Isabel Allende - La Casa de los espíritus

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— Tuve que resignarme a la idea de que te quedarás aquí, a pesar de todo–dijo el abuelo abrazándome-. Y ahora cuéntamelo todo. Quiero saber hasta el último detalle.

De modo que se lo conté. Le dije que después que se me infectó la mano, me llevaron a una clínica secreta donde mandan a los prisioneros que no tienen interés en dejar morir. Allí me atendió un médico alto, de facciones elegantes, que parecía odiarme tanto como el coronel García y se negaba a darme calmantes. Aprovechaba cada curación para plantearme su teoría personal respecto a la forma de acabar con el comunismo en el país y, de ser posible, en el mundo. Pero aparte de eso, me dejaba en paz. Por primera vez en varias semanas tenía sábanas limpias, suficiente comida y luz natural. Me cuidaba Rojas, un enfermero, de tronco macizo y cara redonda, vestido con una bata celeste siempre sucia y provisto de una gran bondad. Me daba de comer en la boca, me contaba interminables historias de remotos partidos de fútbol disputados entre equipos que yo nunca había oído nombrar y conseguía calmantes para inyectármelos a escondidas, hasta que consiguió interrumpir mi delirio. Rojas había atendido en esa clínica a un desfile interminable de desgraciados. Había comprobado que en su mayoría no eran asesinos ni traidores a la patria, por eso tenía una buena disposición con los prisioneros. A menudo terminaba de zurcir a alguien y se lo llevaban de nuevo. «Esto es como apalear arena al mar», decía con tristeza. Supe que algunos le pidieron que los ayudara a morir y, por lo menos en un caso, creo que lo hizo. Rojas llevaba una cuenta rigurosa de los que entraban y salían y podía acordarse sin vacilar de los nombres, las fechas y las circunstancias. Me juró que nunca había oído hablar de Miguel y eso me devolvió el valor para seguir viviendo, aunque a veces caía en un negro abismo de depresión y empezaba a recitar la cantinela de que me quiero morir. Él me contó de Amanda. La detuvieron en la misma época que a mí. Cuando se la llevaron a Rojas, ya no había nada que hacer. Murió sin delatar a su hermano, cumpliendo una promesa que le hiciera mucho tiempo atrás, el día que lo llevó por primera vez a la escuela. El único consuelo es que fue mucho más rápido de lo que ellos hubieran deseado, porque su organismo estaba muy debilitado por las drogas y por la infinita desolación que le dejó la muerte de Jaime. Rojas me cuidó hasta que me bajó la fiebre, empezó a cicatrizar mi mano y a volverme la cordura, y entonces se acabaron los pretextos para seguir reteniéndome; pero no me

enviaron de vuelta a las manos de Esteban García, como yo temía. Supongo que en ese momento actuó la influencia benéfica de la mujer del collar de perlas, a quien fuimos a visitar con el abuelo para agradecerle que me salvara la vida. Cuatro hombres fueron a buscarme de noche. Rojas me despertó, me ayudó a vestirme y me deseó suerte. Lo besé, agradecida.

— ¡Adiós, chiquilla! Cámbiese el vendaje, no se lo moje y si le vuelve la fiebre, es que se le infectó otra vez–me dijo desde la puerta.

Me condujeron a una celda estrecha donde pasé el resto de la noche sentada en una silla. Al día siguiente me llevaron a un campo de concentración para mujeres. Jamás olvidaré cuando me quitaron la venda de los ojos y me encontré en un patio cuadrado y luminoso, rodeada de mujeres que cantaban para mí el Himno a la Alegría. Mi amiga Ana Díaz estaba entre ellas y corrió a abrazarme. Rápidamente me acomodaron en una litera y me dieron a conocer las reglas de la comunidad y mis responsabilidades.

— Hasta que te cures no tienes que lavar ni coser, pero tienes que cuidar a los niños–decidieron.

Yo había resistido el infierno con cierta entereza, pero cuando me sentí acompañada, me quebré. La menor palabra cariñosa me provocaba una crisis de llanto, pasaba la noche con los ojos abiertos en la oscuridad en medio de la promiscuidad de las mujeres, que se turnaban para cuidarme despiertas y no me dejaban nunca sola. Me ayudaban cuando empezaban a atormentarme los malos recuerdos o se me aparecía el coronel García sumiéndome en el terror, o Miguel se me quedaba prendido en un sollozo.

— No pienses en Miguel–me decían, insistían-. No hay que pensar en los seres queridos ni en el mundo que hay al otro lado de estos muros. Es la única manera de sobrevivir.

Ana Díaz consiguió un cuaderno escolar y me lo regaló.

— Para que escribas, a ver si sacas de dentro lo que te está pudriendo, te mejoras de una vez y cantas con nosotras y nos ayudas a coser–me dijo.

Le mostré mi mano y negué con la cabeza, pero ella me puso el lápiz en la otra y me dijo que escribiera con la izquierda. Poco a poco empecé a hacerlo. Traté de ordenar la historia que había empezado en la perrera. Mis compañeras me ayudaban cuando me faltaba la paciencia y el lápiz me temblaba en la mano. En ocasiones tiraba todo lejos, pero en seguida recogía el cuaderno y lo estiraba amorosamente, arrepentida porque no sabía cuándo podría conseguir otro. Otras veces amanecía triste y llena de pensamientos, me volvía contra la pared y no quería hablar con nadie, pero ellas no me dejaban, me sacudían, me obligaban a trabajar, a contar cuentos a los niños. Me cambiaban el vendaje con cuidado y me ponían el papel por delante.

«Si quieres te cuento mi caso, para que lo escribas», me decían, se reían, se burlaban alegando que todos los casos eran iguales y que era mejor escribir cuentos de amor, porque eso gusta a todo el mundo. También me obligaban a comer. Repartían las porciones con estricta justicia, a cada quien según su necesidad y a mí me daban un poco más, porque decían que estaba en los huesos y así ni el hombre más necesitado se iba a fijar en mí. Me estremecía, pero Ana Díaz me recordaba que yo no era la única mujer violada y que eso, como muchas otras cosas, había que olvidarlo. Las mujeres se pasaban el día cantando a voz en cuello. Los carabineros les golpeaban la pared.

— ¡Cállense, putas!

— ¡Háganos callar, si pueden, cabrones, a ver si se atreven! — y seguían cantando más fuerte y ellos no entraban, porque habían aprendido que no se puede evitar lo inevitable.

Traté de escribir los pequeños acontecimientos de la sección de mujeres, que habían detenido a la hermana del Presidente, que nos quitaron los cigarrillos, que habían llegado nuevas prisioneras, que Adriana había tenido otro de sus ataques y se había abalanzado sobre sus hijos para matarlos, se los tuvimos que quitar de las manos y yo me senté con un niño en cada brazo, para contarles los cuentos mágicos de los baúles encantados del tío Marcos, hasta que se durmieron, mientras yo pensaba en los destinos de esas criaturas creciendo en aquel lugar, con su madre trastornada, cuidados por otras madres desconocidas que no habían perdido la voz para una canción de cuna, ni el gesto para un consuelo, y me preguntaba, escribía, en qué forma los hijos de Adriana podrían devolver la canción y el gesto a los hijos o los nietos de esas mismas mujeres que los arrullaban.

Estuve en el campo de concentración pocos días. Un miércoles por la tarde los carabineros fueron a buscarme. Tuve un momento de pánico, pensando que me llevarían donde Esteban García, pero mis compañeras me dijeron que si usaban uniforme, no eran de la policía política y eso me tranquilizó un poco. Les dejé mi chaleco de lana, para que lo deshicieran y tejieran algo abrigado a los niños de Adriana, y todo el dinero que tenía cuando me detuvieron y que, con la escrupulosa honestidad que tienen los militares para lo intrascendente, me habían devuelto. Me metí el cuaderno en los pantalones y las abracé a todas, una por una. Lo último que oí al salir fue el coro de mis compañeras cantando para darme ánimos, tal como hacían con todas las prisioneras que llegaban o se iban del campamento. Yo iba llorando. Allí había sido feliz.

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