Array Array - Paula

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La dulce Granny aguardó con paciencia hasta el otro día, para que su hijo alcanzara a verla con vida por unos minutos. Estábamos los dos junto a su cama cuando ella dejó de respirar. Michael salió a consolar a su hermana y yo me quedé para ayudar a la enfermera a lavar a mi suegra, devolviéndole en la muerte los infinitos cuidados que ella prodigó a mis hijos en vida, y mientras le pasaba una esponja húmeda por el cuerpo y le peinaba los cuatro pelos que le quedaban en el cráneo y la rociaba con agua de colonia y le ponía una camisa de dormir prestada por su hija, le contaba de Paula y de Nicolás, de nuestra vida en Caracas, de cómo la echaba de menos y cuánto la necesitaba en esa desafortunada etapa de mi vida en que nuestro hogar peligraba sacudido por vientos adversos. Al día siguiente dejamos a la Granny en un cementerio inglés, bajo una mata de jazmines, en el sitio preciso que ella hubiera escogido para descansar. Fui a despedirla por última vez con la familia de Michael y me sorprendió verlos sin lágrimas ni aspavientos, contenidos por esa delicada sobriedad de los anglosajones para enterrar a sus muertos. Alguien leyó las palabras rituales, pero no las oí, porque sólo escuchaba la voz de la Granny tarareando canciones de abuela. Cada uno puso una flor y un puñado de tierra sobre el ataúd, nos abrazamos en silencio y después nos retiramos lentamente. Ella quedó sola, soñando en ese jardín. Desde entonces cuando huelo jazmines viene la Granny a saludarme.

Al volver a la casa mi suegro fue a lavarse las manos mientras su hija preparaba el té. Poco después entró al comedor con su traje oscuro, peinado con gomina y un botón de rosa en la solapa, buenmozo y todavía joven, retiró la silla con los codos para no tocarla con los dedos y se sentó.

— ¿Dónde está mi young lady? — preguntó extrañado de no ver a su mujer.

— Ya no está con nosotros, papá–dijo su hija y todos nos miramos asustados.

— Dígale que el té está servido, la estamos esperando. Entonces nos dimos cuenta que el tiempo se había congelado para él y que aún no sabía que su mujer había muerto. Seguiría ignorándolo por el resto de su vida. Asistió al funeral distraídamente, como si fuera el sepelio de un pariente ajeno, y a partir de ese instante se encerró en sus recuerdos, bajó ante sus ojos una cortina de locura senil y no volvió a pisar la realidad. La única mujer que había amado permaneció para siempre a su lado joven y alegre, olvidó que había salido de Chile y perdido todas sus posesiones.

Durante los diez años siguientes, hasta que murió reducido al tamaño de un niño en un hogar para ancianos dementes, siguió convencido que se encontraba en su casa frente a la cancha de golf, que la Granny estaba en la cocina fabricando dulce de ciruelas y que esa noche dormirían juntos, como cada noche durante cuarenta y siete años.

Había llegado el momento de hablar con Michael sobre aquellas cosas calladas por tanto tiempo, no podía seguir instalado confortablemente en una fantasía, como su padre. En una tarde de llovizna salimos a caminar por la playa arropados con ponchos de lana y bufandas. No recuerdo en qué momento acepté por fin la idea que debía separarme de él, tal vez fue junto a la cama de la Granny al verla morir, o cuando nos retiramos del cementerio dejándola entre jazmines, o tal vez ya lo había decidido varias semanas antes; tampoco recuerdo cómo le anuncié que no regresaría con él a Caracas, me iba a España a tentar suerte y tenía intención de llevarme a los niños. Le dije que sabía cuán difícil sería para ellos y lamentaba no poder evitarles esa nueva prueba, pero los hijos deben seguir el destino de la madre. Hablé con cuidado, midiendo las palabras para herirlo lo menos

posible, agobiada por el sentido de culpa y por la compasión que él me inspiraba, en pocas horas ese hombre perdía a su madre, su padre y su mujer. Replicó que yo estaba fuera de mis cabales y no era capaz de tomar decisiones, de modo que él las tomaría por mí, para protegerme y proteger a los hijos; podía irme a España si así lo deseaba, esta vez no saldría a buscarme y tampoco haría nada por evitarlo, pero no me entregaría jamás a los niños; tampoco me podía llevar una parte de nuestros ahorros, porque al abandonar el hogar perdía todos mis derechos. Me rogó que recapacitara y prometió que si yo renunciaba a esa idea desquiciada, él perdonaría todo, haríamos borrón y cuenta nueva y podríamos comenzar otra vez. Comprendí entonces que había trabajado durante veinte años y al sacar cuentas, nada tenía, mi esfuerzo se había hecho humo en los gastos cotidianos, en cambio Michael había invertido sabiamente su parte y los pocos bienes que poseíamos estaban a su nombre. Sin dinero para mantener a los niños no podía llevármelos, aun en caso de que su padre los dejara ir. Fue una discusión pausada, sin alzar la voz, que duró escasamente veinte minutos, y terminó en un abrazo sincero de despedida.

— No les hables mal de mí a Paula y Nicolás–le pedí.

— Nunca les hablaré mal de ti. Acuérdate que los tres te queremos mucho y estaremos esperándote.

— Iré a buscarlos apenas tenga trabajo.

— No te los entregaré. Podrás verlos cuando quieras, pero si te vas ahora los pierdes para siempre.

— Eso ya lo veremos…

En el fondo no estaba alarmada, suponía que muy pronto Michael debería ceder, no tenía idea de lo que significa criar hijos, porque hasta entonces había cumplido sus funciones de padre desde una cómoda distancia. Su trabajo no facilitaba las cosas, no podía llevarse a los niños al entorno medio salvaje donde pasaba la mayor parte de su tiempo, y tampoco era posible dejarlos solos en Caracas; estaba segura que antes de un mes me rogaría desesperado que me hiciera cargo de ellos.

Salí del invierno fúnebre de Montevideo y aterricé al otro día en el agosto hirviente de Madrid, dispuesta a vivir el amor hasta las últimas consecuencias. De la ilusión romántica que había inventado en encuentros clandestinos y cartas apresuradas, caí en la realidad sórdida de la pobreza, que noches y días de incansables abrazos que no lograban mitigar.

Alquilamos un apartamento pequeño y sin luz en una población obrera de las afueras de la ciudad, entre docenas de edificios de ladrillo rojo exactamente iguales. No había nada verde, no crecía un solo árbol por esos lados, sólo se veían patios de tierra, canchas deportivas, cemento, asfalto y ladrillo. Sentía esa fealdad como un bofetón. Eres una burguesa muy mimada, se burlaba sonriendo el amante entre beso y beso, pero en el fondo su reproche era en serio. Adquirimos en el mercado de las pulgas una cama, una mesa, tres sillas, unos cuantos platos y ollas, que un hombronazo malhumorado transportó en su destartalada camioneta. En un capricho irresistible compré también un florero, pero nunca sobró dinero para ponerle flores. Por las mañanas salíamos a buscar trabajo, por las tardes volvíamos extenuados y con las manos vacías. Sus amigos nos

evitaban, las promesas se hacían sal y agua, las puertas se cerraban, nadie respondía nuestras solicitudes y el dinero disminuía rápidamente. En cada niño que jugaba en la calle me parecía reconocer a los míos, la separación de mis hijos me dolía físicamente; llegué a pensar que esa quemadura constante en el estómago eran úlceras o cáncer. Hubo momentos en que debí elegir entre comprar pan o estampillas para una carta a mi madre y pasé días en ayunas. Traté de escribir una obra musical con él, pero la complicidad simpática de las meriendas en el parque y las tardes junto al piano empolvado del teatro en Caracas se había agotado, la angustia nos separaba, las diferencias eran cada vez más visibles, los defectos de cada uno se magnificaban. De los hijos preferíamos no hablar, porque cada vez que los mencionábamos crecía un abismo entre los dos; yo andaba triste y él huraño. Los asuntos más superfluos se convertían en motivos de pelotera, las reconciliaciones eran verdaderos torneos apasionados que nos dejaban medio aturdidos.

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