Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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incontables cajas de caramelos de anís con que intenté ganar su corazón. También le enviaba acrósticos. No sé versificar, pero había un librero español que era un genio para la rima, donde mandaba a hacer poemas, canciones, cualquier cosa cuya materia prima fuera la tinta y el papel. Mi hermana Férula me ayudó a acercarme a la familia Del Valle, descubriendo remotos parentescos entre nuestros apellidos y buscando la oportunidad de saludarnos a la salida de misa. Así fue como pude visitar a Rosa. El día que entré a su casa y la tuve al alcance de mi voz, no se me ocurrió nada para decirle. Me quedé mudo, con el sombrero en la mano y la boca abierta, hasta que sus padres, que conocían esos síntomas, me rescataron. No sé qué pudo ver Rosa en mí, ni por qué con el tiempo, me aceptó por esposo. Llegué a ser su novio oficial sin tener que realizar ninguna proeza sobrenatural, porque a pesar de su belleza inhumana y sus innumerables virtudes, Rosa no tenía pretendientes. Su madre me dio la explicación: dijo que ningún hombre se sentía lo bastante fuerte como para pasar la vida defendiendo a Rosa de las apetencias de los demás. Muchos la habían rondado, perdiendo la razón por ella, pero hasta que yo aparecí en el horizonte, no se había decidido nadie. Su belleza atemorizaba, por eso la admiraban de lejos, pero no se acercaban. Yo trunca pensé en eso, en realidad. Mi problema era que no tenía ni un peso, pero me sentía capaz, por la fuerza del amor, de convertirme en un hombre rico. Miré a mi alrededor buscando un camino rápido, dentro de los límites de la honestidad en que me habían educado, y vi que para triunfar necesitaba tener padrinos, estudios especiales o un capital. No era suficiente tener un apellido respetable. Supongo que si hubiera tenido dinero para empezar, habría apostado al naipe o a los caballos, pero como no era el caso, tuve que pensar en trabajar en algo que, aunque fuera arriesgado, pudiera darme fortuna. Las minas de oro y de plata eran el sueño de los aventureros: podían hundirlos en la miseria, matarlos de tuberculosis o convertirlos en hombres poderosos. Era cuestión de suerte. Obtuve la concesión de una mina en el Norte con la ayuda del prestigio del apellido de mi madre, que sirvió para que el banco me diera una fianza. Me hice firme propósito de sacarle hasta el último gramo del precioso metal, aunque para ello tuviera que estrujar el cerro con mis propias manos y moler las rocas a patadas. Por Rosa estaba dispuesto a eso y mucho más.

A fines del otoño, cuando la familia se había tranquilizado respecto a las intenciones del padre Restrepo, quien tuvo que apaciguar su vocación de inquisidor después que el obispo en persona le advirtió que dejara en paz a la pequeña Clara del Valle, y cuando todos se habían resignado a la idea de que el tío Marcos estaba realmente muerto, comenzaron a concretarse los planes políticos de Severo. Había trabajado durante años con ese fin. Fue un triunfo para él cuando lo invitaron a presentarse como candidato del Partido Liberal en las elecciones parlamentarias, en representación de una provincia del Sur donde nunca había estado y tampoco podía ubicar fácilmente en el mapa. El Partido estaba muy necesitado de gente y Severo muy ansioso de ocupar un escaño en el Congreso, de modo que no tuvieron dificultad en convencer a los humildes electores del Sur, que nombraran a Severo como su candidato. La invitación fue apoyada por un cerdo asado, rosado y monumental, que fue enviado por los electores a la casa de la familia Del Valle. Iba sobre una gran bandeja de madera, perfumado y brillante, con un perejil en el hocico y una zanahoria en el culo, reposando en un lecho de tomates. Tenía un costurón en la panza y adentro estaba relleno con perdices, que a su vez estaban rellenas con ciruelas. Llegó acompañado por una garrafa que contenía medio galón del mejor aguardiente del país. La idea de convertirse en diputado o, mejor aún, en senador, era un sueño largamente acariciado por Severo. Había ido llevando las cosas hasta esa meta con un minucioso trabajo de contactos, amistades, conciliábulos, apariciones públicas discretas pero eficaces, dinero

y favores que hacía a las personas adecuadas en el momento preciso. Aquella provincia sureña, aunque remota y desconocida, era lo que estaba esperando.

Lo del cerdo fue un martes. El viernes, cuando ya del cerdo no quedaba más que los pellejos y los huesos que roía Barrabás en el patio, Clara anunció que habría otro muerto en la casa.

— Pero será un muerto por equivocación–dijo.

El sábado pasó mala noche y despertó gritando. La Nana le dio una infusión de tilo y nadie le hizo caso, porque estaban ocupados con los preparativos del viaje del padre al Sur y porque la bella Rosa amaneció con fiebre. Nívea ordenó que dejaran a Rosa en cama y el doctor Cuevas dijo que no era nada grave, que le dieran una limonada tibia y bien azucarada, con un chorrillo de licor, para que sudara la calentura. Severo fue a ver a su hija y la encontró arrebolada y con los ojos brillantes, hundida en los encajes color mantequilla de sus sábanas. Le llevó de regalo un carnet de baile y autorizó a la Nana para abrir la garrafa de aguardiente y echarle a la limonada. Rosa se bebió la limonada, se arropó en su mantilla de lana y se durmió enseguida al lado de Clara, con quien compartía la habitación.

En la mañana del domingo trágico, la Nana se levantó temprano, como siempre. Antes de ir a misa fue a la cocina a preparar el desayuno de la familia. La cocina a leña y carbón había quedado preparada desde el día anterior y ella encendió el fogón en el rescoldo de las brasas aún tibias. Mientras calentaba el agua y hervía la leche, fue acomodando los platos para llevarlos al comedor. Empezó a cocinar la avena, a colar el café, tostar el pan. Arregló dos bandejas, una para Nívea, que siempre tomaba su desayuno en la cama, y otra para Rosa, que por estar enferma tenía derecho a lo mismo. Cubrió la bandeja de Rosa con una servilleta de lino bordado por las monjas, para que no se enfriara el café y no le entraran moscas, y se asomó al patio para ver que Barrabás no estuviera cerca. Tenía el prurito de asaltarla cuando ella pasaba con el desayuno. Lo vio distraído jugando con una gallina y aprovechó para salir en su largo viaje por los patios y los corredores, desde la cocina, al fondo de la casa, hasta el cuarto de las niñas, al otro extremo. Frente a la puerta de Rosa vaciló, golpeada por la fuerza del presentimiento. Entró sin anunciarse a la habitación, como era su costumbre, y al punto notó que olía a rosas, a pesar de que no era la época de esas flores. Entonces la Nana supo que había ocurrido una desgracia irreparable. Depositó con cuidado la bandeja en la mesa de noche y caminó lentamente hasta la ventana. Abrió las pesadas cortinas y el pálido sol de la mañana entró en el cuarto. Se volvió acongojada y no le sorprendió ver sobre la cama a Rosa muerta, más bella que nunca, con el pelo definitivamente verde, la piel del tono del marfil nuevo y sus ojos amarillos como la miel, abiertos. A los pies de la cama estaba la pequeña Clara observando a su hermana. La Nana se arrodilló junto a la cama, tomó la mano a Rosa y comenzó a rezar. Siguió rezando hasta que se escuchó en toda la casa un terrible lamento de buque perdido. Fue la primera y última vez que Barrabás se hizo oír. Aulló a la muerta durante todo el día, hasta destrozarle los nervios a los habitantes de la casa y a los vecinos, que acudieron atraídos por ese gemido de naufragio.

Al doctor Cuevas le bastó echar una mirada al cuerpo de Rosa para saber que la muerte se debió a algo mucho más grave que una fiebre de morondanga. Comenzó a husmear por todos lados, inspeccionó la cocina, pasó los dedos por las cacerolas, abrió los sacos de harina, las bolsas de azúcar, las cajas de frutas secas, revolvió todo y dejó a su paso un desparrame de huracán. Hurgó en los cajones de Rosa, interrogó a los sirvientes uno por uno, acosó a la Nana hasta que la puso fuera de sí y finalmente sus pesquisas lo condujeron a la garrafa de aguardiente que requisó sin miramientos. No le comunicó a nadie sus dudas, pero se llevó la botella a su laboratorio. Tres horas

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