Isabel Allende - El plan infinito

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Fiel a lo prometido a Gregory Reeves, estaba en el aeropuerto esperando a Carmen con un desmayado ramo de flores. Demoró en ubicarla, porque esperaba un torbellino de faldas, collares y pulseras, en cambio se encontró ante una señora anodina, agotada por la larga travesía y derretida de calor. Ella tampoco lo reconoció porque Gregory lo había descrito como un inconfundible mafioso y en cambio le pareció encontrarse ante un trovador escapado de una pintura, pero él llevaba un cartón con el nombre de Tamar y así se identificaron en la multitud. No te preocupes de nada, preciosa, de ahora en adelante yo me encargo de ti y todos tus problemas, le dijo besándola en ambas mejillas.

Cumplió su palabra. Le tocaría jurar en falso ante notario que Thui Nguyen no tenía familia, imitar la letra de Juan José Morales en cartas fraguadas donde se refería al embarazo de su novia, trucar fotografías donde ambos aparecían del brazo en diversos lugares, falsificar certificados y sellos, suplicar ante los funcionarios incorruptibles y sobornar a los sobornables, trámites que efectuaba con la naturalidad de quien ha chapaleado siempre en esas aguas. Era un hombre de buen porte, alegre y apuesto, con firmes rasgos mediterráneos y una brillante melena negra que ataba atrás en una breve coleta. Carmen le pidió que la acompañara a visitar a Thui Nguyen por primera vez, porque de tanto anticipar ese momento y tanto prepararse para el encuentro había perdido su habitual desplante y ante la sola idea de ver al niño le fallaban las rodillas, La mujer vivía en una habitación alquilada en un caserón que antes de la guerra debió pertenecer a una familia de comerciantes adinerados, pero ahora estaba dividido en cuartos para una veintena de inquilinos. Había tal confusión de gente en sus faenas, niños correteando, radios y televisores encendidos, que les costó dar con la habitación que buscaban. Les abrió la puerta una mujercita de nada, una sombra lívida con un pañuelo en la cabeza y un vestido de color indefinido.

Bastó una mirada para saber que Thui Nguyen no había mentido, estaba muy enferma. Seguramente siempre fue baja, pero parecía haberse reducido de súbito, como si el esqueleto se le hubiera achicado sin dar tiempo a la piel para acomodarse al nuevo tamaño; imposible calcularle la edad porque tenía una expresión milenaria en el cuerpo de una adolescente.

Los saludó con gran reserva, se disculpó por la incomodidad de su cuarto y los invitó a sentarse sobre la cama: enseguida les ofreció té y sin esperar respuesta puso agua a hervir en una hornilla instalada sobre la única silla disponible. En un rincón se divisaba un altar doméstico con una fotografía de Juan José Morales y ofrendas de flores, fruta e incienso. Traeré a Da¡, anunció y se alejó a pasos lentos.

Carmen Morales sentía golpes de remo en el pecho y temblaba a pesar de la humedad caliente que rezumaba por las paredes alimentando una flora verdosa en los rincones. Leo Galupi presintió que ése era el momento más intenso en la vida de esa mujer y tuvo el impulso de sostenerla en sus brazos, pero no se atrevió a tocarla. Daí Morales entró de la mano de su madre. Era un niño delgado y moreno. bastante alto para sus dos años, con el pelo erizado como un cepillo y una cara muy seria donde los ojos negros almendrados y sin párpados visibles eran el único rasgo oriental. Se veía igual a la fotografía que Inmaculada y Pedro Morales tenían de su hijo Juan José a la misma edad, sólo que no sonreía.

Carmen trató de ponerse de pie, pero le falló el alma y cayó sentada sobre la cama. Decidió con certeza demencial que esa criatura era la que se había ido por el desagüe de la cocina de Olga diez años antes, el niño que le estaba destinado desde el comienzo de los tiempos. Por un instante perdió la noción del presente y se preguntó con angustia qué estaba haciendo su hijo en esa mísera habitación. Thui dijo algo que sonó como un trino y el pequeño avanzó tímidamente y estrechó la mano de Leo Galupi. Thui lo corrigió con otro sonido de pájaro y él se volvió hacia Carmen esbozando un saludo similar. pero se encontraron los ojos y los dos se quedaron observándose por unos segundos eternos, como reconociéndose después de una larga separación. Por fin ella estiró los brazos, lo levantó y se lo montó a horcajadas sobre las rodillas. Era liviano como un gato. Daí se quedó quieto, en silencio. mirándola con expresión solemne. — Desde ahora ella es tu mamá–dijo en inglés Thui Nguyen y luego lo repitió en su lengua para que el hijo entendiera.

Carmen Morales pasó once semanas cumpliendo las formalidades de adopción de su sobrino y esperando la visa para llevarlo a su país. Pudo hacerlo en menos tiempo, pero eso no lo descubrió nunca. Leo Galupi, quien al principio se desvivió por ayudarla a resolver obstáculos aparentemente insalvables, a última hora se las arregló para complicar los papeles y atrasar los trámites finales, enredándola en una maraña de excusas y dilaciones que ni él mismo podía explicarse. La ciudad resultó mucho más cara de lo imaginado y antes de un mes a Carmen le fallaron los fondos. Gregory Reeves le mandó un giro bancario, que se esfumó en sobornos y gastos de hotel y cuando se disponía a recurrir a su cuenta de ahorros, Galupi se precipitó a su rescate. Había iniciado un nuevo negocio de colmillos de elefante, dijo, y le estaban sobrando billetes en los bolsillos, ella no tenía el menor derecho a rechazar su ayuda, ya que lo hacía por Juan José Morales, su amigo del alma, a quien tanto había querido y de quien no pudo despedirse.

Ella sospechó que en realidad Galupi ni siquiera había oído hablar de su hermano antes que Gregory le pidiera el favor de socorrerla, pero no le convenía averiguarlo. No quiso que pagara la cuenta del hotel, pero aceptó irse a vivir a su casa para reducir los gastos. Se trasladó con su maleta y una bolsa de cuentas y piedras, que había ido comprando en sus ratos libres, incluyendo unos pequeños fósiles de insectos neolíticos con los cuales pensaba fabricar prendedores. No imaginó que ese hombre, a quien había visto manejando un coche de magnate y gastando a manos llenas, se alojara en esa especie de bodega de muelles, un laberinto de cajones y estanterías metálicas donde se acumulaba de un cuanto hay. En una rápida mirada vio un camastro de campaña, pilas de libros, cajas con discos y cintas, un formidable equipo de música y un televisor portátil con un colgador de ropa a modo de antena.

Galupi le mostró la cocina y demás comodidades de su hogar y le presentó a los niños que a esa hora aparecían a comer, advirtiéndole que no les diera dinero y no dejara su cartera al alcance de esas manos voraces.

En medio de aquel desorden de campamento, el baño resultó una sorpresa, un cuarto impecable de madera con una tina, grandes espejos y toallas rojas afelpadas. Esto es lo más valioso que ha pasado por mis manos, no sabes lo difícil que es conseguir buenas toallas, sonrió el anfitrión acariciándolas con orgullo. Por último condujo a Carmen al extremo de su bodega, donde había aislado un amplio rincón con cajas montadas unas sobre otras y a guisa de puerta un impresionante biombo. En el interior Carmen vio una cama ancha cubierta con un mosquitero blanco, delicados muebles de laca negra pintados a mano con motivos de garzas y flores de cerezo, alfombras de seda, telas bordadas cubriendo las paredes y pequeñas lámparas de papel de arroz que difundían una luz difusa. Leo Galupi había creado para ella la habitación de una emperatriz china. Ése sería su refugio durante varias semanas, allí no llegaba el bullicio de la calle ni el estrépito de la guerra.

A veces se preguntaba que contenían esos bultos misteriosos que la rodeaban, imaginaba objetos preciosos, cada uno con su historia, y sentía el aire lleno del espíritu de las cosas. En ese lugar vivió con comodidad y en buena compañía, pero consumida por la angustia de la espera.

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