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Array Array: Atlas de geografía humana

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Yo, en cambio, boqueaba desesperadamente, con los pulmones llenos de agua hasta la mitad, cuando Fran me propuso coordinar aquellos fascículos, Atlas de Geografía Universal, una tabla sobre la que monté a horcajadas mientras guiñaba los ojos para convencerme de su poderoso perfil de transatlántico. Necesitaba el espejismo más incluso que el dinero, porque la escasez de encargos interesantes me había obligado a recurrir, meses atrás, a las traducciones juradas, el más ingrato, monótono y descorazonador de los trece o catorce trabajos con los que me gano irregularmente la vida. Inclinada sobre un documento de 200 folios impresos a un espacio en el que se describían, aplicación por aplicación, todas las especificaciones técnicas de un flamante microchip japonés destinado a revolucionar el campo de los programadores de lavadoras, lavavajillas, aspiradores, secadoras, aparatos de aire acondicionado, controladores de riego a distancia, y unas cincuenta o sesenta máquinas más, no sólo me sentía obligada a preguntarme a cada momento qué clase de cretino estaría sufriendo al imaginarme al borde de la más sucia traición —mis labios susurrando en el oído de un desconocido que el IJ150e garantiza al ama de casa un ahorro de energía de + 2% en

relación al rendimiento del IJ145e o cualquier dispositivo equivalente de la competencia—, sino que me pasaba las mañanas deseando que cualquier cuadrilla de gánsteres de cualquier edad, de cualquier tamaño y de cualquier nacionalidad, asaltaran mi casa una buena mañana, le pegaran una patada a la puerta de mi estudio, y nos secuestraran, a mí y a doscientos folios de especificaciones técnicas, en nombre de los sagrados intereses de cualquier multinacional, eso me daba lo mismo, aunque preferiría que nuestro escondite estuviera en Sudamérica, que parecía lo más emocionante. Y eso no era lo más grave. Lo peor era que, como los gánsteres no llegaban nunca, ya estaba empezando a fijarme en el vecino del segundo.

En algún momento, entre mi hijo y mi hija, después de cumplir los treinta, me acordé de Mi Vida, aquella caja tan grande, envuelta en un papel rojo y asegurada con tantos lazos, y me pregunté de qué había resultado estar rellena. Desde entonces, lo único que me compensa por las pocas cosas que hay dentro es la certeza del amor que siento por esas pocas cosas, una docena de luces de colores —dos niños, un par de libros que me pertenecieron un poco mientras los traducía, ciertos amigos, ciertas amigas, la memoria de un amante que se convirtió en marido, el pequeño talento que hizo de mí una cocinera autodidacta, la asombrosa emoción que experimento todavía al hablar tres idiomas que no son el mío, algunos sabores, algunos olores, algunas noches memorables, algunas risas que aún no se han apagado del todo— que apenas lucen entre cuatro paredes de cartón repletas de la nada negra y compacta de mi insatisfacción.

Desde luego, no soy el tipo humano del que se espera un análisis semejante. Sonrío muy a menudo, como con apetito, disfruto de las copas y de la conversación, nunca he tenido una depresión, me gusta hablar por teléfono y tengo un orgasmo cada vez que me lo propongo, y eso significa la abrumadora mayoría de las veces. En general, no me molesta trabajar y ocuparme al mismo tiempo de los niños, y cuando llego a casa rendida, después de una tarde de cine y un McDonald's, por ejemplo, y decido que no tengo ganas de cenar, y me meto en la cama presintiendo que el sueño me noqueará sin piedad apenas pose la cabeza en la almohada, me estremece un placer difícil de describir, la conciencia de una tarde invertida en hacer cosas de verdad, la deliciosa productividad del cansancio muscular, objetivo, mensurable, el único que ahuyenta al insomnio y, con él, a todas esas preguntas intolerablemente cursis acerca del futuro, el destino al que se encamina mi vida y todo lo demás. Cada vez que escucho a una madre de familia decir que necesita más tiempo para ella, se me ponen los pelos de punta. Yo lo que necesito es menos tiempo, que me lo quiten, que me lo aplacen, que no cuente, porque si hay algo que sobra en todos los años que he perdido es precisamente eso, tiempo. Quizás, lo único que ocurre es que mi insatisfacción contradice el modelo de insatisfacción consagrado por las estadísticas para mujer española emancipada de clase media urbana universitaria de mi edad. Eso espero, porque siempre he detestado a las mujeres insatisfechas.

Por eso me asusté tanto al darme cuenta de que había empezado a tontear así, como quien no quiere la cosa, con el vecino del segundo. De todos los modelos de mujeres insatisfechas que detesto, el que más definitivamente me saca de quicio es el construido alrededor del prestigioso axioma «yo lo que necesito es tener una aventura». Es que no se puede ser más gilipollas. Porque otra cosa sería decir cómo me gustaría tener una aventura, eso sí, o cómo me apetece echarme un novio, naturalmente, y a mí también, pero esa forma de conjugar el verbo necesitar que consiste en comprarse ropa de dos tallas menos que la habitual, ir a la peluquería, pintarse como una puerta, y salir a la calle en plan loba, dispuesta a capturar con lazo al primer incauto que se presente para echar el polvo reglamentario, reglamentariamente alcohólico, y espeso, y trabajoso, a las cuatro y media de la mañana, y levantarse a las cinco menos cuarto de una cama ajena, y no encontrar un taxi, y desplomarse en la cama propia una hora y media antes de que suene el despertador, y justificar las ojeras después, en la oficina, proclamando que has visto a Dios y que te han dejado el cuerpo como un reloj, eso es que me pone de los nervios, es que da pena, en serio… Creo que no existe una manera más indigna de envejecer. Y la verdad es que el único precio del vecino del segundo era que trabajaba sólo por las tardes, en un hotel, y cuando mi instinto de supervivencia me

ordenaba abandonar al microchip y darme un paseo por la casa, o bajar un momento a comprar cervezas en la bodega de al lado, me lo encontraba a veces en el ascensor, o me saludaba desde su ventana, al otro lado del patio.

Era un chico alto, demasiado rubio para mi gusto, y con una cara peculiar, no tanto por sus rasgos considerados de uno en uno, ni por la relación que guardaban entre sí, sino por una cierta expresión de asombro permanente que mantenía sus ojos muy abiertos y separaba sus labios, dejando ver el filo de la hilera de dientes blanquísimos y sanísimos a la que obligaba su aspecto de joven atleta. No llegué a descubrir si se lo tenía muy creído, si conservaba su inocencia intacta o si era tonto de remate, pero como me aburría tanto por las mañanas y él siempre estaba a mano, le invité a desayunar un par de veces, y no solamente aceptó, sino que la última vez hasta se preguntó en voz alta por qué bajábamos a la calle con lo bien que podríamos estar en mi casa, o en la suya. El café de los bares está mucho más bueno, contesté yo, y además, aquí hay churros. Eso sí, admitió él, después de marcar una pausa muy larga en la infructuosa búsqueda de un argumento que oponer, y no volvió a decir nada, pero su torpe retórica ya había bastado para encender todas las luces de alarma.

Por muy vacía que estuviera la caja, en Mi Vida no podía haber sitio para pasatiempos de urgencia con un tipo como el vecino del segundo, y por eso no me lo pensé dos veces antes de colgarme del universal cuello de la Geografía, que había adoptado la forma de un milagroso contrato de obra para acudir en mi ayuda. Por primera vez en mi vida tenía por delante tres años de estabilidad, un sueldo fijo que cobrar a fin de mes, y hasta una secretaria a medias con Ana. Nunca había coordinado una colección de fascículos, pero había trabajado para muchos coordinadores y editores, Fran entre ellos, haciéndome cargo de cada una de las parcelas que ahora tendría que supervisar, con la única excepción de los dibujos y los mapas. Es el momento ideal para convertir una oferta laboral en un golpe de suerte, me dije a mí misma, y volví a sentirme la alumna más brillante de la clase, pero ya no solamente no me daba igual, sino que ni siquiera me bastaba con saberlo. Ahora iba a tener que enterarse todo el mundo.

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