Les abrió la puerta una mujer mayor de expresión adusta, elegantemente vestida e impecablemente peinada.
– ¿Sí? -preguntó en tono brusco-. ¿Vienen a pedir? Esperen, voy a buscar el monedero.
– No venimos a pedir -respondió de inmediato Tatiana-. Venimos… Quiero hablar con Esther Barrington.
– Soy yo-dijo Esther-. ¿Quiénes son ustedes?
– Pues… -Tatiana vaciló un momento y señaló al niño-. Éste es Anthony Alexander Barrington, el hijo de Alexander.
A Esther se le cayó al suelo el manojo de llaves.
– Pero ¿usted quién es?
– La mujer de Alexander -explicó Tatiana.
– Y él dónde está?
– No lo sé.
– Caramba, no me sorprende -dijo Esther, sonrojada-. ¡Y ha tenido el descaro de venir hasta mi casa! ¿Quién se cree que es?
– Soy la mujer de Alexander…
– ¡Me da igual! No me refriegue al niño por la cara como si de repente tuviera que ocuparme de él. Lo siento por usted… -Su voz era tan severa como su mirada-. Lo siento mucho, pero su vida no es asunto mío.
– Tiene razón, disculpe -dijo Tatiana, apartándose un paso-. Sólo quería que…
– ¡Está claro lo que quería! ¡Enseñarme a su hijo ilegítimo! ¿Y qué? ¿Acaso eso va a mejorar las cosas?
– ¿Qué tiene que mejorar? -dijo Vikki.
Sin hacerle caso, Esther continuó gritando:
– ¿Sabe qué me dijo el padre de Alexander cuando salió de mi casa por última vez hace catorce años? «No me des más el coñazo: mi hijo no es asunto tuyo.» ¡Eso fue lo que me dijo! Mi sobrino carnal, mi querido Alexander, no era asunto mío. Yo sólo quería ayudarlos, me ofrecí a cuidar al niño mientras mi hermano y su mujer se iban a arruinar su vida en la Unión Soviética, y él se burló de mi ofrecimiento y me dijo que no quería saber nada de mí ni de nuestra familia. Nunca ha escrito, nunca ha enviado un telegrama… No he vuelto a saber nada de él. -Esther se interrumpió, respiró entrecortadamente y al cabo de un momento añadió-: Por cierto, ¿cómo le va a ese cabrón?
– Falleció -dijo Tatiana con una voz muy débil.
Esther ni siquiera pudo emitir un «¡ah!». Dio un paso tambaleante hacia el interior de la casa, aferrada al pomo de la puerta.
– Mire, me da igual quién sea usted, no la conozco de nada y no tiene derecho a presentarse aquí con un bebé al que tampoco había visto nunca para pedirme que me ocupe de él.
Esther empujó la puerta con un gesto tembloroso y dio un gran portazo, dejando a Vikki y a Tatiana en el porche.
– Vaya… -dijo Vikki-. ¿Cómo te habías imaginado que iría?
Tatiana, luchando por contener las lágrimas, dio media vuelta y bajó los escalones de la entrada.
– Mejor, supongo.
¿Qué se había imaginado? Ignoraba que la tía y el padre de Alexander se llevaran tan mal antes de que el matrimonio Barrington se fuera de Estados Unidos, pero por la reacción de Esther le había quedado clara una cosa: la mujer no había tenido ninguna noticia de la familia después de su traslado a la Unión Soviética. Y el único motivo del viaje de Tatiana era averiguar cualquier dato que pudiera proporcionarle Esther. Se sintió exhausta. La esperanza de un remoto vínculo familiar había quedado reducida a una entelequia intangible justo cuando su única obsesión era averiguar qué le había sucedido a Alexander
Colocó a Anthony en el cochecito y atravesó el jardín con Vikki
– ¡Catorce años! -exclamó Vikki-. Debería haberlo superado. Hay gente que tiene mucha memoria.
– Sí, para el rencor -dijo Tatiana.
Una vez en la calle, tomaron lentamente el camino de vuelta.
– Oye, ¿qué palabra dice que usó el padre de Alexander antes de marcharse? -preguntó Tatiana.
– Olvídalo, las señoras no usan ese vocabulario. Esa tal Esther es un poco malhablada. Un día de éstos te enseñaré palabrotas en inglés…
– Ya sé palabrotas en inglés -explicó Tatiana. Y en voz baja, añadió-: Pero ésta no la conocía.
– Ah, ¿y cómo es que sabes palabrotas? -le preguntó Vikki-. No salen en las guías de conversación ni en los diccionarios. Al menos, no en los que yo he visto.
– En otro tiempo tuve buen maestro -explicó Tatiana.
Cuando ya estaban en la calle principal, se les acercó un coche y se detuvo junto a la acera. Esther, con los ojos enrojecidos, los parpados manchados de rímel y la melena despeinada, bajó y se planto frente a Tatiana.
– Lo siento, me ha desconcertado mucho su visita -se disculpó-. Mi hermano no ha vuelto a ponerse en contacto conmigo desde que se marcharon y yo no tenía ni idea de qué había sido de ellos. En el Departamento de Estado no nos informan de nada.
De nuevo en la casa, Esther les preparó bocadillos de jamón y consomé, les sirvió café y dejó que Anthony durmiera un rato en una cama del piso superior, parapetado entre dos almohadas.
Para ser una mujer que había albergado rencor a Harold desde hacía más de una década, Esther lloró como la viuda de un ahorcado cuando Tatiana le contó qué había sido de su hermano y de su familia.
Esther insistió en que se quedaran en Barrington hasta el domingo, y Tatiana y Vikki aceptaron. Tatiana pensó que la tía de Alexander era una buena mujer. No tenía hijos, y a sus sesenta y un años era la única superviviente de los Barrington. Su marido había fallecido cinco años atrás y ahora Esther vivía con Rosa, su ama de llaves desde hacía cuarenta años.
– ¿Alexander vivía en esta casa?
Tatiana clavó los ojos en Esther. No se atrevía a mirar en derredor por si encontraba algún vestigio de la infancia de su marido.
Esther meneó la cabeza.
– Su casa está a un kilómetro del pueblo -le explicó-. No tengo relación con los actuales inquilinos porque son unos estirados, pero si quieren puedo acercarlas con el coche.
– ¿Había un bosque detrás de la casa?
– Ya no existe -explicó Esther-. Ahora han construido más viviendas. Era un bosque muy bonito. Los amigos de Alexander…
– ¿Teddy, Belinda…?
– ¿Hay algo de su vida que desconozca?
– Sí -dijo Tatiana-. Su presente.
– Teddy murió en el 42, en la batalla de Midway, y Belinda es enfermera y ahora mismo está destacada en el norte de África. O en Italia, o donde sea que estén ahora nuestras tropas. ¡Pobre Alexander, pobre Teddy, pobre Harold…! -se lamentó Esther, meneando la cabeza-. Ese estúpido de Harold, echar a perder así la vida de su familia, la vida de ese muchacho increíble y espléndido… ¿Tiene alguna foto?
Tatiana negó con la cabeza.
– Seguía siendo como usted lo conoció, Esther. ¿Ha dado él alguna vez señales de vida?
– No, qué va.
– ¿Se ha puesto en contacto con usted alguien que supiera de él?
– Nadie me ha dicho ni una palabra. ¿Por qué lo pregunta? No creo que me informaran de su muerte.
Tatiana se puso de pie.
– Tenemos que irnos -explicó.
– Quiero enseñarle una cosa -dijo Esther, poniéndose de pie también.
Le dio una bolsita de tela cerrada con un cordón. Dentro había una pulsera de cuero a medio trenzar, tres clavos oxidados, dos conchas melladas y una foto de Alexander a los ocho años, de pie junto al mar, al lado de un niño corpulento (¿Teddy?). Una gran sonrisa le llenaba media cara.
– Y mire, una foto de cuando tenía dos años.
Esther sacó una foto en la que Alexander aparecía con una carita morena y redonda, riendo, como la imagen especular de su hijo Anthony. Tatiana no pudo cogerla porque empezaron a temblarle las manos. Vikki desvió la mirada. Esther volvió a guardar la foto en la bolsa de tela y palmeó compasivamente el hombro de Tatiana.
– De verdad que tenemos que irnos -dijo Tatiana en un susurro.
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