Array Array - Paula

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Te vienes conmigo a España ahora o no nos vemos más, me amenazó el de la flauta entre dos apasionados acordes musicales, y como no pude decidirme empacó sus instrumentos y se fue. A las veinticuatro horas comenzaron sus telefonazos urgentes desde Madrid que me mantenían en ascuas durante el día y en vela buena parte de la noche. Entre los problemas de los niños, las reparaciones del automóvil y las perentorias exigencias amorosas perdí la cuenta de los días y cuando Michael llegó de visita me llevé una sorpresa.

Esa noche traté de hablar con mi marido para explicarle lo que estaba sucediendo, pero antes que alcanzara a mencionarlo me anunció un viaje a Europa por un asunto de negocios y me invitó a acompañarlo, mis padres cuidarían a los nietos por una semana. Hay que preservar la familia, los amantes pasan y se van sin dejar cicatrices, ándate con Michael a Europa, les hará mucho bien estar solos, me aconsejó mi madre. Jamás se debe admitir una infidelidad, aunque te sorprendan en la misma cama con otro, por que nunca te lo perdonarán, me advirtió el tío Ramón. Nos fuimos a París y mientras Michael hacía su trabajo, yo me sentaba en los cafetines de les Champs Élysées a pensar en la telenovela en que estaba sumida, torturada entre los recuerdos de aquellas calientes tardes de lluvias tropicales oyendo la flauta y los naturales aguijonazos de culpa, deseando que cayera un rayo del cielo y pusiera drástico fin a mis dudas. Los rostros de Paula y Nicolás se me aparecían en cada menor de edad que se me cruzaba por delante, de algo estaba segura: no podía separarme de mis hijos.

No tienes que hacerlo, tráelos contigo, me dijo la voz persuasiva del amante, que había averiguado el hotel donde estaba y me llamaba desde Madrid. Decidí que nunca me perdonaría si no le daba una oportunidad al amor, tal vez el último de mi existencia, porque me parecía que a los treinta y seis años estaba al borde de la decrepitud. Michael regresó a Venezuela y yo, pretextando la necesidad de estar sola por unos días, me fui en tren a España.

Esa luna de miel clandestina, caminando del brazo por calles de adoquines, cenando a la luz de un candil en viejos mesones, durmiendo abrazados y celebrando la suerte increíble de haber tropezado con ese amor único en el universo, duró exactamente tres días, hasta que Michael fue a buscarme. Lo vi llegar pálido y descompuesto, me abrazó y los muchos años de vida en común me cayeron encima como un manto ineludible. Comprendí que sentía un gran cariño por ese hombre discreto que me ofrecía un amor fiel y representaba la estabilidad y el hogar. Nuestra relación carecía de pasión, pero era armoniosa y segura, no tuve fuerzas para enfrentar un divorcio y producir más problemas a mis hijos, que ya tenían suficientes con su condición de inmigrantes. Me despedí de ese amor prohibido entre los árboles del parque del Retiro, que despertaba después de un largo invierno, y tomé el avión a Caracas. No importa lo que ha pasado, todo se arreglará, no volveremos a mencionar esto, dijo Michael y cumplió su palabra. En los meses siguientes quise hablar con él algunas veces, pero no fue posible, siempre terminábamos eludiendo el tema. Mi infidelidad quedó sin resolución, un sueño inconfesable suspendido como una nube sobre nuestras cabezas, y si no hubiera sido por las llamadas persistentes de Madrid la hubiera atribuido a otro invento de mi exaltada imaginación. En sus visitas a la casa Michael buscaba paz y descanso, necesitaba desesperadamente creer que nada había cambiado en su apacible existencia y que su mujer había superado por completo ese episodio de locura. En su mentalidad no cabía la traición, no entendía los matices de lo ocurrido, supuso que si yo había regresado con él era porque ya no amaba al otro, creyó que nuestra pareja podía volver a ser la de antes y que el silencio cicatrizaría las heridas. Sin embargo nada volvió a ser igual, algo se había roto y nunca podríamos repararlo. Me encerraba en el baño a llorar a gritos y él, desde el dormitorio, fingía leer el periódico para no tener que averiguar la causa del llanto. Tuve otro accidente serio en el automóvil, pero esta vez alcancé a darme cuenta una fracción de segundo antes del impacto, que había apretado a fondo el acelerador en vez del freno.

La Granny comenzó a morir el día en que se despidió de sus dos nietos y la agonía le duró tres largos años. Los médicos culparon al alcohol, dijeron que le había estallado el hígado, estaba hinchada y con la piel de un color tierno, pero en verdad se murió de pena. Llegó un momento en que perdió el sentido del tiempo y del espacio y le parecía que los días duraban dos horas y las noches no existían, se quedaba junto a la puerta esperando a los niños y no dormía porque escuchaba sus voces llamándola.

Descuidó la casa, cerró su cocina que no volvió a impregnar el barrio con su aroma de galletas de canela, dejó de limpiar los cuartos y de regar su jardín, languidecieron las dalias y se apestaron los árboles de ciruelas cargados de fruta enferma que ya nadie cosechaba. La perra suiza de mi madre, que ahora vivía con la Granny, también se echó en un rincón a morirse de a poco, como su nueva dueña. Mi suegro pasó ese invierno en cama cuidando un resfrío imaginario, porque no pudo enfrentar el miedo de quedarse sin su mujer y creyó que ignorando las evidencias podía cambiar la realidad. Los vecinos, que consideraban a la Granny como el hada madrina de la comunidad, se turnaban al principio

para darle compañía y mantenerla ocupada, pero luego comenzaron a evitarla.

Esa señora de ojos celestes, impecable en su vestido floreado de algodón, siempre afanada en las delicias de su cocina y con las puertas abiertas para los niños de los alrededores, se transformó rápidamente en una anciana despelucada que hablaba incoherencias y preguntaba a medio mundo si habían visto a sus nietos. Cuando ya no pudo ubicarse dentro de su propia casa y miraba a su marido como si no lo conociera, la hermana de Michael decidió intervenir.

Fue a visitar a sus padres y los encontró viviendo en una pocilga, nadie había limpiado en meses, acumulaban la basura y las botellas vacías, el estropicio había entrado definitivamente en la casa y en el alma de sus habitantes Comprendió espantada que la situación había llegado al límite, ya no se trataba de enjabonar los pisos, poner orden y contratar una persona para que cuidara a los viejos, como pensó al principio, sino de llevárselos con ella. Vendió algunos muebles, metió el resto en el desván, cerró la casa y se embarcó con sus padres hacia Montevideo. En el tumulto de última hora la perra salió sigilosamente y nadie volvió a verla más.

Antes de una semana nos avisaron a Caracas que la Granny había gastado sus últimas fuerzas, ya no podía levantarse y se encontraba en un hospital. Michael pasaba por un momento crítico de su trabajo, la selva estaba devorándose la obra en construcción, las lluvias y los ríos se habían llevado los diques y amanecían cocodrilos navegando en los huecos cavados para las fundaciones. Dejé a los niños de nuevo con mis padres y volé a despedirme de la Granny.

Uruguay en aquella época era un país en venta. Con el pretexto de eliminar a la guerrilla, la dictadura militar había establecido el calabozo, la tortura y las ejecuciones sumarias como un estilo de gobierno; desaparecieron y murieron millares de personas, casi un tercio de la población emigró escapando del horror de esos tiempos, mientras los militares y un puñado de sus colaboradores se enriquecían con los despojos. Los que partían no llevaban mucho consigo y estaban obligados a vender sus pertenencias, en cada cuadra surgían letreros de ventas y remates, en esos años era posible comprar propiedades, muebles, coches y obras de arte a precio de ganga, los coleccionistas del resto del continente acudían como pirañas a ese país en busca de antigüedades. El taxi me llevó del aeropuerto al hospital en un amanecer triste de agosto pleno invierno en el sur del mundo, pasando por calles vacías donde la mitad de las casas estaban deshabitadas. Dejé mi maleta en la portería, subí dos pisos y me encontré con un enfermero trasnochado, quien me condujo hacia el cuarto donde estaba la Granny. No la reconocí, en esos tres años se había transformado en un pequeño lagarto, pero entonces ella abrió los ojos y entre las nubes vislumbré un chispazo color turquesa y caí de rodillas su cama. Hola, mijita ¿cómo están mis niños? Murmuró y no alcanzó a oír la respuesta, porque una oleada de sangre la sumió en la inconsciencia y ya no despertó más. Me quedé a su lado esperando el día, escuchando el gorgoriteo de las mangueras que le succionaban el estómago y le echaban aire en los pulmones, repasando los años felices y los años trágicos que estuvimos juntas y agradeciéndole su cariño incondicional. Abandónese, Granny, ya no siga luchando ni sufriendo, por favor váyase pronto, le rogaba mientras acariciaba sus manos y besaba su frente afiebrada. Cuando salió el sol me acordé de Michael y lo llamé para decirle que tomara el primer avión y acudiera a acompañar a su padre y a su hermana, pues no debía estar ausente en ese trance.

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