Aquí el hogar de un hombre es su castillo. Y viceversa. Y tal vez esta tendencia no sea más que una versión aumentada del instinto básico de construir un nido. Los castillos son a las casas normales lo que los todoterrenos son a los coches normales. Sólidos. Recios. Seguros.
O tal vez construir castillos sea un ritual de iniciación. Una forma de meditación o de reflexión. Durante la segunda mitad de su vida, después de que muriera su madre, el psicólogo y filósofo Carl Jung se puso a trabajar en la construcción de un castillo de piedra. Lo construyó en Bollingen, en la orilla del lago Zurich, en Suiza. Lo llamó su «confesión de piedra».
O tal vez construir castillos sea una reacción contra el espíritu rápido y efímero de nuestra época. Para los arquitectos, la época moderna terminó a las 15.32 de la tarde del 15 de julio de 1972, cuando el complejo residencial Pruitt-Igoe fue dinamitado en San Luis (Missouri). Había sido un ejemplo premiado de arquitectura internacional de líneas simples y edificios parecidos a cajas. Lo que los arquitectos llamaban «una máquina para vivir». Para 1972, se había convertido en un fracaso. Sus habitantes lo odiaban y la ciudad lo declaró inhabitable.
Aquel mismo año, el arquitecto Robert Venturi declaró que la idea de utopía de la mayoría de la gente se parecía más a Disneyland o a Las Vegas que a un moderno apartamento de bloques de cristal.
Así que no importa si construir un castillo es una declaración o una misión, un resultado del instinto de anidar o una extensión del pene… lo que sigue son las historias de tres hombres que dejaron sus respectivas carreras -como policía, como contratista y como piloto de caza- y se pusieron a construir sendos castillos. A continuación se cuentan los errores que cometieron. Y lo que aprendieron en el camino.
Caminando por su castillo, en lo alto de la montaña de granito que domina Sandpoint (Idaho), Roger DeClements es un hombre de cuarenta y siete años que aparenta veintisiete, con un pelo largo y tupido que le cuelga por debajo de los hombros. Tiene los brazos y las piernas flacos y lleva una camiseta blanca de manga larga y unos vaqueros. Zapatillas de tenis. Tiene unas uñas sorprendentes, largas y estriadas, tal vez como resultado de los años que pasó tocando el bajo con una banda de rock.
– Siempre he estado construyendo -dice Roger-. Me construí mi primera casa en mil novecientos setenta y cinco. Luego alquilamos un sitio que estaba justo al lado de las vías del tren y la gente siempre estaba llamando a mi puerta. Luego vimos la película El señor de las bestias y aquello me dio algunas ideas. Me pareció que un castillo estaría bien porque sería seguro. Luego también vi que las casas se devaluaban con el paso del tiempo, mientras que un castillo subiría de precio y no se echaría a perder.
Hasta la actualidad Roger ha construido tres castillos, empezando por uno que le ocupó cinco semanas, hasta el último, que está a la venta por un millón de dólares.
– Básicamente nos pareció que sería divertido -dice-. Un sitio divertido donde vivir. Que a la gente le divertiría ver. Y luego está el hecho de que va a estar aquí permanentemente y se puede pasar de generación en generación.
La motivación de Jerry Bjorklund fue la diversión más un poco de alcohol.
– Soy bastante buen bebedor -dice-. Una noche estaba bebiendo un Black Velvet y llamé a un amigo del ayuntamiento y le dije: «Voy a construir un castillo». Y él dijo: «No, no puedes hacer eso». Y yo dije: «Sí que puedo». A la mañana siguiente me levanté y pensé: «Mierda. Le he dicho que iba a construir un castillo, así que manos a la obra…».
Pero ¿por qué un castillo?
Jerry se encoge de hombros y dice:
– No lo sé. Es mi sangre nórdica o algo así. Siempre me han interesado. Y me pareció buena idea. Nadie más tiene uno.
Con un bronceado oscuro que le queda de los inviernos pasados pescando en Mazatlán, Jerry está sentado en el apartamento que ocupa un ala de su castillo en las verdes colinas que se elevan sobre Camas (Washington). Tiene cincuenta y nueve años y es un agente jubilado del departamento de policía de Camas. Tiene la cara cuadrada con una barbilla robusta y hendida y un bigote poblado de vikingo ya canoso. Sus cejas pobladas y su mata de pelo son grises. Lleva una camiseta negra con bolsillos y unos vaqueros. Los viejos tatuajes de sus antebrazos se han vuelto de color azul oscuro.
Jerry fuma cigarrillos mexicanos marca Delicados.
– Me los traigo de allí -dice-. Los consigo a siete dólares el cartón. -Y suelta una risa cascada de fumador.
Sus ojos de color azul claro son casi del mismo tono que el de las encimeras de la cocina del apartamento. Bebe café solo y lleva un reloj con una gruesa correa plateada.
Sus antepasados eran noruegos y él nació en Dakota del Norte, aunque se crió aquí en el estado de Washington. En 1980 se jubiló y se construyó una casita con tejado a dos aguas. En 1983 inició el castillo de sus sueños.
– Lo iba a construir de piedra -dice Jerry-, Por aquí tenemos mucha piedra. Y me pasé seis meses intentando hacerlo así. Con piedras. Y argamasa. Dios.
Sacando la piedra de una cantera que había en sus cinco acres y medio, Jerry construyó una torre de siete metros. Dice:
– Tenía hecha parte de una torre y me di cuenta de que aquello iba a ser una aventura increíblemente ardua.
Se ríe y dice:
– Y pensé que tenía que haber una forma mejor.
Así que llamó a su tío, que había sido maestro yesero durante cincuenta años, y le pidió información sobre el estucado. En julio de 1983 estaba construyendo su castillo con madera y cubriéndolo de estuco.
Dice:
– Eso representa un montón de tablones y un montón de planchas de contrachapado y un montón de grapas.
El armazón es de tablones colocados cada setenta centímetros y cubiertos con planchas de contrachapado de un centímetro y medio. Grapado a la plancha hay cartón alquitranado de ocho kilos y luego alambre de estucado, que se parece al alambre normal pero que está un poco separado de la madera para permitir que el yeso se meta por detrás del alambre y se endurezca alrededor del mismo.
– Se pone la primera capa -dice Jerry- y luego encima la capa marrón. Esta se alisa. Luego volvemos con una pistola de aire comprimido de las que se usan para extender techos acústicos y usamos arena blanca y aislante de vermiculita Zonolite. Lo mezclamos todo en el depósito de la pistola y lo aplicamos con aire comprimido.
Dice:
– Solo en el exterior hay ciento noventa toneladas de arena y cemento que acarreé con mis propias manos. Además, yo tengo mucho vértigo, y la tarea se convirtió en un infierno porque mi último andamio estaba a diez metros del suelo. Ah, Dios, fue una tarea terrible, y tardé tres días enteros en hacer el parapeto.
El castillo consiste en una «torre del homenaje» de tres plantas en el extremo oriental. Desde la torre del homenaje se extienden hacia el oeste dos alas que rodean un patio central. El extremo oeste del patio está cerrado y es un garaje. La torre del homenaje tiene unos ciento cincuenta metros cuadrados, a razón de unos cincuenta en cada planta. Cada una de las alas tiene unos cien metros cuadrados, una termina en un apartamento y la otra en un almacén. El garaje tiene unos cincuenta metros cuadrados.
Pensando en la construcción, Jerry enciende otro cigarrillo. Se ríe y dice:
– Hay algunas historias fantásticas.
Para terminar las paredes de doce metros de altura de la torre del homenaje, Jerry construyó un trípode sobre el tejado, usando los enganches que se fabrican para remolcar caravanas, que son básicamente vigas de acero de veinticinco centímetros en forma de I, y un trozo de revestimiento para pozos a modo de brazo. Me cuenta:
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