– ¿Un problema? Los problemas no existen. -Dada su ansiedad y su zozobra, Mary no supo bien lo que decía-. ¿Le gustaría caminar un rato conmigo?
– Encantado.
Descendieron por la calle y el joven Ireland se adelantó ligeramente, como si la guiara.
– Me temo que, sin chal, parezco una cualquiera. Además, tengo el pelo revuelto.
– Claro que no, en absoluto.
Deambularon en silencio mientras Mary recobraba poco a poco la compostura.
– Me gusta observar la forma y la presión del viento -comentó ella por fin-. ¿Ha visto cómo ondula en aquellas ventanas? -Se sintió protegida al amparo de la noche de la ciudad y reconfortada por el aire ceniciento-. Señor Ireland, usted también es un enamorado de Londres.
– ¿Por qué lo dice?
– Bueno, porque ha sobrevivido.
– He sobrevivido.
– Y porque camina de noche.
– No puedo dormir, estoy demasiado nervioso.
– ¿Puedo preguntarle el motivo?
– Pensaba visitarla mañana y revelarle mi descubrimiento. Ahora no hay tiempo de…
– Siempre hay tiempo.
– Lo plantearé de forma sencilla. -William levantó la cara para disfrutar del viento-. He encontrado un poema de Shakespeare. Se trata de un poema nuevo que nadie ha visto ni leído.
– ¿Lo que dice es verdad?
– Señorita Lamb, todo es verdad. Lo encontré anoche, mezclado con otros papeles.
– Me encantaría verlo ahora mismo.
– ¿Estás segura?
– Sí, por supuesto.
Era una forma de escapar de su desdicha. Sumirse en otra época, aunque sólo fuese durante unos instantes, daba testimonio de que no tenía por qué estar encerrada ni oprimida. Tal vez ése era el motivo por el que había huido hacia la noche.
– No lo llevo encima -explicó William como si se disculpara-. Lo tengo en casa.
– Por favor, ¿podemos ir?
– Es tarde, pero si no se ofende…
– Por nada del mundo.
Recorrieron la poca distancia que los separaba de Holborn Passage.
– No sabía de qué se trataba hasta que lo estudié a fondo. Estaba escrito en el fragmento de un original, un fragmento recortado de una hoja de mayor tamaño. -William habló a toda velocidad-. La letra es muy pequeña y, al principio, no la reconocí. Verá, no estaba redactado como un poema, sino en versos largos, para ahorrar espacio. Fue entonces cuando reparé en el peculiar trazo de las eses y recordé dónde lo había visto con anterioridad. Estaba claro, sin el menor atisbo de dudas, que era de su puño y letra.
– ¿A qué alude el poema?
– Es una breve queja, como las que hacen los enamorados. Señorita Lamb, le ruego que espere un momento.
Habían llegado a la librería, que estaba a oscuras. El joven Ireland abrió la puerta y regresó poco después con una lámpara.
– Reunidos al amparo de la lámpara de aceite… -susurró Mary.
– Así es. Se trata de una aventura. -Iluminado por el círculo difuso de la llama, William parecía ansioso y confundido-. Mi cuarto está en el segundo piso. Le ruego encarecidamente que no haga ruido, pues mi padre duerme encima.
Ireland la condujo por la escalera de paneles de pino, cruzaron el comedor y subieron a la planta superior. La casa era vieja, como una caja de resonancia de madera, con suelos irregulares y vigas combadas. Utilizó dos llaves para abrir la puerta de su cuarto. Cuando William dejó la lámpara, Mary observó que las paredes estaban cubiertas de grabados. Ahí estaban las cabezas de Shakespeare, Mil ton, Spenser, Tasso, Virgilio y Dante.
– ¿Quién es ése?
– Se trata de John Dryden, el padre de la prosa inglesa.
– Una posición encumbrada…
– Al menos es lo que dice mi padre. Por favor, señorita Lamb, siéntese.
Con sumo cuidado, William extrajo de un cajón el fragmento de papel del original. Mary reparó en que había varias cajas y baúles en la pequeña alcoba que ocupaban casi todo el suelo. Tomó asiento en un baúl mientras, con voz asordinada y a la luz de la lámpara, William comenzaba a leer el texto. La joven tuvo conciencia de que el señor Ireland dormía sobre de sus cabezas.
Ni una doncella que a su ámbito llegó
la fuerza de su puntería infalible esquivó.
La antaño salvaje no tardó en ser domada
y él aprovechó lo que antes mutilar deseaba.
Así, de inmediato, su virtud clausura,
con el tono y la tintura de las rosas puras.
William dejó la lámpara sobre su escritorio.
– Suena a Shakespeare, ¿no le parece?
– ¿Quién anda por ahí? -preguntó el señor Ireland desde arriba.
– Padre, soy yo. Estoy leyendo.
– No te olvides de apagar la lámpara.
– No te preocupes, padre. -William aguardó unos instantes con los ojos cerrados, como si no quisiera que Mary reparase en el ardor de su mirada-. ¿Cree que los versos son en verdad de Shakespeare?
– Vaya, claro que sí. Es imposible que sean obra de otro.
Mary deseaba reforzar el entusiasmo de William y dejarse arrastrar por su regocijo a fin de olvidar su propia existencia.
– Todavía no le he dicho nada. -El movimiento ascendente de la cabeza dio a entender a quién se refería-. Se alzaría con los laureles. Si yo escribiera un texto sobre este descubrimiento y se lo entregase a su hermano, ¿cree que se encargaría de publicarlo?
– No me cabe la menor duda. Charles estaría encantado. Lo consideraría un privilegio.
– En ese caso, ¿le dirá de mi parte que he comenzado a redactarlo? Le entregaré el artículo dentro de una semana. -De repente, William pareció reparar en lo comprometido de la situación, sentados ambos en medio de su alcoba-. Señorita Lamb, creo que debería acompañarla a su casa. -Su voz sonó muy baja y firme-. Espero no haberla ofendido.
– En absoluto, señor Ireland. Me temo que me he aprovechado de su hospitalidad.
– El viento y la noche se colaron en nuestras mentes. Nos iremos con la mayor discreción que podamos.
William la acompañó por Holborn Passage y luego caminaron por Laystall Street. Permaneció junto a la joven hasta que llegaron a la puerta de la casa, donde Mary se volvió, sonrió y comentó:
– Ha sido una velada extraordinaria.
– Lo mismo digo.
***
Cuando Mary entró, Charles estaba en el vestíbulo y tenía el pelo completamente revuelto.
– Mary, ¿dónde te has metido? Te he buscado por las calles.
– Estuve escuchando a Shakespeare.
– No te entiendo.
– William Ireland ha descubierto un poema y acaba de leérmelo.
– ¿Te lo leyó en la calle?
– No, regresé con él a la librería.
– ¿En plena noche? ¿Te has vuelto loca?
Mary lo miró como si fuera un desconocido, alguien con quien no tuviera relación alguna.
– ¿Adónde quieres ir a parar? ¿Crees que me podría haber pasado algo malo?
– Mary, no se trata de algo malo.
– En ese caso, ¿de qué se trata? ¿Del decoro? ¿De las buenas costumbres? ¿Tienes tan mala opinión de mí que serías capaz de imponerme condiciones ?
– Sé que Ireland es honrado, pero…
– Pero no conoces a tu hermana. Cuando me ves en esta casa soy una sonámbula. Aquí no tengo vida real ni auténtica. ¿Por qué crees que cada noche ansío tu regreso? La verdad es que sólo quiero verte cuando no estás borracho como una cuba. -Charles guardó silencio-. ¿A quién veo? ¿Con quién hablo? ¿A quién corresponde ese decoro como para que se me imponga hasta la muerte? ¿Qué convención es ésa por la que ya reposo en el sepulcro familiar?
– Calla, Mary, los despertarás.
La muchacha alzó la voz un poco más:
– ¡Jamás despertarán! ¡Aquí me estoy muriendo!
William agarró a su hermana del brazo y la arrastró escaleras arriba hasta su dormitorio.
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