Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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– En primer lugar, antes vivía en Tarnovia, que no está lejos de ese puente. Y en segundo lugar, cuando los putos alemanes dejaron la ciudad hace un mes, se pusieron a hablar en su idioma delante de mí como si yo no fuera capaz de entenderlos. Se creen que todos somos tontos. No toméis el puente blanco y azul, porque me consta que está minado. Ahora bien, esa parte del río es poco profunda. Podéis poner pontones para atravesar el tramo más hondo, aunque me imagino que todos sabéis nadar. Incluso podéis atravesarlo con el tanque. El monte no está muy cubierto, porque es abrupto y el bosque es muy denso. No digo que no esté cubierto, sólo digo que no hay muchos. Son sobre todo grupos de partisanos, compuestos por alemanes y soviéticos. Si conseguís llegar a la otra orilla, cuando salgáis del bosque estaréis prácticamente en Alemania. Si lo hacéis así, tendréis una oportunidad. En cambio, si atravesáis el Vístula a la altura de Pulawy o de Dolny, terminaréis todos muertos. -La chica se interrumpió un momento y añadió-: Ya hemos llegado. -Señaló una casita en la que las luces estaban encendidas y sonrió-. La luz encendida toda la noche es la señal de que aquí viven pecadoras.

Alexander le devolvió la sonrisa.

– Gracias -dijo la chica-. Me alegro de no haber tenido que echar uno más esta noche. Estoy agotada. -Le acarició el torso-. Aunque no me habría molestado echar el último contigo.

Alexander le acomodó el vestido.

– Gracias a ti -le dijo-. ¿Cómo te llamas?

– Vera -contestó la chica, sonriendo-. Significa «Fe» en ruso ¿no? ¿Cómo te llamas tú?

– Me llamo Alexander. ¿Tiene nombre el puente azul y blanco de Tarnovia?

Vera le rozó la boca con los labios.

– Most do Swietokryzst. El puente de Santa Cruz.

A la mañana siguiente, Alexander mandó a cinco hombres al Vístula a la altura de Pulawy, en una misión de reconocimiento. No regresaron. Envió a cinco más a Dolny, y tampoco volvieron.

Estaban a principios de agosto y las noticias que llegaban de Varsovia eran poco halagüeñas. A pesar de los intentos de enviar a los alemanes al otro lado del Vístula, éstos seguían sin moverse de donde estaban, las bajas soviéticas alcanzaban unas cifras descomunales y los polacos, animados por las falsas promesas de ayuda de los rusos, se habían alzado contra el ocupante nazi y estaban siendo víctimas de una matanza.

Alexander esperó unos días más pero, al no recibir noticias, llamó a Ouspenski para que lo acompañara hasta el Vístula. Allá se escondieron entre los árboles y observaron la vegetación silenciosa de la orilla opuesta. Estaban prácticamente solos, al menos si miraban al frente. Detrás tenían a dos milicianos del NKGB con el fusil al hombro. Los mandos de un batallón disciplinario no podían desplazarse a solas por Polonia si no era en misión de reconocimiento. Los milicianos de NKGB eran omnipresentes, pero no se encargaban de luchar contra los alemanes sino de vigilar a los presidiarios del Gulag. Durante el último año, Alexander no había dejado de verlos ni un solo día.

– Cómo odio a esos hijos de puta -rezongó Ouspenski.

– Yo ni pienso en ellos -contestó Alexander, apretando los dientes con decisión.

– Pues debería. Están a la espera de que le pase algo malo.

– No me lo tomo como algo personal.

– Pues debería.

Fumaban. La mañana era clara y soleada. Alexander miró el río y recordó… Terminó un cigarrillo y encendió otro y luego otro más… quería envenenar los recuerdos con nicotina.

– Necesito que me dé un consejo, Ouspenski.

– Será un honor para mí, señor.

– Tengo orden de instalar una cabeza de puente en Dolny mañana al amanecer -dijo Alexander.

– Parece una zona tranquila -observó Ouspenski.

– Sí, lo parece, pero ¿es así? ¿Y si…? -Alexander respiró hondo y terminó-: ¿Y si le digo que mañana puede morir?

– Capitán, está describiendo lo que ha sido mi vida en los últimos tres años.

– ¿Y si le digo que podemos seguir río abajo -continuó Alexander-, hasta una zona menos cubierta por los alemanes, y salvar la vida? No sé por cuánto tiempo y no sé si vale la pena, pero parece que el viento del destino sopla a nuestro favor esta mañana de verano… «Vida o muerte», nos susurra.

– Capitán, ¿puedo preguntarle de qué coño me está hablando?

– Le estoy hablando de qué camino tomar, Ouspenski. Una dirección conduce a lo que le queda de vida, y la otra también, pero en ese caso lo que le queda de vida es muy poco.

– ¿Y qué le hace pensar que si nos desplazamos río abajo nos irá mejor?

Alexander se encogió de hombros. No quería hablarle de una mujer de carnes blandas llamada Fe.

– Sé que la tranquilidad de Dolny es engañosa.

– Capitán, ¿no tiene usted un jefe? Esta mañana lo he oído hablar por radio. Era obvio que el general Konev le estaba dando órdenes de conquistar Dolny.

– Si -reconoció Alexander, con un gesto de asentimiento-. Pero su orden nos manda directos a la muerte. En Dolny, el río es demasiado ancho y profundo y el puente está demasiado expuesto. Estoy seguro de que los alemanes ni siquiera se han molestado en minarlo porque lo único que necesitan es bombardearnos desde la orilla opuesta.

– No creo que tenga elección, capitán -dijo Ouspenski, caminando otra vez hacia el bosque-. Tiene que cumplir las órdenes del general Konev, igual que él tiene que cumplir las órdenes del camarada Stalin.

Alexander se quedó pensativo, sin moverse de la orilla.

– Mire este puente y mire el río. Sus aguas transportan los cadáveres de miles de soviéticos. -Hizo una pausa y añadió-: Y mañana transportarán el de usted y el mío.

– Yo no veo cadáveres ahora -dijo Ouspenski en tono indiferente, entrecerrando los ojos-. Y alguien debió de cruzarlo.

Esta vez el tono fue menos indiferente.

– No, nadie -aseguró Alexander, meneando la cabeza-. Todos murieron. Igual que moriremos nosotros mañana. -Sonrió-. Mire bien el Vístula, teniente, porque cuando salga el sol se convertirá en su tumba. Disfrute de su último día en la Tierra. Dios ha hecho que sea especialmente hermoso.

– Entonces se alegrará de haberlo disfrutado con esa chica, ¿no? -preguntó Ouspenski, con una risita.

Alexander se puso en pie para volver a Lublin.

– Avisaré al general Konev de que alteramos la misión -dijo cuando llevaban diez kilómetros caminando-. Pero necesito su apoyo total, teniente.

– Estaré a su lado hasta el último de sus días, señor, para mi gran pesar.

Alexander logró convencer a Kenov de que le permitiera cruzar el Vístula cincuenta kilómetros más al sur. No le costó tanto como había pensado. Konev conocía perfectamente la situación de Dolny y sabía que las principales divisiones del Frente de Ucrania no habían llegado aún al Vístula, por lo que no le pareció mal probar un nuevo emplazamiento.

Cuando se preparaban para partir hacia el bosque, Ouspenski se pasó todo el tiempo quejándose mientras desmontaba la tienda de Alexander y reunía el material. Se quejó en el momento de subir al tanque y decirle a Telikov que subiera. Se quejó cuando vio que Alexander no subía sino que echaba a andar detrás del vehículo.

Alexander avanzó a pie detrás del tanque por el estrecho camino que atravesaba los campos y bordeaba la orilla del Vístula largo de cincuenta kilómetros. Cuando se dio la vuelta vio que un grupo de milicianos del NKGB armados hasta los dientes avanzaban obstinadamente detrás de él.

Levantaron el campamento tres veces, pescaron y devoraron las zanahorias y las patatas que habían traído de Lublin junto con los recuerdos de comida caliente y de polacas aún más calientes, cantaron canciones y se rasuraron hasta que no les quedó ni un solo pelo en el cuerpo, y se comportaron más como un grupo de Boy Scouts que como un grupo de presidiarios que avanzaban hacia un destino sin esperanza. Alexander cantaba más fuerte que nadie y estaba más contento que nadie y caminaba más deprisa que ninguno de sus hombres, con el viento a su favor.

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