– No lo hemos hecho tan mal, aunque tampoco ha sido un éxito clamoroso… No es la primera vez que perdemos hombres, teniente. ¿No se acuerda del pasado abril, en Minsk? Murieron treinta hombres en la operación de limpieza de un solo campo minado, y en Polonia no pudimos cruzar ni un puto río.
– Señor, nos ha hecho avanzar hacia el enemigo cuando apenas teníamos balas.
– Le dije que sostuviera el arma en alto mientras cruzaba el río.
– ¡Sólo nos quedan cuarenta hombres!
– ¿Ha contando a los veinte del NKGB?
– ¡Cuarenta hombres y veinte nenazas!
– Sí, pero hemos expulsado a los alemanes de la ribera. Y cuando entremos en el bosque, habrán llegado los refuerzos.
Ouspenski meneó la cabeza.
– No podemos combatir en el bosque -dijo-. Yo no lo haré, al, menos. En el bosque no se ve nada y el estilo de lucha es completamente distinto.
– Y lo sé. Siento no hacerle la guerra más cómoda.
– Hemos perdido el tanque. La única protección con la que usted podía contar.
– ¿Yo?
– ¡Por el amor de Dios! -Ouspenski no pudo contenerse-. Se comporta como si fuera inmortal, ¡y no lo es, joder!
– ¡No me levante la voz, Ouspenski! -protestó Alexander-. Le consiento muchas cosas, pero ésta no se la voy a consentir. ¿Queda claro?
– Sí, señor -dijo Ouspenski en un tono mas bajo-. Pero sepa que no es inmortal. Y es obvio que sus hombres no lo son, aunque ellos me importan una mierda. Pero usted no es sustituible, y mi cometido es protegerlo. ¿Cómo se le ocurre enzarzarse en una lucha cuerpo a cuerpo dentro del río en lugar de mantenerse en la retaguardia? ¿Se cree que está hecho de hierro, capitán? Hasta este momento en que estoy viendo que su sangre es como la de todos los demás, yo tampoco sabía bien si era usted humano.
– No es mí sangre -dijo Alexander.
– ¿Qué?
Alexander se limitó a menear la cabeza sin decir nada.
– ¿Qué será de nosotros en el bosque?
– Vamos a entrar en los montes de Santa Cruz. Los alemanes nos llevan ventaja y tenemos muchas posibilidades de quedarnos sin municiones. Konev nos dará orden de luchar hasta la muerte, porque en eso consiste estar en un batallón disciplinario y ser un oficial soviético.
Ouspenski le dirigió una mirada severa.
– ¿Era aquí a donde lo arrastraba el maldito viento del destino?
– Sí. Porque sólo hay una cosa que se le ha pasado por alto al Ejército Rojo, teniente.
– ¿Y cuál es, señor?
– Que yo no tengo ninguna intención de morir -respondió Alexander.
Barrington, agosto de 1944
– ¿Adónde vamos? ¿Y por qué? -quiso saber Vikki-. No quiero ir a Massachusetts, está muy lejos. ¿Qué te pasa con los trenes? Acabas de volver de Arizona, ¿aún no estás contenta? Está lloviendo, hace un día horrible, ayer hice dos turnos seguidos y el lunes me tocará lo mismo. ¿No me podría quedar en casa tranquilamente? La abuela va a preparar lasaña. Tengo que arreglarme las uñas y alisarme el pelo, y además, quería rasurarme las piernas y las axilas porque ahora está de moda. Me lo han dicho en Lady Be Beautiful, adonde me prometiste acompañarme un día, por cierto. ¿Por qué tenemos que irnos de viaje? ¿No podría quedarme en casa y darme un baño bien caliente?
– No. Tenemos que ir -declaró Tatiana, empujando el cochecito de Anthony y empujando a Vikki.
– ¿Y por qué tengo que ir yo?
– Porque no quiero ir sola. Porque no hablo bien inglés. Porque eres amiga.
Vikki suspiró.
Estuvo suspirando durante las cinco horas que tardaron en llegar a Boston.
– Vikki, he estado haciendo cuentas. Has suspirado dos veces por kilómetro y hemos recorrido cuatrocientos kilómetros. Eso son ochocientos suspiros.
– No suspiraba, respiraba -respondió Vikki, ofendida.
– Respirabas con impaciencia, sí. -Tatiana se acordó de su hermano. Pasha habría aguantado estoicamente a su lado, sin pronunciar ni una sola palabra de protesta. Su hermana, en cambio, habría estado todo el tiempo quejándose, igual que Vikki-. Tendría que haberle pedido el favor a Edward -murmuró, arropando a Anthony con la mantita.
En Boston también llovía.
– ¿Y por qué no lo has hecho?
– ¿Es preciso demostrar en todo momento lo que sientes? No necesito saber que te molesta tener que hacerme favor. Ayúdame si quieres, pero no te quejes.
Vikki dejó de suspirar.
No había tren de cercanías entre Boston y Barrington, y las dos jóvenes tomaron un taxi.
– Está lejos, serán veinte dólares -les advirtió el taxista.
Vikki ahogó una exclamación, y soltó un respingo cuando Tatiana le pellizcó el muslo.
– Muy bien -dijo Tatiana.
– ¿Veinte dólares? ¿Te has vuelto loca?
Las dos se acomodaron en el asiento posterior, Tatiana se colocó al niño en el regazo y el taxi se puso en marcha.
– Es la mitad de mi paga semanal. ¿Cuánto cobras tú?
– Menos. ¿Cómo querías llegar al pueblo sin taxi?
– No sé… ¿En autobús?
– Había que andar demasiado para coger el autobús.
– Pero la vuelta serán otros veinte dólares.
– Ajá.
– ¿Ya puedes contarme qué vamos a hacer?
– Vamos a visitar a uno de los parientes de Anthony.
A pesar de los consejos de Sam, Tatiana no había podido contenerse. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que todo iría bien. Además, sospechaba que no tardaría en necesitar algún favor de la familia de Anthony.
– ¿Tenéis familia en Estados Unidos?
– Yo no, pero el niño sí. Te necesito a mi lado para que me apoyes. Si necesito tu ayuda, te pellizcaré el brazo con fuerza: así.
– ¡Ay!
– Eso es. Si no te pellizco, sólo sonríe y no digas nada.
Una hora después estaban en Barrington.
– ¿A qué dirección van? -preguntó el taxista.
– Déjenos aquí -dijo Tatiana, señalando una elegante mansión en la calle principal.
Pagaron la carrera y bajaron del taxi. Barrington era un pueblo pequeño y acogedor, de calles limpias y flanqueadas de robles, iglesias de esbeltos campanarios y casas de fachadas blancas y postigos negros. En la calle principal había algunos comercios abiertos, entre ellos una ferretería, una cafetería y un anticuario. Ninguno de los transeúntes empujaba un cochecito, y el único bebé que se veía era el hijo de Tatiana.
– ¿Este viaje te ha costado la paga de dos semanas? -preguntó Vikki.
Sacó un cepillo del bolso y comenzó a peinarse.
– ¿Sabes cuánto me costó el viaje desde Inglaterra? Quinientos dólares. ¿Ha valido la pena?
– Por supuesto. Pero ¡venir a este pueblo!
– Tú empuja el cochecito y calla.
– Un momento… -Vikki siguió cepillándose el pelo. Tatiana la miró enfadada-. De acuerdo, ya paro.
– Vamos a preguntar dónde está la calle Maple.
En el quiosco les dijeron que estaba a unas pocas manzanas, y las dos echaron a andar bajo la lluvia.
– Acabo de darme cuenta de que este pueblo tiene tu mismo nombre: Barrington -observó Vikki-. ¿Es casualidad?
– ¿No te habías dado cuenta hasta ahora? Para, es aquí.
Se detuvieron frente a una mansión de estilo colonial rodeada de un jardín en el que crecían vetustos arces. Recorrieron la vereda que llevaba a la casa, subieron los tres escalones de la entrada y se pararon frente a la campanilla de la puerta.
– ¿Qué hacemos?
Tatiana no se atrevía a llamar.
– Quizá deberíamos irnos -dijo.
– ¿Estás de broma? ¿Hacer todo este viaje para marcharnos ahora?
Vikki tiró de la campanilla. Tatiana había dejado el cochecito al pie de los escalones y llevaba al niño en brazos.
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