas constrictor, ¿no creen? -comentó Margaret-. ¡Son enormes!

– En Inglaterra no hay boas constrictor -señaló la señorita Durham-. ¿Cómo habrán llegado aquí?

– Puede que las hubiera hace cientos de años -observó la señora Durham.

– O hace incluso mil años, o cinco mil -aventuró el señor Durham-. Podrían ser así de antiguas. Quizá después emigraron a otras partes.

A mí no me parecían serpientes ni ningún otro animal que conociera. Seguí caminando por el saliente con cuidado de no pisar a las criaturas, aunque a todas luces habían muerto hacía mucho tiempo y no eran tanto cuerpos físicos como dibujos en la roca. Costaba imaginar que un día habían estado vivas. Era como si siempre hubieran estado en la piedra.

Si viviéramos aquí, podría venir a ver esto cuando me apeteciera, pensé. Y buscar en la playa piedras de serpiente de menor tamaño y otros fósiles. Era algo. Era suficiente para mí.

Nuestro hermano quedó encantado con nuestra elección. Aparte de que Lyme era económico, William Pitt el Joven había pasado una temporada en el pueblo durante su juventud para recobrar la salud; a John le reconfortaba que un primer ministro británico tuviera tan buena opinión del lugar al que iba desterrar a sus hermanas. Nos mudamos a Lyme en la primavera del año siguiente; John nos consiguió una casita de campo situada muy lejos de las tiendas y la playa, en lo alto de Silver Street, que es la calle en la que desemboca Broad Street colina arriba y que lleva fuera del pueblo. Poco después John y su flamante esposa vendieron nuestro hogar de Red Lion Square y, con la ayuda del dinero de la familia de ella, compraron una casa recién construida en la cercana Montague Street, próxima al Museo Británico. Nosotras no pretendíamos que nuestra elección nos cercenara el pasado, pero así fue. En Lyme solo podíamos pensar en el presente y el futuro.

Al principio Morley Cottage nos causó mala impresión, con sus habitaciones pequeñas, sus techos bajos y sus suelos desiguales tan diferentes de los de la casa de Londres donde nos habíamos criado. Era de piedra, con el tejado de pizarra, y tenía un salón, un comedor y una cocina en la planta baja, y dos dormitorios arriba, así como una habitación en la buhardilla para Bessy, nuestra criada. Louise y yo decidimos compartir una habitación y ceder la otra a Margaret, pues se quejaba cuando nos quedábamos leyendo hasta tarde: Louise sus libros de botánica, y yo mis obras sobre historia natural. En la casa no había espacio suficiente para el piano de nuestra madre, el sofá ni la mesa de caoba. Tuvimos que dejarlos en Londres y comprar muebles más pequeños y sencillos en Axminster, y un minúsculo piano en Exeter. La reducción física del espacio y el mobiliario era un reflejo de nuestra propia contracción: habíamos pasado de una familia considerable con varios criados y muchas visitas a formar un grupo reducido con una única criada para cocinar y limpiar, en un pueblo con muchas menos familias con las que alternar.

Sin embargo, no tardamos en acostumbrarnos a nuestro nuevo hogar. De hecho, al cabo de un tiempo nuestra casa de Londres nos parecía demasiado grande. Como tenía los techos altos y las ventanas muy grandes, resultaba difícil de calentar, y sus dimensiones eran superiores a las que en realidad necesitábamos; la opulencia resulta irritante cuando no se es opulento. Morley Cottage era una casa de mujeres, con el tamaño y las expectativas de una mujer. Naturalmente, ningún hombre vivió allí con nosotras y por eso es fácil pensar de esa forma, pero creo que un hombre de nuestra posición social se habría sentido incómodo. Así se sentía John cada vez que venía de visita; se daba golpes en la cabeza con las vigas, tropezaba en los umbrales desiguales de las puertas, tenía que agacharse para mirar por las ventanas, que eran bajas, vacilaba en la empinada escalera. Únicamente el hogar de la cocina superaba en tamaño a las chimeneas de Bloomsbury.

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