John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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El profesor se fijó entonces en un puñado de mujeres jóvenes que observaban la escena desde una ventana en la primera planta de la Facultad de Gestión Racial. Por lo visto el espectáculo les parecía divertido, pues señalaban y se reían, a salvo tras el cristal antibalas de la ventana. Sus ojos se desplazaron hasta la planta baja del edificio de aulas, que estaba a oscuras. Esta era la norma para casi todos los departamentos en el recinto universitario; se consideraba demasiado difícil y caro mantener abiertas las oficinas y las aulas situadas a nivel del suelo. Había demasiados robos, demasiado vandalismo. Así pues, las plantas bajas habían quedado abandonadas y ahora estaban llenas de pintadas y vidrios rotos. Se habían instalado puestos de seguridad al pie de las escaleras que conducían a las plantas superiores, lo que impedía la entrada de la mayor parte de las armas en las aulas. No obstante, el problema que había surgido recientemente era la propensión de algunos estudiantes a provocar incendios en las habitaciones vacías situadas debajo de las aulas donde debían examinarse. Ahora, durante la época de exámenes, el cuerpo de seguridad hacía pruebas soltando perros guardianes en los recintos desocupados. Los animales tendían a aullar mucho, lo que dificultaba la concentración durante el examen, pero, por lo demás, el plan parecía funcionar.

Los policías habían levantado a los dos estudiantes detenidos y ahora caminaban en dirección a Clayton. Éste se percató de que se mantenían vigilantes, volviendo la cabeza a izquierda y derecha, mirando hacia las azoteas.

«Francotiradores», pensó Clayton. Prestó atención por si oía el zumbido de un helicóptero que también estuviese guardándoles las espaldas.

Por un momento supuso que sonarían disparos, pero no ocurrió. Esto le sorprendió; se creía que más de la mitad de los veinticinco mil estudiantes de la universidad iban armados casi todo el tiempo, y practicar el tiro al blanco de vez en cuando con policías del campus era un rito iniciático, tal como lo era un siglo atrás darse ánimos antes de un partido. Los sábados por la noche el Servicio Sanitario para Estudiantes atendía de promedio a una media docena de víctimas de tiroteos al azar, además de los casos habituales de apuñalamientos, palizas y violaciones. En general, sin embargo, sabía que las cifras no eran terroríficas, sólo constantes. Le recordaban la suerte que tenía de que la universidad estuviese en una ciudad pequeña y aún eminentemente rural. Las estadísticas en los centros educativos importantes de las grandes urbes eran mucho peores. La vida en esos mundos era realmente peligrosa.

Enfiló el camino, y uno de los policías se volvió hacia él.

– Hola, profesor, ¿cómo le va?

– Bien. ¿Ha habido algún problema?

– ¿Lo dice por estos dos? Qué va. Son estudiantes de Empresariales. Se creen que ya son dueños del mundo. Sólo pasarán la noche en el trullo. Así se les bajarán los humos. Tal vez así aprendan la lección. -El policía dio un tirón a los brazos torcidos del adolescente, que soltó una maldición por el dolor. Pocos agentes de seguridad del campus habían cursado siquiera una asignatura universitaria en su vida. En su mayoría eran producto del nuevo sistema de formación profesional del país, y en general despreciaban a los universitarios entre los que vivían.

– Bien. ¿Nadie se ha hecho daño?

– Esta vez no. Oiga, profesor, ¿está solo?

Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.

El policía vaciló. Su compañero y él sujetaban a uno de los combatientes entre los dos, y lo iban arrastrando por el camino. El agente negó con la cabeza.

– No debería andar solo, sobre todo al anochecer, profesor. Ya lo sabe. Debería llamar al servicio de escolta. Podrían enviarle a un guardia que le acompañe hasta el aparcamiento. ¿Va armado?

Jeffrey dio unas palmaditas a la pistola semiautomática que llevaba al cinto.

– Vale -dijo el policía despacio-. Pero, profesor, lleva la chaqueta abotonada y con la cremallera subida. Tiene que poder echar mano del arma rápidamente, sin necesidad de quedarse medio desnudo antes de poder disparar un solo tiro. Joder, para cuando consiga sacar la pistola, uno de esos estudiantes estirados de primero con un fusil de asalto y una buena dosis de mala baba y de pastillas le convertirá en un queso Gruyere…

Los dos policías prorrumpieron en carcajadas, y Jeffrey asintió con la cabeza, sonriendo.

– Sería una forma bastante desagradable de morir. Convertido en un psicosándwich o algo así -comentó-. Un poco de jamón, un poco de mostaza y Gruyere. Suena bien.

Los policías seguían riendo.

– Vale, profesor. Tenga cuidado. No quiero acabar metiéndole en una bolsa de cadáveres. Procure ir por caminos distintos cada vez.

– Chicos -replicó Jeffrey, con los brazos abiertos en un gesto amplio-, no soy tan tonto. Así lo haré, por supuesto.

Los agentes asintieron con la cabeza, pero él sospechaba que estaban convencidos de que cualquiera que enseñara en la universidad era, sin lugar a dudas, tonto. Con otro tirón a los brazos de sus prisioneros, reanudaron la marcha. El joven gritó que su padre los demandaría por brutalidad policial, pero sus quejas y chillidos quedaron disipados por el viento de primera hora de la noche.

Jeffrey los observó alejarse por el patio interior. Su camino estaba iluminado por el resplandor amarillento de las farolas, que tallaban círculos de luz en la oscuridad creciente. Luego echó a andar de nuevo a toda prisa. No se detuvo a mirar un coche incendiado con un cóctel Molotov que ardía sin control en uno de los aparcamientos que no tenían vigilancia. Unos momentos después, una estudiante prostituta surgió de las sombras para ofrecerle sexo a cambio de créditos académicos, pero él rehusó enseguida y siguió adelante, pensando de nuevo en el maletín que llevaba y el hombre que al parecer sabía quién era él.

Su apartamento estaba a varias manzanas del campus, en una calle lateral relativamente tranquila donde antes se encontraban las llamadas residencias para el personal docente. Se trataba de casas más antiguas de tablas, encaladas, con estructura de madera y unos ligeros toques Victorianos: amplias galerías y vidrieras biseladas. Una década atrás tenían gran demanda, en parte por su interés nostálgico y su solera de siglos. Sin embargo, como todo lo que era antiguo en la comunidad, el sentido práctico había disminuido su valor; se prestaban a allanamientos, pues estaban aisladas, bastante retiradas de las aceras, a la sombra de árboles y arbustos, lo que las hacía vulnerables, junto con un cableado obsoleto e inadecuado para los sistemas de alarma con detección de calor. El apartamento del propio Clayton contaba con un dispositivo de videovigilancia más anticuado.

Por costumbre, era lo primero que comprobaba al llegar. Un visionado rápido de la grabación le mostró que los únicos que habían visitado su casa eran el cartero del lugar -acompañado, como siempre, por su perro de ataque-, y, poco después de marcharse éste, dos mujeres jóvenes con pasamontañas para que no las reconocieran. Habían intentado accionar el picaporte -buscando la forma fácil de entrar-, pero el sistema de choques eléctricos que él mismo había instalado las hizo cambiar de idea. No era lo bastante potente para matar a una persona, pero sí para que quien tocase el picaporte sintiera que le machacaban el brazo con un ladrillo. Al ver a una de las mujeres caer al suelo, aullando de rabia y dolor en las imágenes grabadas, experimentó cierta satisfacción. Él había diseñado el sistema, basándose en sus conocimientos de la naturaleza humana. Es probable que cualquiera que intente entrar por la fuerza en algún sitio pruebe primero con el picaporte, sólo para asegurarse de que la puerta esté efectivamente cerrada con llave. La suya, por descontado, no lo estaba. En cambio, estaba electrificada con una corriente de setecientos cincuenta voltios. Volvió a poner en marcha la cámara de vídeo.

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