John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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– ¿Qué descubrimientos, si puede saberse? -preguntó Clayton, esforzándose por disimular el temblor en su voz.

El agente Martin sonrió.

– Verá, profesor, sé quién es usted en realidad. Clayton no dijo nada, pero notó que un frío glacial le recorría todo el cuerpo.

– Hopewell, Nueva Jersey -susurró el agente-. Allí pasó usted sus primeros nueve años de vida… hasta una noche de octubre de hace un cuarto de siglo. Entonces se marchó para no volver. Fue entonces cuando empezó todo, ¿estoy en lo cierto, profesor?

– ¿Cuando empezó qué? -espetó Clayton.

El agente hizo un gesto de afirmación con la cabeza, como un niño en un patio de colegio que comparte un secreto.

– Ya sabe a qué me refiero. -Hizo una pausa para observar el impacto de sus palabras en el semblante de Clayton, como si éste no esperase una respuesta a su pregunta. Dejó que el silencio que invadió el espacio entre ellos envolviese al profesor como bruma matinal en un día fresco de otoño. Luego asintió con la cabeza-. De verdad espero recibir noticias suyas esta tarde, profesor. Hay mucho trabajo por hacer y me temo que poco tiempo para realizarlo. Lo mejor será poner manos a la obra cuanto antes.

– ¿Se trata de una especie de amenaza, agente Martin? En ese caso, más vale que sea más explícito, porque no tengo la menor idea de lo que me habla -dijo Clayton rápidamente, demasiado para resultar convincente, como comprendió en el momento en que las palabras salieron de manera atropellada de su boca.

El agente se sacudió ligeramente, como un perro al despertar de su siesta.

– Ah -contestó pasivamente-. Sí, creo que sí que tiene idea. -Titubeó por unos instantes-. Creía que podía esconderse, ¿verdad?

Clayton no respondió.

– ¿Creía que podría esconderse para siempre?

El agente hizo un último gesto en dirección al maletín, que estaba apoyado contra una esquina de la mesa. Luego se volvió y, sin mirar atrás, subió a paso veloz los escalones con movimientos ágiles y enérgicos. Dio la impresión de que la oscuridad del fondo de la sala se lo tragaba. Un torrente de luz invadió la estancia cuando la puerta trasera se abrió al pasillo bien iluminado, y la silueta de las anchas espaldas del agente apareció en el vano. La puerta se cerró con un golpe seco, dejando por fin al profesor solo en la tarima.

Jeffrey Clayton se quedó sentado inmóvil, como fusionado con su asiento.

Por un instante miró en torno a sí con ojos desorbitados, respirando con dificultad. De pronto le pareció insoportable que no hubiera ventanas en la sala de conferencias. Era como si le faltase el aire. Con el rabillo del ojo, vio que la luz roja de la alarma continuaba parpadeando apremiante, desatendida.

Clayton se llevó la mano a la frente y lo comprendió: «Mi vida se ha acabado.»

2 Un problema persistente

Atravesó el campus andando despacio, haciendo caso omiso de los grupos de estudiantes que bloqueaban el paso en los caminos, distraído por pensamientos fríos y una angustia gélida que parecía proceder de un rincón desconocido de su interior.

El anochecer acechaba en los confines de aquella tarde de otoño, filtrando la oscuridad a través de las ramas desnudas de los pocos robles que aún salpicaban el paisaje de la universidad. Una breve racha de viento frío penetró a través del abrigo de lana de Jeffrey Clayton, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Irguió la cabeza por un momento y dirigió la mirada hacia el oeste, donde la veta morada rojiza del horizonte se arrugaba en las colinas lejanas. El cielo mismo parecía desvanecerse en una docena de tonos de gris claro, cada uno de ellos un anuncio del invierno que se acercaba inexorable. Para Clayton era la peor época del año en Nueva Inglaterra, cuando la sinfonía de colores otoñales se había apagado y aún no caían las primeras nevadas. El mundo parecía replegarse en sí mismo, vacilante como un anciano cansado de la vida, avanzando trabajosamente sostenido por huesos viejos y quebradizos que duelen con cada paso, cumpliendo los deberes rutinarios, consciente de que la primera helada de la muerte estaba próxima.

A unos cincuenta metros de distancia, frente a la sala Kennedy, uno de tantos edificios desangelados de cemento que habían reemplazado los antiguos ladrillos y la hiedra, estalló una trifulca. La brisa fría transportaba las voces airadas. Jeffrey se agachó y se parapetó tras un árbol. Más valía no ser alcanzado por una bala perdida, pensó. Aguzó el oído, pero no logró dilucidar el motivo de la discusión; no oía más que torrentes de obscenidades lanzadas de un lado a otro como hojas secas arrastradas por un remolino.

Vio a un par de policías del campus dirigirse a toda prisa hacia el alboroto. Llevaban botas pesadas con puntera metálica y coraza de cuerpo entero. Sus pisadas sonaban como cascos de caballos contra el pavimento de macadán. No se les veían los ojos tras la visera opaca de su casco. Advirtió que un segundo par de agentes se acercaba a toda prisa desde otra dirección. Cuando pasaron corriendo, una farola se encendió de pronto, arrojando una luz amarilla que destelló en sus armas desenfundadas. Ahora la policía del campus sólo patrullaba en parejas; Clayton tenía entendido que desde el incidente que se había producido en el semestre de invierno, cuando varios miembros de una hermandad universitaria habían apresado a un secreta que trabajaba en una operación antinarcóticos y le habían prendido fuego en el sótano después de arrancarle la ropa y perpetrar toda clase de vejaciones contra su cuerpo inconsciente. Un exceso de alcohol y de drogas, un poco de queroseno, y una absoluta falta de escrúpulos.

El agente había muerto y la casa de la hermandad había quedado reducida a cenizas. Los tres estudiantes responsables de lo ocurrido nunca fueron juzgados por el crimen, pues el incendio había acabado con casi todas las pruebas, aunque en el campus todo el mundo sabía quiénes eran. Ahora sólo quedaba uno de los tres. Uno había muerto antes de la graduación en circunstancias extrañas en una de las torres donde vivían los estudiantes. O se había caído o lo habían empujado desde la planta vigésimo segunda por un hueco de ascensor vacío. El otro se había matado en un accidente de tráfico una noche de agosto en el cabo Cod, cuando su coche deportivo cayó en una ciénaga en la que crecían arbustos de arándanos y se ahogó.

Había pruebas, según le habían contado a Jeffrey, de que había habido otro vehículo involucrado, y de que se había producido una persecución a gran velocidad y a altas horas de la noche. Sin embargo, la policía del estado en aquella jurisdicción lo había declarado un accidente de un solo coche. El cuerpo de seguridad del campus era, naturalmente, una delegación de la policía estatal.

Se rumoreaba que el tercer estudiante había regresado para cursar el último año de carrera, pero nunca salía de su habitación y enloquecía por momentos o se estaba muriendo lentamente de inanición, atrincherado en la residencia.

Ahora, a la vista de Clayton, los cuatro policías se abrían paso entre la multitud. Uno de ellos blandía una porra de grafito describiendo un arco amplio. A su izquierda se oyó el ruido de un vidrio que se hacía añicos seguido de un agudo alarido de dolor. Clayton salió de detrás del árbol y vio que el tumulto se había dispersado y perdido intensidad, y que varios estudiantes se alejaban a paso veloz. Los cuatro agentes tenían a sus pies a un par de jóvenes esposados y tirados en el frío suelo. Uno de los adolescentes arqueó la espalda para escupir a los policías, que respondieron propinándole una fuerte patada en las costillas. El chico pegó un grito que resonó entre los edificios del campus.

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