Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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almohadón de plumas y tapado hasta el cuello porque era friolento, pero después, cuando ya no cabía en la cama, se tendía en el suelo a su lado, con su hocico de caballo apoyado en la mano de la niña. Nunca se lo vio ladrar ni gruñir. Era negro y silencioso como una pantera, le gustaban el jamón y las frutas confitadas y cada vez que había visitas y olvidaban encerrarlo, entraba sigilosamente al comedor y daba una vuelta a la mesa retirando con delicadeza sus bocadillos preferidos de los platos sin que ninguno de los comensales se atreviera a impedírselo. A pesar de su mansedumbre de doncella, Barrabás inspiraba terror. Los proveedores huían precipitadamente cuando se asomaba a la calle y en una oportunidad su presencia provocó pánico entre las mujeres que hacían fila frente al carretón que repartía la leche, espantando al percherón de tiro, que salió dispararlo en medio de un estropicio de cubos de leche desparramados en el empedrado. Severo tuvo que pagar todos los destrozos y ordenó que el perro fuera amarrado en el patio, pero Clara tuvo otra de sus pataletas y la decisión fue aplazada por tiempo indefinido. La fantasía popular y la ignorancia respecto a su raza, atribuyeron a Barrabás características mitológicas. Contaban que siguió creciendo y que si no hubiera puesto fin a su existencia la brutalidad de un carnicero, habría llegado a tener el tamaño de un camello. La gente lo creía una cruza de perro con yegua, suponían que podían aparecerle alas, cuernos y un aliento sulfuroso de dragón, como las bestias que bordaba Rosa en su interminable mantel. La Nana, harta de recoger porcelana rota y oír los chismes de que se convertía en lobo las noches de luna llena, usó con él el mismo sistema que con el loro, pero la sobredosis de aceite de hígado de bacalao no lo mató; sino que le provocó una cagantina de cuatro días que cubrió la casa de arriba abajo y que ella misma tuvo que limpiar.

Eran tiempos difíciles. Yo tenía entonces alrededor de veinticinco años, pero me parecía que me quedaba poca vida por delante para labrarme un futuro y tener la posición que deseaba. Trabajaba como un animal y las pocas veces que me sentaba a descansar, obligado por el tedio de algún domingo, sentía que estaba perdiendo momentos preciosos y que cada minuto de ocio era un siglo más lejos de Rosa. Vivía en la mina, en una casucha de tablas con techo de zinc, que me fabriqué yo mismo con la ayuda de un par de peones. Era una sola pieza cuadrada donde acomodé mis pertenencias, con un ventanuco en cada pared, para que circulara el aire bochornoso del día, con postigos para cerrarlos en la noche, cuando corría el viento glacial. Todo mi mobiliario consistía en una silla, un catre de campaña, una mesa rústica, una máquina de escribir y una pesada caja fuerte que tuve que hacer llevar a lomo de mula a través del desierto, donde guardaba los jornales de los mineros, algunos documentos y una bolsita de lona donde brillaban los pequeños trozos de oro que representaban el fruto de tanto esfuerzo. No era cómoda, pero yo estaba acostumbrado a la incomodidad. Nunca me había bañado en agua caliente y los recuerdos que tenía de mi niñez eran de frío, soledad y un eterno vacío en el estómago. Allí comí, dormí y escribí durante dos años, sin más distracción que unos cuantos libros muchas veces leídos, una ruma de periódicos atrasados, unos textos en inglés que me sirvieron para aprender los rudimentos de esa magnífica lengua, y una caja con llave donde guardaba la correspondencia que mantenía con Rosa. Me había acostumbrado a escribirle a máquina, con una copia que guardaba para mí y que ordenaba por fechas junto a las pocas cartas que recibí de ella. Comía el mismo rancho que se cocinaba para los mineros y tenía prohibido que circulara licor en la mina. Tampoco lo tenía en mi casa, porque siempre he pensado que la soledad y el aburrimiento terminan por convertir al hombre en alcohólico. Tal vez el recuerdo de mi padre, con el cuello desabotonado, la corbata floja y manchada, los ojos turbios y el aliento pesado, con un vaso en la mano,

hicieron de mí un abstemio. No tengo buena cabeza para el trago, me emborracho con facilidad. Descubrí eso a los dieciséis años y nunca lo he olvidado. Una vez me preguntó mi nieta cómo pude vivir tanto tiempo solo y tan lejos de la civilización. No lo sé. Pero en realidad debe haber sido más fácil para mí que para otros, porque no soy una persona sociable, no tengo muchos amigos ni me gustan las fiestas o el bochinche, por el contrario, me siento mejor solo. Me cuesta mucho intimar con la gente. En aquella época todavía no había vivido con una mujer, así es que tampoco podía echar de menos lo que no conocía. No era enamoradizo, nunca lo he sido, soy de naturaleza fiel, a pesar de que basta la sombra de un brazo, la curva de una cintura, el quiebre de una rodilla femenina, para que me vengan ideas a la cabeza aún hoy, cuando ya estoy tan viejo que al verme en el espejo no me reconozco. Parezco un árbol torcido. No estoy tratando de justificar mis pecados de juventud con el cuento de que no podía controlar el ímpetu de mis deseos, ni mucho menos. A esa edad yo estaba acostumbrado a la relación sin futuro con mujeres de vida ligera, puesto que no tenía posibilidad con otras. En mi generación hacíamos un distingo entre las mujeres decentes y las otras y también dividíamos a las decentes entre propias y ajenas. No había pensado en el amor antes de conocer a Rosa y el romanticismo me parecía peligroso e inútil y si alguna vez me gustó alguna jovencita, no me atreví a acercarme a ella por temor a ser rechazado y al ridículo. He sido muy orgulloso y por mi orgullo he sufrido más que otros.

Ha pasado mucho más de medio siglo, pero aún tengo grabado en la memoria el momento preciso en que Rosa, la bella, entró en mi vida, como un ángel distraído que al pasar me robó el alma. Iba con la Nana y otra criatura, probablemente alguna hermana menor. Creo que llevaba un vestido color lila, pero no estoy seguro, porque no tengo ojo para la ropa de mujer y porque era tan hermosa, que aunque llevara una capa de armiño, no habría podido fijarme sino en su rostro. Habitualmente no ando pendiente de las mujeres, pero habría tenido que ser tarado para no ver esa aparición que provocaba un tumulto a su paso y congestionaba el tráfico, con ese increíble pelo ver que le enmarcaba la cara como un sombrero de fantasía, su porte hada y esa manera de moverse como si fuera volando. Pasó por delante de mí sin verme y penetró flotando a la confitería de la Plaza de Armas. Me quedé en la calle, estupefacto, mientras ella compraba caramelos de anís, eligiéndolos uno por uno, con su risa de cascabeles, echándose unos a la boca y dando otros a su hermana. No fui el único hipnotizado, en pocos minutos se formó un corrillo de hombres que atisbaban por la vitrina. Entonces reaccioné. No se me ocurrió que estaba muy lejos de ser el pretendiente ideal para aquella joven celestial, puesto que no tenía fortuna, distaba de ser buen mozo y tenía por delante un futuro incierto. ¡Y no la conocía! Pero estaba deslumbrado y decidí en ese mismo momento que era la única mujer digna de ser mi esposa y que si no podía tenerla, prefería el celibato. La seguí todo el camino de vuelta a su casa. Me subí en el mismo tranvía y me senté tras ella, sin poder quitar la vista de su nuca perfecta, su cuello redondo, sus hombros suaves acariciados por los rizos verdes que escapaban del peinado. No sentí el movimiento del tranvía, porque iba como en sueños. De pronto se deslizó por el pasillo, y al pasar por mi lado sus sorprendentes pupilas de oro se detuvieron un instante en las mías. Debí morir un poco. No podía respirar y se me detuvo el pulso. Cuando recuperé la compostura, tuve que saltar a la vereda, con riesgo de romperme algún hueso, y correr en dirección a la calle que ella había tomado. Adiviné donde vivía al divisar una mancha color lila que se esfumaba tras un portón. Desde ese día monté guardia frente a su casa, paseando la cuadra como perro huacho, espiando, sobornando al jardinero, metiendo conversación a las sirvientas, hasta que conseguí hablar con la Nana y ella, santa mujer, se compadeció de mí y aceptó hacerle llegar los billetes de amor, las flores y las

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