Isabel Allende - El plan infinito
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— Paciencia, paciencia–le aconsejaba Leo Galupi cuando la veía frenética-. Piensa que si Da¡ fuera tuyo tendrías que haberlo esperado nueve meses. Nueve semanas no es nada.
En las largas horas de ocio en las que no visitaba a Thui y al niño, Carmen vagaba por los mercados comprando materiales para sus joyas y dibujaba nuevos diseños inspirados en aquel extraño viaje. Le parecía absurdo que en medio de un conflicto bélico de tales proporciones ella recorriera bazares como una turista. A pesar de que para entonces gran parte de las tropas americanas se había retirado, el conflicto seguía en su apogeo. Había imaginado que la ciudad era un inmenso campamento militar donde tendría que buscar a su sobrino arrastrándose entre soldados y trincheras, pero en vez paseaba por callejuelas estrechas regateando en medio de una abigarrada multitud aparentemente ajena a la guerra. Si hablaras con la gente tendrías una visión diferente, dijo Galupi, pero como ella sólo podía comunicarse en inglés, estaba aislada del pueblo. Sin proponérselo terminó por ignorar la realidad y se sumergió en los únicos dos asuntos que le interesaban, el pequeño Da¡ y su trabajo. Su mente parecía haberse expandido hacia otras dimensiones, el Asia se le metió adentro, la invadió, la sedujo. Pensó que le faltaba mucho mundo por conocer y si deseaba verdadero éxito en ese oficio y algo de seguridad para el futuro, como se había propuesto desde que aceptó hacerse cargo de Da¡, viajaría cada año a lugares distantes y exóticos en busca de materiales raros y de ideas nuevas. — Te mandaré pelotillas, tengo contactos por todas partes puedo conseguir cualquier cosa–ofreció Galupi, que no entendía la naturaleza del oficio de Carmen, pero era capaz de adivinar sus posibilidades comerciales.
— Debo elegirlas yo misma. Cada piedra, cada concha, cada trocito de madera o de metal me sugiere algo diferente.
— Aquí nadie usaría lo que estás dibujando. Nunca he visto a una mujer elegante con pedazos de hueso y plumas en las orejas, — Allá se los pelean. Las mujeres prefieren pasar hambre con tal de comprar un par de aretes como éstos. Mientras más caro los vendo, más gustan.
— Al menos lo que tú haces es legal–se rió Galupi.
A ella los días le parecían muy largos, el calor y la humedad la agotaban. Usaba sus respetables vestidos de matrona sólo para las ges tiones imprescindibles, pero el resto del tiempo se cubría con unas sencillas túnicas de algodón y sandalias de campesina compradas en el mercado. Pasaba muchas horas sola leyendo o dibujando, acompañada por el rumor de los grandes ventiladores de la bodega. En la noche llegaba Galupi con bolsas de provisiones, se duchaba, se vestía con un pantalón corto, colocaba un disco y empezaba a cocinar. Pronto aparecían diversos comensales, casi todos niños, que pululaban llenando el galpón con su charla ligera y sus risas, y cuando terminaban de comer partían sin despedirse. A veces Galupi invitaba amigos americanos, soldados o corresponsales de prensa, que se quedaban hasta muy tarde bebiendo y fumando marihuana. Todos aceptaron la presencia de Carmen sin preguntas, como si siempre hubiera sido parte de la vida de Galupi. Algunas veces la invitaba a cenar fuera y cuando estaba libre la guiaba por la ciudad, quería mostrarle diversos aspectos, desde los abigarrados sectores populares de la verdadera vida, hasta las zonas residenciales de europeos y americanos donde se vivía con aire acondicionado y agua en botellas. — Vamos a comprarte una tienda de reina, tenemos una cena en la embajada, — le anunció un día. La llevó al centro comercial más elegante y allí la dejó con un fajo de billetes en la mano. Se sintió perdida; por años se había cosido la ropa y no sospechaba que un traje podía costar tanto. Cuando su nuevo amigo pasó a buscarla tres horas más tarde, la encontró sentada en las gradas de la tienda con los zapatos en la mano, maldiciendo de frustración. — ¿Qué pasó?
— Todo es horrible y muy caro. Ahora las mujeres son planas. Estos melones no entran en ningún vestido–gruñó señalando sus senos. — Me alegro–se rió Galupi–y la acompañó al barrio hindú donde consiguieron un magnífico sari de seda color sandía bordado en oro en el cual Carmen se envolvió con la mayor soltura, sintiéndose mucho mas en paz consigo misma que dentro de los apretados trajes franceses para mujeres escuálidas.
Al entrar esa noche al salón de la embajada distinguió entre la multitud al hombre en quien pensaba a menudo y a quien nunca creyó volver a ver. Conversando con un vaso de whisky en la mano, vestido de smoking y con el cabello gris, pero el mismo rostro de antes, estaba Tom Clayton. El periodista había interrumpido temporalmente sus artículos políticos para trasladarse al Vietnam a escribir un libro. Pasaba más tiempo en fiestas y en clubes que en el frente, fiel a su teoría de que la guerra se hace realmente en los salones. Tenía acceso a sitios donde ningún corresponsal era bienvenido y conocía a la gente adecuada en el alto mando militar, el cuerpo diplomático, el gobierno y el mundillo social de la ciudad, por lo mismo lo atrajo el sortilegio de esa mujer que no había visto antes. Por el color aceitunado de la piel, el pesado maquillaje de los ojos y el sari deslumbrante, supuso que provenía de la India. Notó que ella también lo observaba y buscó una oportunidad para acercársele; Carmen le estrechó la mano y se presentó con el nombre que siempre usaba, Ta–mar.
Había planeado muchas veces su reacción si volviera a ver ese primer amante, tan definitivo en su existencia, y lo único que jamás pensó fue que no se le ocurriría nada para decirle. Los años habían desdibujado su rencor, descubrió sorprendida que no sentía más que indiferencia por ese hombre arrogante a quien no lograba recordar desnudo. Lo oyó hablar con Galupi mientras la examinaba de reojo, evidentemente impresionado, y se maravilló de haberlo deseado tanto. No se preguntó, como muchas veces lo hizo en sus soledades, cómo habría sido el niño de ambos, porque ya no podía imaginar a otro hijo suyo que no fuera Daí. Suspiró con una mezcla de alivio al comprobar que él no la había reconocido y de profundo fastidio por el tiempo perdido en penas de amor.
— No la había visto antes ¿de dónde viene usted? — preguntó Tom Clay–ton vuelto hacia ella.
— Vengo del pasado–replicó Carmen y le dio la espalda para ir al balcón a mirar la ciudad, que brillaba a sus pies como si la guerra fuera en otra parte.
De regreso en la bodega, Carmen y Leo Galupi se sentaron bajo el ventilador a comentar la velada sin encender las lámparas, en la penumbra de las luces de la calle. Le ofreció un trago y ella preguntó si acaso tenía por casualidad una lata de leche condensada. Con la punta de un cuchillo le abrió dos huecos y se instaló en el suelo sobre unos almohadones a chupar el dulce, consuelo de tantos momentos críticos en su existencia. Por fin Galupi se atrevió a preguntarle por Clayton, había notado algo extraño en su actitud durante el encuentro de ambos, dijo. Entonces Carmen le contó todo sin omitir detalle alguno, era la primera vez que hablaba de su experiencia en la cocina de Olga, del dolor y el miedo, del delirio en el hospital y el largo purgatorio expiando una culpa que no era sólo suya, pero que él se negó a compartir. Una cosa llevó a la otra y terminó revelando su vida entera. Amaneció y continuaba hablando en una especie de catarsis, se había roto el dique de los secretos y los llantos solitarios y descubrió el gusto de abrir el alma ante un confidente discreto.
Con el último sorbo de leche condensada se estiró bostezando muerta de fatiga, luego se inclinó sobre su nuevo amigo y le rozó la frente con un beso leve. Galupi la cogió por la muñeca y la atrajo, pero Carmen quitó la cara y el gesto se perdió en el aire. — No puedo–dijo. — ¿Por qué no?
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