John Hawks - El Río Oscuro

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En una sociedad futurista sometida a la dictadura de la tecnología, dos hermanos se enfrentarán a la muerte. Gabriel y Michael Corrigan acaban de saber que su padre, a quien creían muerto desde hacía años, está vivo. Ambos hermanos pueden viajar a través del tiempo y el espacio, y los dos buscan a su padre, pero se encuentran en bandos opuestos: Gabriel pretende conocer la verdad de su vida y protegerle de sus enemigos, está del lado de las fuerzas del bien; Michael se ha unido a los «tabulas», servidores de una tecnología todopoderosa que somete en secreto a los ciudadanos, y la razón de su búsqueda es que ve a su padre como una amenaza para su propio poder.
La carrera entre estos dos hermanos por encontrarlo será intensa y muy peligrosa. Viajarán desde los subsuelos de Nueva York y Londres y las ruinas que hay bajo las ciudades de Roma y Berlín hasta una región remota de África, donde se rumorea que se encuentra uno de los más grandes tesoros de toda la historia.

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Cada vez que Michael consideraba su nuevo estatus, no tenía más remedio que reconocer que el ataque de Maya contra el Centro de Investigación había sido el momento decisivo de su transformación personal. Había demostrado su lealtad no a su hermano sino a la Hermandad. Cuando se repararon los daños y se estableció un nuevo perímetro de seguridad, Michael regresó al centro. Seguía siendo un prisionero, pero, tarde o temprano, todo el mundo acabaría formando parte de una inmensa prisión. La diferencia estaba en el nivel de percepción. El mundo caminaba hacia un nuevo equilibrio de poder, y su intención era hallarse en el bando vencedor.

Habían bastado unas pocas sesiones en aquella sala para que Michael cayera bajo la seducción del poder de la Gran Máquina. Había algo en el hecho de sentarse en esa butaca que hacía que uno se sintiera como Dios observando el mundo desde el cielo. En esos momentos la joven de la chaqueta de cuero acababa de pararse en el mostrador de maquillaje y charlaba con una vendedora. Michael se puso el auricular con el micro y apretó un botón. Se había conectado con el nuevo centro de informática que la Hermandad tenía en Berlín.

– Soy Michael. Quiero hablar con Lars.

– Un momento, por favor -dijo una mujer con acento alemán.

Unos segundos más tarde, Lars respondió. Siempre se mostraba deseoso de ayudar y nunca hacía preguntas impertinentes.

– Estoy en los grandes almacenes Printemps de París -dijo Michael-. Mi objetivo se encuentra en el mostrador de maquillaje. ¿Cómo consigo sus datos personales?

– Deje que eche un vistazo -repuso Lars.

En la esquina inferior derecha de la pantalla apareció una pequeña luz roja. Eso significaba que Lars tenía acceso a la imagen. Con frecuencia, varios técnicos se conectaban simultáneamente al sistema de vigilancia o uno de ellos se dedicaba a fisgar a algún guardia de seguridad aburrido de alguna sala de control en alguna parte. Esos guardias, que se suponía eran la primera línea de defensa contra terroristas y criminales, pasaban buena parte del tiempo siguiendo a las mujeres en los centros comerciales y en los aparcamientos. Si conectabas el sonido, podías oírlos cuchichear entre ellos y reír cuando una mujer con minifalda entraba en un coche deportivo.

– Podríamos reducir su cara a un algoritmo y compararla con los rostros de la base de datos de pasaportes de Francia -explicó Lars-, pero es mucho más fácil piratear el número de su tarjeta de crédito. Conecte la opción de telecomunicaciones especializadas en su monitor personal. Luego, introduzca tanta información como pueda: fecha, hora, situación… El programa Carnivore rastreará el número tan pronto como sea transmitido.

La dependienta de los grandes almacenes pasó la tarjeta de crédito de la joven por el lector magnético, y en la pantalla aparecieron unos números.

– Ahí está -dijo Lars, como si fuera un prestidigitador que acabara de enseñarle un truco a un aprendiz-. Ahora haga doble clic en…

– Sé lo que tengo que hacer.

Michael movió el cursor hasta el botón de información cruzada y al instante empezaron a aparecer datos complementarios. El nombre de la joven era Clarisse Marie du Portail. Veintitrés años. Sin problemas crediticios. Su número de teléfono. Su dirección. El programa tradujo del francés al inglés las cosas que había comprado con la tarjeta de crédito durante los últimos tres meses.

– Mire eso -dijo Lars. Una ventana en la esquina superior derecha de la pantalla mostraba una imagen granulosa de una cámara de vigilancia en una calle-. ¿Ve ese edificio? Ahí es donde vive. Tercer piso.

– Gracias, Lars. Puedo ocuparme del resto.

– Si repasa el extracto de la tarjeta de crédito, verá que ha pagado una visita a una clínica de belleza. ¿Quiere que averigüe si toma píldoras anticonceptivas o si ha tenido un aborto?

– Gracias, pero no será necesario.

La pequeña luz roja desapareció de la pantalla, y Michael volvió a quedarse a solas con Clarisse, que llevaba en la mano una pequeña bolsa con el maquillaje. Siguió recorriendo los grandes almacenes y tomó la escalera mecánica. Michael tecleó nuevos datos y cambió de cámara. Un mechón de cabello oscuro caía sobre la frente de Clarisse; casi le tocaba los ojos. Se lo apartó con la mano y miró los productos expuestos a su alrededor. Michael se preguntó si estaría buscando un vestido para una ocasión especial. Con un poco más de ayuda por parte de Lars, podría acceder a su correo electrónico.

La puerta controlada electrónicamente se abrió y entró Kennard Nash. Había sido general del ejército y consejero de seguridad nacional, y en esos momentos era el presidente del comité ejecutivo de la Hermandad. A Michael, su recia complexión y sus bruscas maneras le hacían pensar en un entrenador de fútbol.

Michael cambió la imagen a otra cámara de vigilancia -adiós, Clarisse-, pero al general le había dado tiempo de ver a la joven. Sonrió como el tío tolerante que sorprende a su sobrino hojeando una revista para hombres.

– ¿Cuál es la ubicación? -preguntó.

– París.

– ¿Es guapa?

– Mucho.

Mientras Nash se acercaba a Michael, su tono se hizo más serio.

– Tengo algunas noticias que pueden interesarle, Michael. El señor Boone y su gente acaban de terminar con éxito una investigación de campo en la comunidad de New Harmony, en Arizona. Según parece, su hermano y la Arlequín estuvieron por allí hace unos meses.

– ¿Y dónde están ahora?

– No lo sabemos exactamente, pero nos estamos acercando. Un análisis de los mensajes de correo electrónico almacenados en un ordenador portátil nos ha revelado que es posible que Gabriel se encuentre a pocos kilómetros de aquí, en Nueva York. Todavía no disponemos de la capacidad informática necesaria para escanear el mundo entero, pero ahora podemos centrarnos en esa ubicación.

Michael, al ser un Viajero, poseía ciertas habilidades que lo ayudaban a sobrevivir. Si se relajaba de una manera concreta, si no pensaba y se limitaba a observar, era capaz de ver los cambios que se operaban en un microsegundo en la expresión facial de la gente. Podía saber si alguien mentía, y podía detectar los pensamientos y las emociones que la gente ocultaba en su vida diaria.

– ¿Cuánto tiempo llevará localizar a mi hermano? -preguntó.

– No sabría decirlo, pero hemos dado un paso importante. Hasta ahora lo buscábamos en Canadá y México. Nunca se me ocurrió que se dirigirían a Nueva York. -Nash soltó una risa por lo bajo-. Esa Arlequín está loca.

En ese momento, en la mente de Michael el mundo empezó a ralentizarse. Vio una ligera vacilación en la sonrisa de Nash, una rápida mirada hacia la izquierda y el atisbo de una mueca burlona. Quizá el general no estuviera mintiendo, pero no había duda de que ocultaba algo que le hacía sentirse superior.

– Dejemos que algún otro acabe el trabajo en Arizona -dijo Michael-. Creo que el señor Boone debería tomar el primer avión a Nueva York.

Nash sonrió de nuevo como si tuviera un as en la manga.

– El señor Boone se quedará allí unos días más para evaluar cierta información adicional. Su equipo encontró una carta mientras registraba el lugar. -Nash hizo una pausa y dejó que el silencio subrayara sus palabras.

Michael observó los ojos del general.

– ¿Y por qué es eso tan importante?

– La carta es de su padre. Ha estado ocultándose de nosotros durante mucho tiempo, pero al parecer sigue con vida.

– ¿Qué? ¿Está seguro? -Michael saltó de la butaca y corrió hacia Nash. ¿Estaba diciéndole el general la verdad o aquello era solo otro test de lealtad? Examinó el rostro de Nash y los movimientos de sus ojos. Su actitud era de superioridad y orgullo; parecía estar disfrutando de aquella demostración de autoridad-. Bueno, ¿dónde está? ¿Cómo podemos localizarlo?

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