Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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— ¡Maldita sea! ¡Se me fue de las manos! — dicen que dije, grité, cayendo de rodillas a su lado, escandalizando a los deudos, porque no podía nadie comprender mi frustración por haber pasado dos años rascando la tierra para hacerme rico, con el único propósito de llevar algún día a esa joven al altar y la muerte me la había birlado.

Momentos después llegó la carroza, un coche enorme, negro y reluciente, tirado por seis corceles empenachados, como se usaba entonces, y conducida por dos cocheros de librea. Salió de la casa a media tarde, bajo una tenue llovizna, seguida por una procesión de coches que llevaban a los parientes, a los amigos y a las coronas de flores. Por costumbre, las mujeres y los niños no asistían a los entierros, ése era un oficio de hombres, pero Clara consiguió mezclarse a última hora con el cortejo, para acompañar a su hermana Rosa. Sentí su manita enguantada aferrada a la mía y durante todo el trayecto la tuve a mi lado, pequeña sombra silenciosa que removía una ternura desconocida en mi alma. En ese momento yo tampoco me di cuenta que Clara no había dicho ni una palabra en dos días y pasarían tres más antes de que la familia se alarmara por su silencio.

Severo del Valle y sus hijos mayores llevaron en andas el ataúd blanco con remaches de plata de Rosa y ellos mismos lo colocaron en el nicho abierto del mausoleo. Iban de luto, silenciosos y sin lágrimas, como corresponde a las normas de tristeza en un país habituado a la dignidad del dolor. Después que se cerraron las rejas de la tumba y se retiraron los deudos, los amigos y los sepultureros, me quedé allí, parado entre las flores que escaparon a las comilonas de Barrabás y acompañaron a Rosa al cementerio. Debo de haber parecido un oscuro pájaro de invierno, con el faldón de la chaqueta bailando en la brisa, alto y flaco, como era yo entonces, antes que se cumpliera la maldición de Férula y empezara a achicarme. El cielo estaba gris y amenazaba lluvia, supongo que hacía frío, pero creo que no lo sentía, porque la rabia me estaba consumiendo. No podía despegar los ojos del pequeño rectángulo de mármol donde habían grabado el nombre de Rosa, la bella, y las fechas que limitaban su corto paso por este mundo, con altas letras góticas. Pensaba que había perdido dos años soñando con Rosa, trabajando para Rosa, escribiendo a Rosa, deseando a Rosa y que al final ni siquiera tendría el consuelo de ser enterrado a su lado. Medité en los años que me faltaban por vivir y llegué a la conclusión de que sin ella no valían la pena, porque nunca encontraría, en todo el universo, otra mujer con su pelo verde y su hermosura marina. Si me hubieran dicho que iba a vivir más de noventa años, me habría pegado un balazo.

No oí los pasos del guardián del cementerio que se me acercó por detrás. Por eso me sorprendí cuando me tocó el hombro.

— ¿Cómo se atreve a tocarme? — rugí.

Retrocedió asustado, pobre hombre. Algunas gotas de lluvia mojaron tristemente las flores de los muertos.

— Disculpe, caballero, son las seis y tengo que cerrar–creo que me dijo.

Trató de explicarme que el reglamento prohibía a las personas ajenas al personal permanecer en el recinto después de la puesta del sol, pero no lo dejé terminar, puse unos billetes en su mano y lo empujé para que se fuera y me dejara en paz. Lo vi

alejarse mirándome por encima del hombro. Debe de haber pensado que yo era un loco, uno de esos dementes necrofílicos que a veces rondan los cementerios.

Fue una larga noche, tal vez la más larga de mi vida. La pasé sentado junto a la tumba de Rosa, hablando con ella, acompañándola en la primera parte de su viaje al Más Allá, cuando es más difícil desprenderse de la tierra y se necesita el amor de los que quedan vivos, para irse al menos con el consuelo de haber sembrado algo en el corazón ajeno. Recordaba su rostro perfecto y maldecía mi suerte. Reproché a Rosa los años que pasé metido en un hoyo en la mina, soñando con ella. No le dije que no había visto más mujeres, en todo ese tiempo, que unas miserables prostitutas envejecidas y gastadas, que servían a todo el campamento con más buena voluntad que mérito. Pero sí le dije que había vivido entre hombres toscos y sin ley, comiendo garbanzos y bebiendo agua verde, lejos de la civilización, pensando en ella noche y día, llevando en el alma su imagen como un estandarte que me daba fuerzas para seguir picoteando la montaña, aunque se perdiera la veta, enfermo del estómago la mayor parte del año, helado de frío en las noches y alucinado por el calor del día, todo eso con el único fin de casarme con ella, pero va y se me muere a traición, antes que pudiera cumplir mis sueños, dejándome una incurable desolación. Le dije que se había burlado de mí, le saqué la cuenta de que nunca habíamos estado completamente solos, que la había podido besar una sola vez. Había tenido que tejer el amor con recuerdos y deseos apremiantes, pero imposibles de satisfacer, con cartas atrasadas y desteñidas que no podían reflejar la pasión de mis sentimientos ni el dolor de su ausencia, porque no tengo facilidad para el género epistolar y mucho menos para escribir sobre mis emociones. Le dije que esos años en la mina eran una irremediable pérdida, que si yo hubiera sabido que ba a durar tan poco en este mundo, habría robado el dinero necesario para casarme con ella y construir un palacio alhajado con tesoros del fondo del mar: corales, perlas, nácar, donde la habría mantenido secuestrada y donde sólo yo tuviera acceso. La habría amado ininterrumpidamente por un tiempo casi infinito, porque estaba seguro que si hubiera estado conmigo, no habría bebido el veneno destinado a su padre y habría durado mil años. Le hablé de las caricias que le tenía reservadas, los regalos con que iba a sorprenderla, la forma como la hubiera enamorado y hecho feliz. Le dije; en resumen, todas las locuras que nunca le hubiera dicho si pudiera oírme y que nunca he vuelto a decir a ninguna mujer.

Esa noche creí que había perdido para siempre la capacidad de enamorarme, que nunca más podría reírme ni perseguir una ilusión. Pero nunca más es mucho tiempo. Así he podido comprobarlo en esta larga vida.

Tuve la visión de la rabia creciendo dentro de mí como un tumor maligno, ensuciando las mejores horas de mi existencia, incapacitándome para la ternura o la clemencia. Pero, por encima de la confusión y la ira, el sentimiento más fuerte que recuerdo haber tenido esa noche, fue el deseo frustrado, porque jamás podría cumplir el anhelo de recorrer a Rosa con las manos, de penetrar sus secretos, de soltar el verde manantial de su cabello y hundirme en sus aguas más profundas. Evoqué con desesperación la última imagen que tenía de ella, recortada entre los pliegues de raso de su ataúd virginal, con sus azahares de novia coronando su cabeza y un rosario entre los dedos. No sabía que así mismo, con los azahares y el rosario, volvería a verla por un instante fugaz muchos años más tarde.

Con las primeras luces del amanecer volvió el guardián. Debe haber sentido lástima por ese loco semicongelado, que había pasado la noche entre los lívidos fantasmas del cementerio. Me tendió su cantimplora.

— Té caliente. Tome un poco, señor–me ofreció.

Pero lo rechacé con un manotazo y me alejé maldiciendo, a grandes zancadas rabiosas, entre las hileras de tumbas y cipreses.

La noche que el doctor Cuevas y su ayudante destriparon el cadáver de Rosa en la cocina para encontrar la causa de su muerte, Clara estaba en su cama con los ojos abiertos, temblando en la oscuridad. Tenía la terrible duda de que su hermana había muerto porque ella lo había dicho. Creía que así como la fuerza de su mente podía mover el salero, igualmente podía ser la causa de las muertes, de los temblores de tierra y otras desgracias mayores. En vano le había explicado su madre que ella no podía provocar los acontecimientos, sólo verlos con alguna anticipación. Se sentía desolada y culpable y se le ocurrió que si pudiera estar con Rosa, se sentiría mejor. Se levantó descalza, en camisa, y se fue al dormitorio que había compartido con su hermana mayor, pero no la encontró en su cama, donde la había visto por última vez. Salió a buscarla por la casa. Todo estaba oscuro y silencioso. Su madre dormía drogada por el doctor Cuevas y sus hermanos y los sirvientes se habían retirado temprano a sus habitaciones. Recorrió los salones, deslizándose pegada a los muros, asustada y helada. Los muebles pesados, las gruesas cortinas drapeadas, los cuadros de las paredes, el papel tapiz con sus flores pintadas sobre tela oscura, las lámparas apagadas oscilando en los techos y las matas de helecho sobre sus columnas de loza, le parecieron amenazantes. Notó que en el salón brillaba algo de luz por una rendija debajo de la puerta y estuvo a punto de entrar, pero temió encontrar a su padre y que la mandara de regreso a la cama. Se dirigió entonces a la cocina, pensando que en el pecho de la Nana hallaría consuelo. Cruzó el patio principal, entre las camelias y los naranjos enanos, atravesó los salones del segundo cuerpo de la casa y los sombríos corredores abiertos donde las tenues luces de los faroles a gas quedaban encendidas toda la noche, para salir arrancando en los temblores y para espantar a los murciélagos y otros bichos nocturnos, y llegó al tercer patio, donde estaban las dependencias de servicio y las cocinas. Allí la casa perdía su señorial prestancia y empezaba el desorden de las perreras, los gallineros y los cuartos de los sirvientes. Más allá estaba la caballeriza, donde se guardaban los viejos caballos que Nívea todavía usaba, a pesar de que Severo del Valle había sido uno de los primeros en comprar un automóvil. La puerta y los postigos de la cocina y el repostero estaban cerrados. El instinto advirtió a Clara que algo anormal estaba ocurriendo adentro, trató de asomarse, pero su nariz no llegaba al alféizar de la ventana, tuvo que arrastrar un cajón y acercarlo al muro, se trepó y pudo mirar por un hueco entre el postigo de madera y el marco de la ventana que la humedad y el tiempo habían deformado. Y entonces vio el interior.

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