Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Les abrió la puerta una mujer mayor de expresión adusta, elegantemente vestida e impecablemente peinada.

– ¿Sí? -preguntó en tono brusco-. ¿Vienen a pedir? Esperen, voy a buscar el monedero.

– No venimos a pedir -respondió de inmediato Tatiana-. Venimos… Quiero hablar con Esther Barrington.

– Soy yo-dijo Esther-. ¿Quiénes son ustedes?

– Pues… -Tatiana vaciló un momento y señaló al niño-. Éste es Anthony Alexander Barrington, el hijo de Alexander.

A Esther se le cayó al suelo el manojo de llaves.

– Pero ¿usted quién es?

– La mujer de Alexander -explicó Tatiana.

– Y él dónde está?

– No lo sé.

– Caramba, no me sorprende -dijo Esther, sonrojada-. ¡Y ha tenido el descaro de venir hasta mi casa! ¿Quién se cree que es?

– Soy la mujer de Alexander…

– ¡Me da igual! No me refriegue al niño por la cara como si de repente tuviera que ocuparme de él. Lo siento por usted… -Su voz era tan severa como su mirada-. Lo siento mucho, pero su vida no es asunto mío.

– Tiene razón, disculpe -dijo Tatiana, apartándose un paso-. Sólo quería que…

– ¡Está claro lo que quería! ¡Enseñarme a su hijo ilegítimo! ¿Y qué? ¿Acaso eso va a mejorar las cosas?

– ¿Qué tiene que mejorar? -dijo Vikki.

Sin hacerle caso, Esther continuó gritando:

– ¿Sabe qué me dijo el padre de Alexander cuando salió de mi casa por última vez hace catorce años? «No me des más el coñazo: mi hijo no es asunto tuyo.» ¡Eso fue lo que me dijo! Mi sobrino carnal, mi querido Alexander, no era asunto mío. Yo sólo quería ayudarlos, me ofrecí a cuidar al niño mientras mi hermano y su mujer se iban a arruinar su vida en la Unión Soviética, y él se burló de mi ofrecimiento y me dijo que no quería saber nada de mí ni de nuestra familia. Nunca ha escrito, nunca ha enviado un telegrama… No he vuelto a saber nada de él. -Esther se interrumpió, respiró entrecortadamente y al cabo de un momento añadió-: Por cierto, ¿cómo le va a ese cabrón?

– Falleció -dijo Tatiana con una voz muy débil.

Esther ni siquiera pudo emitir un «¡ah!». Dio un paso tambaleante hacia el interior de la casa, aferrada al pomo de la puerta.

– Mire, me da igual quién sea usted, no la conozco de nada y no tiene derecho a presentarse aquí con un bebé al que tampoco había visto nunca para pedirme que me ocupe de él.

Esther empujó la puerta con un gesto tembloroso y dio un gran portazo, dejando a Vikki y a Tatiana en el porche.

– Vaya… -dijo Vikki-. ¿Cómo te habías imaginado que iría?

Tatiana, luchando por contener las lágrimas, dio media vuelta y bajó los escalones de la entrada.

– Mejor, supongo.

¿Qué se había imaginado? Ignoraba que la tía y el padre de Alexander se llevaran tan mal antes de que el matrimonio Barrington se fuera de Estados Unidos, pero por la reacción de Esther le había quedado clara una cosa: la mujer no había tenido ninguna noticia de la familia después de su traslado a la Unión Soviética. Y el único motivo del viaje de Tatiana era averiguar cualquier dato que pudiera proporcionarle Esther. Se sintió exhausta. La esperanza de un remoto vínculo familiar había quedado reducida a una entelequia intangible justo cuando su única obsesión era averiguar qué le había sucedido a Alexander

Colocó a Anthony en el cochecito y atravesó el jardín con Vikki

– ¡Catorce años! -exclamó Vikki-. Debería haberlo superado. Hay gente que tiene mucha memoria.

– Sí, para el rencor -dijo Tatiana.

Una vez en la calle, tomaron lentamente el camino de vuelta.

– Oye, ¿qué palabra dice que usó el padre de Alexander antes de marcharse? -preguntó Tatiana.

– Olvídalo, las señoras no usan ese vocabulario. Esa tal Esther es un poco malhablada. Un día de éstos te enseñaré palabrotas en inglés…

– Ya sé palabrotas en inglés -explicó Tatiana. Y en voz baja, añadió-: Pero ésta no la conocía.

– Ah, ¿y cómo es que sabes palabrotas? -le preguntó Vikki-. No salen en las guías de conversación ni en los diccionarios. Al menos, no en los que yo he visto.

– En otro tiempo tuve buen maestro -explicó Tatiana.

Cuando ya estaban en la calle principal, se les acercó un coche y se detuvo junto a la acera. Esther, con los ojos enrojecidos, los parpados manchados de rímel y la melena despeinada, bajó y se planto frente a Tatiana.

– Lo siento, me ha desconcertado mucho su visita -se disculpó-. Mi hermano no ha vuelto a ponerse en contacto conmigo desde que se marcharon y yo no tenía ni idea de qué había sido de ellos. En el Departamento de Estado no nos informan de nada.

De nuevo en la casa, Esther les preparó bocadillos de jamón y consomé, les sirvió café y dejó que Anthony durmiera un rato en una cama del piso superior, parapetado entre dos almohadas.

Para ser una mujer que había albergado rencor a Harold desde hacía más de una década, Esther lloró como la viuda de un ahorcado cuando Tatiana le contó qué había sido de su hermano y de su familia.

Esther insistió en que se quedaran en Barrington hasta el domingo, y Tatiana y Vikki aceptaron. Tatiana pensó que la tía de Alexander era una buena mujer. No tenía hijos, y a sus sesenta y un años era la única superviviente de los Barrington. Su marido había fallecido cinco años atrás y ahora Esther vivía con Rosa, su ama de llaves desde hacía cuarenta años.

– ¿Alexander vivía en esta casa?

Tatiana clavó los ojos en Esther. No se atrevía a mirar en derredor por si encontraba algún vestigio de la infancia de su marido.

Esther meneó la cabeza.

– Su casa está a un kilómetro del pueblo -le explicó-. No tengo relación con los actuales inquilinos porque son unos estirados, pero si quieren puedo acercarlas con el coche.

– ¿Había un bosque detrás de la casa?

– Ya no existe -explicó Esther-. Ahora han construido más viviendas. Era un bosque muy bonito. Los amigos de Alexander…

– ¿Teddy, Belinda…?

– ¿Hay algo de su vida que desconozca?

– Sí -dijo Tatiana-. Su presente.

– Teddy murió en el 42, en la batalla de Midway, y Belinda es enfermera y ahora mismo está destacada en el norte de África. O en Italia, o donde sea que estén ahora nuestras tropas. ¡Pobre Alexander, pobre Teddy, pobre Harold…! -se lamentó Esther, meneando la cabeza-. Ese estúpido de Harold, echar a perder así la vida de su familia, la vida de ese muchacho increíble y espléndido… ¿Tiene alguna foto?

Tatiana negó con la cabeza.

– Seguía siendo como usted lo conoció, Esther. ¿Ha dado él alguna vez señales de vida?

– No, qué va.

– ¿Se ha puesto en contacto con usted alguien que supiera de él?

– Nadie me ha dicho ni una palabra. ¿Por qué lo pregunta? No creo que me informaran de su muerte.

Tatiana se puso de pie.

– Tenemos que irnos -explicó.

– Quiero enseñarle una cosa -dijo Esther, poniéndose de pie también.

Le dio una bolsita de tela cerrada con un cordón. Dentro había una pulsera de cuero a medio trenzar, tres clavos oxidados, dos conchas melladas y una foto de Alexander a los ocho años, de pie junto al mar, al lado de un niño corpulento (¿Teddy?). Una gran sonrisa le llenaba media cara.

– Y mire, una foto de cuando tenía dos años.

Esther sacó una foto en la que Alexander aparecía con una carita morena y redonda, riendo, como la imagen especular de su hijo Anthony. Tatiana no pudo cogerla porque empezaron a temblarle las manos. Vikki desvió la mirada. Esther volvió a guardar la foto en la bolsa de tela y palmeó compasivamente el hombro de Tatiana.

– De verdad que tenemos que irnos -dijo Tatiana en un susurro.

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