Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana y Alexander: краткое содержание, описание и аннотация

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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– Adelante -dice Alexander.

Su mano se tensa en torno a las muñecas de Tatiana. T atiana emite un gemido apenas audible, pero Alexander lo oye.

– Tienes que soltarme -susurra Tatiana.

– Pensaba que ya sabías qué estabas haciendo mal.

– Y lo sé. Pero tienes que soltarme y tumbarte sobre la manta.

Alexander, con reticencia esta vez, obedece.

Tatiana se arrodilla entre sus piernas. En vez de inmovilizarle las manos, le baja los pantalones y se sienta a horcajadas sobre él mientras se sube la falda.

– Ahora… -murmura. Le inmoviliza las muñecas por encima de la cabeza y acerca la boca a su cara-. Adelante, soldado.

Alexander permanece inmóvil. Tatiana, en cambio, se mueve arriba y abajo.

– Adelante -murmura otra vez-. «A ver si puedes soltarte», eso decías…

Alexander emite un leve gemido. Tania lo besa.

– Marido mío… -dice con voz cantarina, siguiendo el ritmo de su corazón y de sus movimientos-. ¿Qué has dicho…?

– Nada.

– Y ahora dime, ¿quién manda?

Alexander cierra los ojos. Tatiana se rinde para recordarle que su sumisión (la fuente de todo el poder de Alexander) es un privile gio que le concede y no un derecho. Envuelto en ella, Alexander acepta su rendición como el elixir que necesita para seguir viviendo.

Después, Tatiana sigue sujetándole las muñecas y él sigue sin mover nada que no sea el corazón, que late a 160 pulsaciones por minuto para bombear el elixir de Tatiana a través de su cuerpo.

– Ya sé qué es lo que hacía mal -asegura Tatiana, sonriéndole y lamiéndole la mejilla-. Sabía que tenía que haber un modo de ganarte.

– Sólo tenías que preguntármelo. Yo te habría dicho cómo podías.

– ¿Y por qué iba a preguntártelo? Tenía que descubrirlo sola.

– Buen trabajo, Tatiana -murmura Alexander-. ¿Y hasta ahora no lo habías descubierto?

En medio de la noche, Alexander, todavía con la toalla sobre la frente, se despertó bruscamente al oír la voz borracha y susurrante de Ouspenski, que lo zarandeaba y le agarraba una mano para depositarla sobre algo cálido y suave. Alexander tardó un momento en reconocer la calidez y suavidad de un pecho, un pecho grande que estaba unido a un cuerpo de mujer, una mujer no del todo sobria y que arrodillada junto al catre le echaba a la cara un aliento alcoholizado y le decía unas palabras en polaco que sonaban así:

– Despierta, vaquero, has llegado al paraíso.

– Mañana le espera un castigo, teniente -dijo Alexander en ruso.

– Mañana me adorará como si fuera su dios. Ya está pagada.

Que lo pasen bien.

Ouspenski cerró los faldones de la tienda y desapareció.

Al sentarse y encender la lámpara de queroseno, Alexander se encontró frente a un juvenil, embriagado y no exento de atractivo rostro polaco. Estuvieron un minuto mirándose, él con incredulidad y ella con ebria afabilidad.

– Hablo ruso -dijo la chica, en ruso-. ¿Voy a tener problemas por haber venido?

– Sí -dijo Alexander-. Más vale que te marches.

– Pero tu amigo…

– No es mi amigo, es mi enemigo. Te ha traído para envenenarte. Tienes que marcharte cuanto antes.

La ayudó a incorporarse y vio sus pechos bamboleantes por la abertura del vestido. Alexander sólo llevaba puestos los calzoncillos. Captó la mirada de interés de la muchacha.

– Pero tú no tienes aspecto de veneno, soldado -dijo la chica. Tendió una mano hacia Alexander y añadió-: Ni tacto de veneno. Tranquilo, soldado -concluyó tras una pausa.

Alexander se apartó un poco, sólo un poco, y comenzó a ponerse los pantalones. Ella lo acarició para detenerlo. Alexander suspiró y le apartó la mano con delicadeza (¿o fue con reticencia?).

– ¿Cómo te llamas?

– Como tú quieras. ¿Tienes alguna novia por ahí? Se nota que la echas de menos. He visto a muchos soldados como tú.

– No me cabe duda.

– Después de estar conmigo siempre se sienten mejor. Así que no tengas miedo y acércate. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir? ¿Que te lo pases bien?

– Si -aceptó Alexander-. Eso es lo peor que puede ocurrir.

La chica extendió una mano y le enseñó un condón.

– Ven, no hay nada que temer.

– No tengo miedo -dijo Alexander.

– Vamos…

Alexander terminó de abrocharse el cinturón.

– Vamos, te acompañaré a tu casa.

– ¿Tienes un poco de chocolate? -dijo la chica con una sonrisa-. Te la chupo si me das chocolate.

Alexander meneó la cabeza, demorando la contemplación de sus pechos desnudos.

– Sí, tengo chocolate -dijo mientras le temblaba todo el cuerpo sobre todo el corazón-. Te lo puedes quedar todo. -Hizo una pausa-. Y no hace falta que me la chupes.

Por un instante, los ojos de la chica se volvieron más claros

– ¿De verdad?

– De verdad.

Alexander hurgó en su mochila y sacó unas chocolatinas envueltas en papel de aluminio.

La chica se metió las chocolatinas enteras en la boca y las engulló con voracidad. Alexander enarcó las cejas.

– Mejor el chocolate que yo -dijo en voz baja.

La chica se echó a reír.

– ¿De verdad quieres acompañarme a casa? -dijo-. ¿Piensas que las calles no son seguras para una chica como yo?

Alexander cogió la ametralladora.

– Exacto. Vamos.

Caminaron por las calles conquistadas de Lublin. A lo lejos se oían las risotadas, el sonido de unos vasos rotos, el rumor de la diversión. La chica agarró a Alexander del brazo. Era alta, pero el roce de sus blandas carnes femeninas desencadenó una cascada de sensaciones agridulces en Alexander.

Sintió una punzada en el abdomen, una pulsación acelerada en el corazón, una pulsación en otras partes del cuerpo. Oprimió el brazo de la chica, cerró los ojos un segundo y se imaginó aliviado y tranquilo. Abrió los ojos, se encogió de hombros y suspiró.

– Os dirigís al Vístula, ¿verdad? ¿Vais a Pulawy? -preguntó la chica.

Alexander no respondió.

– Sé que vais para allá. ¿Sabes una cosa? Dos divisiones soviéticas, una acorazada y la otra de infantería, mil hombres en total, lo intentaron y no volvió ninguno.

– No tenían que volver.

– No me escuchas. Tampoco avanzaron más. Todos terminaron en el río.

Alexander le dirigió una mirada pensativa.

– Tus compatriotas me importan una mierda -siguió la chica-, igual que los alemanes. Pero tú me has tratado con un poco de respeto y por eso voy a explicarte una ruta mejor.

Esta vez, Alexander la escuchó con atención.

– El recorrido que tenéis previsto os llevará directamente a la línea defendida por los alemanes. Son cientos de miles y os están esperando al otro lado del Vístula. Si os topáis con ellos moriréis todos, incluido tú. Acuérdate de lo poco que les costó entrar en Bielorrusia, que no les importaba una mierda.

Alexander quiso decirle que no les había sido tan fácil, pero se calló.

– El Vístula es el río más ancho de Polonia después del Óder, que forma frontera con Alemania y fluye prácticamente hasta Berlín. Si cruzáis el Vístula por el norte, cerca de Varsovia, ya no podréis seguir por muchos tanques y aviones que tengáis.

– Es que ni siquiera tenemos aviones -le explicó Alexander-. Y sólo un tanque.

– Tenéis que trasladaros cincuenta kilómetros más al sur y cruzar el río por el punto más estrecho. Donde te digo hay un puente, aunque estoy segura de que lo han minado…

– ¿Cómo lo sabes?

La chica sonrió.

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