Isabel Allende - La Casa de los espíritus
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que venir a suplicarle de rodillas que me haga este favor, que me ayude a encontrar a mi nieta, me atrevo a pedírselo porque sé que tiene buenas relaciones con el gobierno, me han hablado de usted, estoy seguro que nadie conoce mejor a las personas importantes en las Fuerzas Armadas, sé que usted les organiza sus fiestas y puede llegar donde yo no tendría acceso jamás, por eso le pido que haga algo por mi nieta, antes que sea demasiado tarde, porque llevo semanas sin dormir, he recorrido todas las oficinas, todos los ministerios, todos los viejos amigos, sin que nadie pueda ayudarme, ya no me quieren recibir, me obligan a hacer antesala durante horas, a mí, que les he hecho tantos favores a esa misma gente, por favor, Tránsito, pídamelo que quiera, todavía soy un hombre rico, a pesar de que en los tiempos del comunismo las cosas se pusieron difíciles para mí, me expropiaron la tierra, sin duda se enteró, lo debe haber visto en la televisión y en los periódicos, fue un escándalo, esos campesinos ignorantes se comieron mis toros reproductores y pusieron mis yeguas de carrera a tirar del arado y en menos de un año Las Tres Marías estaba en ruinas, pero ahora yo llené el fundo de tractores y estoy levantándolo de nuevo, tal como lo hice una vez antes, cuando era joven, igual lo estoy haciendo ahora que estoy viejo, pero no acabado, mientras esos infelices que tenían título de propiedad de mi propiedad, la mía, andan muriéndose de hambre, como una cuerda de pelagatos, buscando algún miserable trabajito para subsistir, pobre gente, ellos no tuvieron la culpa, se dejaron engañar por la maldita reforma agraria, en el fondo los he perdonado y me gustaría que volvieran a Las Tres Marías, incluso he puesto avisos en los periódicos para llamarlos, algún día volverán y no me quedará más remedio que tenderles una mano, son como niños, bueno, pero no es de eso que vine a hablarle, Tránsito, no quiero quitarle su tiempo, lo importante es que tengo buena situación y mis negocios van viento en popa, así es que puedo darle lo que me pida, cualquier cosa, con tal que encuentre a mi nieta Alba antes que un demente me siga mandando más dedos cortados o empiece a mandarme orejas y acabe volviéndome loco o matándome de un infarto, discúlpeme que me ponga así, me tiemblan las manos, estoy muy nervioso, no puedo explicar lo que pasó, un paquete por correo y adentro sólo tres dedos humanos, amputados limpiamente, una broma macabra que me trae recuerdos, pero esos recuerdos nada tienen que ver con Alba, mi nieta ni siquiera había nacido entonces, sin duda yo tengo muchos enemigos, todos los políticos tenemos enemigos, no sería raro que hubiera un anormal dispuesto a fregarme enviándome dedos por correo justamente en el momento en que estoy desesperado por la detención de Alba, para ponerme ideas atroces en la cabeza, que si no fuera porque estoy en el límite de mis fuerzas, después de haber agotado todos los recursos, no hubiera venido a molestarla a usted, por favor, Tránsito, en nombre de nuestra vieja amistad, apiádese de mí, soy un pobre viejo destrozado, apiádese y busque a mi nieta Alba antes que me la terminen de mandar en pedacitos por correo, sollocé.
Tránsito Soto ha llegado a tener la posición que tiene, entre otras cosas, porque sabe pagar sus deudas. Supongo que usó el conocimiento del lado más secreto de los hombres que están en el poder, para devolverme los cincuenta pesos que una vez le presté. Dos días después me llamó por teléfono.
— Soy Tránsito Soto, patrón. Cumplí su encargo–dijo.
Epílogo
Anoche murió mi abuelo. No murió como un perro, como él temía, sino apaciblemente en mis brazos confundiéndome con Clara y a ratos con Rosa, sin dolor, sin angustia, consciente y sereno, más lúcido que nunca y feliz. Ahora está tendido en el velero del agua mansa, sonriente y tranquilo, mientras yo escribo sobre la mesa de madera rubia que era de mi abuela. He abierto las cortinas de seda azul, para que entre la mañana y alegre este cuarto. En la jaula antigua, junto a la ventana, hay un canario nuevo cantando y al centro de la pieza me miran los ojos de vidrio de Barrabás. Mi abuelo me contó que Clara se había desmayado el día que él, por darle un gusto, colocó de alfombra la piel del animal. Nos reímos hasta las lágrimas y decidimos ir a buscar al sótano los despojos del pobre Barrabás, soberbio en su indefinible constitución biológica, a pesar del transcurso del tiempo y al abandono, y ponerlo en el mismo lugar donde medio siglo antes lo puso mi abuelo en homenaje a la mujer que más amó en su vida.
— Vamos a dejarlo aquí, que es donde siempre debió estar–dijo.
Llegué a la casa una brillante mañana invernal en un carretón tirado por un caballo flaco. La calle, con su doble fila de castaños centenarios y sus mansiones señoriales, parecía un escenario inapropiado para ese vehículo modesto, pero cuando se detuvo frente a la casa de mi abuelo, encajaba muy bien con el estilo. La gran casa de la esquina estaba más triste y vieja de lo que yo podía recordar, absurda con sus excentricidades arquitectónicas y sus pretensiones de estilo francés, con la fachada cubierta de hiedra apestada. El jardín era un desparrame de maleza y casi todos los postigos colgaban de los goznes. El portón estaba abierto, como siempre. Toqué el timbre y después de un rato, sentí unas alpargatas que se aproximaban y una empleada desconocida me abrió la puerta. Me miró sin conocerme y yo sentí en la nariz el maravilloso olor a madera y a encierro de la casa donde nací. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Corrí a la biblioteca, presintiendo que el abuelo estaría esperándome donde siempre se sentaba y allí estaba, encogido en su poltrona. Me sorprendió verlo tan anciano, tan minúsculo y tembloroso, guardando del pasado sólo su blanca melena leonina y su pesado bastón de plata. Nos abrazamos apretadamente por un tiempo muy largo, susurrando abuelo, Alba, Alba, abuelo, nos besamos y cuando él vio mi mano se echó a llorar y maldecir y a dar bastonazos a los muebles, como lo hacía antes, y yo me reí, porque no estaba tan viejo ni tan acabado como me pareció al principio.
Ese mismo día el abuelo quiso que nos fuéramos del país. Tenía miedo por mí. Pero yo le expliqué que no podía irme, porque lejos de esta tierra sería como los árboles que cortan para Navidad, esos pobres pinos sin raíces que duran un tiempo y después se mueren.
— No soy tonto, Alba–dijo mirándome fijamente-. La verdadera razón por que quieres quedarte es Miguel, ¿no es verdad?
Me sobresalté. Nunca le había hablado de Miguel.
— Desde que lo conocí, supe que no iba a poder sacarte de aquí, hijita–dijo con tristeza.
— ¿Lo conociste? ¿Está vivo, abuelo? — lo zamarreé agarrándolo por la ropa.
— Lo estaba la semana pasada, cuando nos vimos por última vez–dijo.
Me contó que después que me detuvieron apareció una noche Miguel en la gran casa de la esquina. Estuvo a punto de darle una apoplejía de susto, pero a los pocos minutos comprendió que los dos tenían una meta en común: rescatarme. Después Miguel volvió a menudo a verlo, le hacía compañía y juntaban sus esfuerzos para buscarme. Fue Miguel quien tuvo la idea de ir a vera Tránsito Soto, al abuelo no se le hubiera ocurrido nunca.
— Hágame caso, señor. Yo sé quién tiene el poder en este país. Mi gente está infiltrada en todas partes. Si hay alguien que puede ayudara Alba en este momento, esa persona es Tránsito Soto–le aseguró.
— Si conseguimos sacarla de las garras de la policía política, hijo, tendrá que irse de aquí. Váyanse juntos. Puedo conseguirles salvoconductos y no les faltará dinero–ofreció el abuelo.
Pero Miguel lo miró como si fuera un viejito trastornado y procedió a explicarle que él tiene una misión que cumplir y no puede salir huyendo.
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