El asesino irguió el cuello.
– Verá, en primer lugar, tiene que haber un vehículo.
– ¿De qué tipo? -inquirió Susan.
– Un vehículo de carga. Debe ser lo bastante grande para transportar a la víctima, y de aspecto común y corriente para pasar inadvertido. Debe ser fiable, para poder llegar hasta esos lugares dejados de la mano de Dios. ¿Con tracción a las cuatro ruedas?
– Sí, es muy probable -contestó Jeffrey.
– Debe estar acondicionado para usos especiales, con ventanillas de vidrio ahumado.
Jeffrey movió afirmativamente la cabeza. No era un camión, pensó, porque llamaría la atención en una zona residencial de las afueras. Tampoco un elegante cuatro por cuatro familiar, porque tendría que apretujar el cadáver en el asiento trasero, o levantarlo bastante alto para meterlo en el maletero. ¿Qué se adaptaba mejor a sus necesidades? Sabía la respuesta a su propia pregunta interior. Había varios tipos de minifurgonetas fabricadas con tracción integral. Eran automóviles ideales para vivir en los barrios periféricos, muy habituales en comunidades donde los padres solían llevar a equipos de niños a partidos de béisbol de la liga infantil.
– Continúe -lo animó Jeffrey.
– ¿Encontró la policía huellas de neumáticos?
– Se identificaron varios, pero no dos o más que coincidieran entre sí.
– Ah, eso me dice algo.
– ¿Qué?
– ¿No se le ha ocurrido, profesor, que tal vez el hombre cambia los neumáticos de su vehículo con cada aventura, porque sabe que el dibujo de la superficie se puede rastrear?
– Sí, se me ha ocurrido.
El asesino sonrió.
– Ése es el primer problema. El transporte. El siguiente es el aislamiento. ¿Su presa es un hombre rico?
– Sí.
– Ah, eso ayuda. Enormemente. -Hart se volvió una vez más hacia Susan-. Yo no contaba con el lujo de sumas ilimitadas de dinero, así que me vi obligado a elegir un sitio abandonado.
– Hábleme de esa elección -pidió Jeffrey.
– Hay que andarse con cuidado, tener la seguridad de que nadie lo verá ni lo oirá. De que uno pasará desapercibido. De que sus idas y venidas no atraerán la atención de nadie. Hay muchos requisitos. Me pasé varias semanas buscando antes de encontrar el lugar ideal.
– ¿Y luego?
– Un hombre cauteloso conoce bien su territorio. Medí y memoricé. Estudié cada centímetro del almacén antes de llevar ahí mi… esto… mi equipo.
– ¿Y la seguridad?
– El sitio debe ser seguro por sí mismo, pero yo instalé varias trampas y sistemas de alarma caseros… un alambre a la altura de los tobillos aquí y allá, latas con clavos, ese tipo de cosas. Por supuesto, yo sabía cómo evitarlas. Pero un profesor torpón y dos agentes que tropezaban a cada paso armaron un alboroto tremendo cuando entraron. Ese ruido les costó muy caro, Susan.
– Eso tenía entendido.
Hart soltó otra carcajada.
– Me caes bien, Susan. ¿Sabes? Que tenga ganas de abrirte en canal no significa que quiera dejarle ese placer único y delicioso a otro. Bien, Susan, he aquí una pequeña advertencia de tu admirador. Cuando encontréis a vuestro hombre, no hagas ruido. No hagas el menor ruido, y sé muy cautelosa. Y da por sentado siempre, siempre, Susie-Q, que estará esperándote en la sombra más próxima. -El asesino bajó la voz ligeramente, de modo que su timbre infantil y chillón dio paso a una frialdad que la sorprendió-. Y tu hermano podrá decirte, por experiencia, que no debes dudar. Ni por un segundo. Si se te presenta una oportunidad, aprovéchala, Susan, porque nosotros somos muy rápidos cuando llega el momento de matar. Te acordarás de lo que te he dicho, ¿verdad?
– Sí -contestó ella, y la voz se le quebró casi imperceptiblemente.
Hart asintió.
– Bien. Ahora te he dado una pequeña posibilidad de sobrevivir. -Se volvió de nuevo hacia Jeffrey-. Pero usted, profesor, aunque ya sabe estas cosas, confío en que vacile y eso le cueste la vida. Usted también está interesado en ver. Eso es lo que le mueve, ¿verdad? Quiere mirar, contemplar cómo se desarrollan los acontecimientos, en toda su gloria y excepcionalidad. Es usted un hombre de observación, no de acción, y cuando llegue el momento, quedará atrapado en su propia vacilación y eso le acarreará la muerte. Reservaré un sitio en el infierno para usted, profesor.
– Yo le capturé.
– Ah, no, profesor. Usted me encontró. Y de no ser por los dos disparos del agente moribundo y la desafortunada pérdida de sangre que experimenté, no le habría hecho la herida en el muslo, sino en otra parte. -El asesino se señaló el pecho, describiendo una larga línea en el aire con su dedo índice, semejante a una garra.
Jeffrey se percató de que había bajado la mano sin darse cuenta hacia el punto de la pierna en que Hart le había clavado el cuchillo.
Recordó que se había quedado helado, incapaz de moverse de donde estaba, mientras el asesino perdía el conocimiento a sus pies, después de lanzar un solo golpe con el cuchillo de caza, que le había hecho un corte profundo.
A Jeffrey le vinieron ganas de levantarse y marcharse en ese momento. Se puso a inventar una excusa que darle a su hermana. Pero en ese mismo instante tomó conciencia de que no había averiguado aún lo que necesitaba saber. Pensó que quizá tenía esos conocimientos al alcance de la mano, de modo que se removió incómodo en su asiento. Le hizo falta una gran fuerza de voluntad para no ponerse en pie y huir de la pequeña sala.
El asesino no había reparado en la respiración agitada de Jeffrey, pero Susan sí, aunque no se volvió hacia su hermano, pues sabía que entonces Hart se fijaría en él.
– Bueno -barbotó en cambio-, así que necesitaba seguridad y aislamiento.
Hart la escrutó.
– Privacidad, Susan. Privacidad absoluta. -Sonrió-. Tienes que poder concentrarte, sin el menor riesgo de que surja una distracción, por leve que sea. Debes polarizar toda tu atención, todas tus energías en ese único lugar. ¿No es cierto, profesor?
– Sí.
– Verás, Susan, el momento que buscas es especial, único, arrollador. Funde todo tu ser en un momento glorioso. Os pertenece a ti y a ella y a nadie más. Pero, al mismo tiempo, sabes que, como todas las grandes conquistas que se han llevado a cabo en la larga y tediosa historia del mundo, ésta no está exenta de peligros: fluidos, huellas digitales, fibras capilares, muestras de ADN… todos esos detalles que las autoridades recogen de forma tan prosaica y competente. Así que el lugar que elijas debe facilitarte el control de todos estos detalles. Pero, al mismo tiempo, no puedes hacer de la aventura algo, eh… antiséptico. Eso le quitaría toda la emoción. -Hart hizo una nueva pausa, enarcando una sola ceja-. ¿Entiendes todo esto, Susan? ¿Comprendes lo que te digo?
– Empiezo a entenderlo.
– Bailas al son de tus propias melodías -dijo el asesino. Susan asintió con la cabeza, pero Jeffrey se puso muy tieso en su silla.
– Repita eso -dijo.
Hart se volvió hacia él.
– ¿Qué?
Pero Jeffrey agitó la mano como para quitarle importancia.
– No, no pasa nada. -Se levantó, haciendo un gesto hacia el espejo unidireccional-. Hemos terminado. Gracias, señor Hart.
– Yo no he terminado -replicó Hart despacio-. Terminaremos cuando yo lo diga.
– No -dijo Jeffrey-. Ya he averiguado lo que necesitaba. Fin de la entrevista.
El asesino lo miró con ojos desorbitados por un instante, y Susan por poco reculó ante la fuerza de ese odio repentino. Las esposas traquetearon contra su sujeción metálica. Dos fornidos guardias de la cárcel entraron en la sala. Ambos echaron un solo vistazo al hombre retorcido que estaba sentado a la mesa, rojo de rabia, y uno de ellos se dirigió a un pequeño intercomunicador instalado en la pared para pedir con toda naturalidad un «equipo especial de escolta». A continuación, se volvió hacia los Clayton.
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