Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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Le conté al abuelo que me llevaron en un furgón, con los ojos vendados, durante el toque de queda. Temblaba tanto, que podía oír castañetear mis dientes. Uno de los hombres que estaba conmigo en la parte posterior del vehículo, me puso un caramelo en la mano y me dio unas palmaditas de consuelo en el hombro.
— No se preocupe, señorita. No le va a pasar nada. La vamos a soltar y en unas horas más estará con su familia–dijo en un susurro.
Me dejaron en un basural cerca del Barrio de la Misericordia.
El mismo que me dio el dulce me ayudó a bajar.
— Cuidado con el toque de queda–me sopló al oído-. No se mueva hasta que amanezca.
Oí el motor y pensé que iban a aplastarme y después aparecería en la prensa que había muerto atropellada en un accidente del tránsito, pero el vehículo se alejó sin tocarme. Esperé un tiempo, paralizada de frío y miedo, hasta que por fin decidí quitarme la venda para ver dónde me encontraba. Miré a mi alrededor. Era un sitio baldío, un descampado lleno de basura donde corrían algunas ratas entre los desperdicios. Brillaba una luna tenue que me permitió ver a lo lejos el perfil de una miserable población de cartones, calaminas y tablas. Comprendí que debía tomar en cuenta la recomendación del guardia y quedarme allí hasta que aclarara. Me habría pasado la noche en el basural, si no llega un muchachito agazapado en las sombras y me hace señas sigilosas. Como ya no tenía mucho que perder, eché a andar en su dirección, trastabillando. Al acercarme, vi su carita ansiosa. Me echó una manta en los hombros, me tomó de la mano y me condujo a la población sin decir palabra. Caminábamos agachados, evitando la calle y los pocos faroles que estaban encendidos, algunos perros alborotaron con sus ladridos, pero nadie asomó la cabeza para indagar.
Cruzamos un patio de tierra donde colgaban como pendones de un alambre unas pocas ropas y entramos a un rancho destartalado, como todos los demás por allí. Adentro había un solo bombillo iluminando tristemente el interior. Me conmovió la pobreza extrema: los únicos muebles eran una mesa de pino, dos sillas toscas y una cama donde dormían varios niños amontonados. Salió a recibirme una mujer baja, de piel oscura, con las piernas cruzadas de venas y los ojos hundidos en una red de arrugas bondadosas que no conseguían darle un aspecto de vejez. Sonrió y vi que le faltaban algunos dientes. Se acercó y me acomodó la manta, con un gesto brusco y tímido que reemplazó el abrazo que no se atrevió a darme.
— Voy a darle un tecito. No tengo azúcar, pero le hará bien tomar algo caliente–dijo.
Me contó que oyeron el furgón y sabían lo que significaba un vehículo circulando durante el toque de queda en esos andurriales. Esperaron hasta estar seguros que se había ido y después partió el niño a ver lo que habían dejado. Pensaban encontrar un muerto.
A veces vienen a tirarnos algún fusilado, para que la gente tome respeto–me explicó.
Nos quedamos conversando el resto de la noche. Era una de esas mujeres estoicas y prácticas de nuestro país, que con cada hombre que pasa por sus vidas tienen un hijo y además recogen en su hogar a los niños que otros abandonan, a los parientes más pobres y a cualquiera que necesite una madre una hermana, una tía, mujeres que son. el pilar central de muchas vidas ajenas, que crían hijos para que se vayan también y que ven partir a sus hombres sin un reproche, porque tienen otras urgencias mayores de las cuales ocuparse. Me pareció igual a tantas otras que conocí en los comedores populares, en el hospital de mi tío Jaime, en la Vicaría donde iban a indagar por sus desaparecidos, en la morgue, donde iban a buscar a sus muertos. Le dije que había corrido mucho riesgo al ayudarme y ella sonrió. Entonces supe que el coronel García y otros como él tienen sus días contados, porque no han podido destruir el espíritu de esas mujeres.
En la mañana me acompañó donde un compadre que tenía un carretón de flete con un caballo. Le pidió que me trajera a mi casa y así es como llegué aquí. Por el camino pude ver la ciudad en su terrible contraste, los ranchos cercados con panderetas para crear la ilusión de que no existen, el centro aglomerado y gris, y el Barrio Alto, con sus jardines ingleses, sus parques, sus rascacielos de cristal y sus infantes rubios paseando en bicicleta. Hasta los perros me parecieron felices, todo en orden, todo limpio, todo tranquilo, y aquella sólida paz de las conciencias sin memoria. Este barrio es corno otro país.
El abuelo me escuchó tristemente. Se le terminaba de desmoronar un Inundo que él había creído bueno.
— En vista de que nos quedaremos aquí esperando a Miguel, vamos a arreglar un poco esta casa–dijo por último.
Así lo hicimos. Al comienzo pasábamos el día en la biblioteca, inquietos pensando que podrían volver para llevarme otra vez donde García, pero después decidimos que lo peor es tenerle miedo al miedo, como decía mi tío Nicolás, y que había que ocupar la casa enteramente y empezar a hacer una vida normal. Mi abuelo contrató una empresa especializada que la recorrió desde el techo hasta el sótano pasando máquinas pulidoras, limpiando cristales, pintando y desinfectando, hasta que quedó habitable. Media docena de jardineros y un tractor acabaron con la maleza, trajeron césped enrollado como un tapiz, un invento prodigioso de los gringos, y en menos de una semana teníamos hasta abedules crecidos, había vuelto a brotar el agua de las
fuentes cantarinas y otra vez se alzaban arrogantes las estatuas del Olimpo, limpias al fin de tanta caca de paloma y de tanto olvido. Fuimos juntos a comprar pájaros para las jaulas que estaban vacías desde que mi abuela, presintiendo su muerte, les abrió las puertas. Puse flores frescas en los jarrones y fuentes con fruta sobre las mesas, como en los tiempos de los espíritus, y el aire se impregnó con su aroma. Después nos tomamos del brazo, mi abuelo y yo, y recorrimos la casa, deteniéndonos en cada lugar para recordar el pasado y saludar a los imperceptibles fantasmas de otras épocas, que a pesar de tantos altibajos, persisten en sus puestos.
Mi abuelo tuvo la idea de que escribiéramos esta historia.
— Así podrás llevarte las raíces contigo si algún día tienes que irte de aquí, hijita–dijo.
Desenterramos de los rincones secretos y olvidados los viejos álbumes y tengo aquí, sobre la mesa de mi abuela, un montón de retratos: la bella Rosa junto a un columpio desteñido, mi madre y Pedro Tercero García a los cuatro años, dando maíz a las gallinas en el patio de Las Tres Marías, mi abuelo cuando era joven y medía un metro ochenta, prueba irrefutable de que se cumplió la maldición de Férula y se le fue achicando el cuerpo en la misma medida en que se le encogió el alma, mis tíos Jaime y Nicolás, uno taciturno y sombrío, gigantesco y vulnerable, y el otro enjuto y gracioso, volátil y sonriente, también la Nana y los bisabuelos Del Valle, antes que se mataran en un accidente, en fin, todos menos el noble Jean de Satigny, de quien no queda ningún testimonio científico y he llegado a dudar de su existencia.
Empecé a escribir con la ayuda de mi abuelo, cuya memoria permaneció intacta hasta el Último instante de sus noventa años. De su puño y letra escribió varias páginas y cuando consideró que lo había dicho todo, se acostó en la cama de Clara. Yo me senté a su lado a esperar con él y la muerte no tardó en llegarle apaciblemente, sorprendiéndolo en el sueño. Tal vez soñaba que era su mujer quien le acariciaba la mano y lo besaba en la frente, porque en los últimos días ella no lo abandonó ni un instante, lo seguía por la casa, lo espiaba por encima del hombro cuando leía en la biblioteca y se acostaba con él en la noche, con su hermosa cabeza coronada de rizos apoyada en su hombro. Al principio era un halo misterioso, pero a medida que mi abuelo fue perdiendo para siempre la rabia que lo atormentó durante toda su existencia, ella apareció tal como era en sus mejores tiempos, riéndose con todos sus dientes y alborotando a los espíritus con su vuelo fugaz. También nos ayudó a escribir y gracias a su presencia, Esteban Trueba pudo morir feliz murmurando su nombre, Clara, clarísima, clarividente.
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