Array Array - Atlas de geografía humana

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¿Qué te pasa, Ana?, Antonio apenas pudo ver mi rostro, tan deprisa lo escondí entre las solapas de su cazadora de cuero, ¿qué te pasa?, no podía verme, pero me oía llorar, a la fuerza tenía que oírme llorar porque yo no había llorado así en mi vida, mi llanto se imponía al eco del sorteo televisado, a los crujidos de las servilletas de papel, al ruido de los vasos que se entrechocaban sobre la barra, al rumor de las conversaciones que sostenían el sordo estrépito de un bar lleno de gente, yo apenas alcanzaba a escuchar mi llanto y una sola pregunta, mil veces repetida, ¿qué te pasa, Ana?, y no podía contestar, la piel de mi cara se estaba quemando y las puntas de mis labios se dolían en los extremos de una mueca desencajada y tensísima, grotescamente parecida a una sonrisa abierta, pero yo no podía hacer ninguna cosa por ellos, nada por mí, sólo llorar, y lloré como si fuera posible desangrarse de llanto. Luego, después de una eternidad que en los relojes apenas

abarcó el espacio de cinco minutos, recobré una apariencia de serenidad, y ni siquiera entonces fui capaz de explicarle a mi hermano lo que me pasaba, pero antes de que la mañana terminara del todo, dejé de encontrarme sola. Inexplicablemente, sentía que la ciudad, mi ciudad, me acompañaba. Aquella misma noche anuncié a Félix, por teléfono, que había decidido no volver a París después de Reyes.

Luego, durante muchos años, espanté sin querer docenas de conversaciones tras confesar, con un acento tan vehemente de sinceridad como audaz de puro inocente, que París me parecía una ciudad detestable. Y es verdad que la detesto, pero además, allí fui muy infeliz.

Cada ciudad posee su propio rostro, su propio gusto, su propio carácter, y el tiempo no transcurre a la misma velocidad en todas ellas. Entre las bolas negras del gigantesco bombo que echa a andar cuando nace una persona, para que el azar, como esas malas brujas que irrumpen por sorpresa en los bautizos, accione la palanca con una mano esencialmente caprichosa, insensible, ignorante de la piedad, se cuenta también la incompatibilidad de ciertos rostros, ciertos gustos, ciertos caracteres, con la voluntad de la ciudad a la que están abocados. En ese preciso tramo del sorteo, yo recibí una bola blanca, pero las cosas no habrían ido mejor si Félix y yo nos hubiéramos quedado a vivir en Madrid, y su bola negra, entonces, habría pesado muy poco. Sin embargo, ya se sabe que hasta las madres más indiferentes con la suerte de los niños que hablan solos en el patio familiar son capaces de volverse locas de alegría cuando recuperan al que se ha perdido. Las madres amantes, mucho más peligrosas, destilan en esas ocasiones un licor espeso, dulcísimo, impregnado del aroma de la culpa, denso como el arrepentimiento, un beso líquido que puede llegar a vivir eternamente en el paladar de quien esté dispuesto a renunciar para siempre a otro amor. Por eso no dudé antes de aceptar gozosamente el cálido chantaje de la ciudad que me tendió sus brazos, por eso corrí a refugiarme en su pecho, y cerré los ojos sin pensar, y cuadré a toda prisa las cifras de mi vida para obtener un cero y empezar otra vez, columpiándome entre las ovaladas paredes de ese número sabio que expresa la nada. Tenía veinticuatro años, una hija de cuatro, una familia que había dejado de lamentar mi pérdida, y ningún título, ninguna experiencia, ninguna idea, siquiera aproximada, de cómo iba a lograr ganarme la vida.

Después de casi diez minutos de espera forzada, Amanda seguía comunicando, y decidí saltármela para ahorrarme el riesgo de ser injusta. No me atrevía a confesarlo en voz alta, pero lo cierto es que me descomponía por dentro cada vez que necesitaba recordar que ya no vivía en Madrid, conmigo, sino en París, con su padre, y que eso ocurría precisamente ahora, justo cuando estaba empezando a desprenderme de la inquietante sensación de vivir como rehén perpetua de mi propia hija.

Al principio, tras su partida, no podía evitar la tentación de consolarme a mí misma pensando cuánto mejor habría sido que su padre la reclamara once años antes, cuando empecé a vivir un frenesí de canguros, listas de la compra y platos preparados, años enteros sin pisar un cine, sin comprarme ropa, sin lograr reprimir un escalofrío de miedo auténtico cada vez que identificaba un sobre del banco al otro lado de la rejilla del buzón. La niña se chupaba más de la mitad de mi primer sueldo, recepcionista/chica de los recados en un archivo fotográfico cuyo principal accionista era al mismo tiempo el socio mayoritario de la galería que llevaba a Félix en exclusiva, el mejor contacto que pude encontrar al regresar a una ciudad que había abandonado cuando todas mis amigas eran al mismo tiempo compañeras del instituto. Mi marido no estaba dispuesto a subvencionar en ningún grado la educación prosaica, convencional, pequeñoburguesa y potencialmente castradora de toda creatividad que, en su opinión, yo había diseñado para la niña, así que yo pagaba un colegio normal, con un comedor normal y una ruta de autobús normal, y él corría con los gastos del ballet, el violín Suzuki y el taller de expresividad teatral de los sábados por la mañana —que por cierto, me venía muy bien para hacer la compra—, y se negaba en redondo a admitir que Amanda, al margen de las necesidades del espíritu, tuviera también un cuerpo que precisara de alimentos, ropa, agua caliente,

luz eléctrica, calefacción en invierno y un poco de aire libre en verano. Vuestra casa está aquí, me decía, aquí hay luz, y agua, y calefacción, y espacio, y objetos que son vuestros. Vuelve…

Eso me decía, y al escucharlo, las primeras veces, me ponía colorada de rabia y de indignación. Luego, empezó a darme lo mismo, y al final, tenía que colgar apresuradamente para que no se diera cuenta de que me estaba muriendo de risa. Algunas noches del día 29 de cualquier mes, en cambio, mientras hacía solitarios con los recibos —éste lo pago, éste no, éste lo pago, éste no—, antes de resignarme a recurrir, una vez más que nunca sería la última, a la peligrosísima generosidad de mis padres, mi situación me parecía bastante menos cómica, pero incluso entonces me imponía una especie de estado de alerta interior que me parecía imprescindible para no acabar viendo doble, porque lo cierto era que yo me había ido de casa, yo me había llevado a Amanda, yo vivía con ella, y yo no estaba dispuesta a retroceder ni un milímetro en las consecuencias de todas estas decisiones. Y si en aquella época no reconocía otro verdugo que mis propios, implacables, sucesivos errores, once años después me resultaba difícil concebir algo tan indigno como recubrir los errores de Félix con un turbio barniz de reivindicaciones caducadas. Si once años antes me hubiera reclamado a la niña, me habría negado a entregársela, simplemente, pero tenía que obligarme a recordarlo antes de admitir que Amanda se había ido a vivir con él por su propia voluntad, y punto.

Mi pobre padre, que se merecía de sobra el segundo puesto en la lista de urgencias, también comunicaba. Forito, mi mejor amigo de aquellos viejos y peores tiempos del regreso, descolgó el teléfono al segundo aviso, en cambio.

—Tú no te preocupes por nada, Foro —intenté tranquilizarle en el primer, mínimo hueco de silencio, que sucedió a la atropellada relación de sus tribulaciones—. No sé muy bien lo que ha pasado este mes, pero todos los colaboradores están igual.

—Claro, si no pasan las facturas…

—No, eso no, en serio. Fran firmó tu factura, estoy segura —le escuchaba respirar, nervioso, al otro lado de la línea, y forcé la voz, para contagiarla de mis propias convicciones—. Fran es absolutamente de fiar, te lo digo yo. Será muy pesada con los plazos, muy exigente con el trabajo y todo lo que tú quieras, pero para las pelas es superlegal, te lo juro, no tiene nada que ver con el resto de su familia… Mira, por cierto, esa recomendada que su hermano Miguel nos metió por las narices, está exactamente igual, me acaba de llamar ella también. Y ya sabes que él es un chorizo, pero se la debe estar follando, así que, por la cuenta que le trae…

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