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Paullina Simons: Tatiana y Alexander

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Paullina Simons Tatiana y Alexander

Tatiana y Alexander: краткое содержание, описание и аннотация

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución. Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Las gaviotas que cortaban el aire con sus chillidos también le resultaban familiares.

Pero la vista no le resultaba familiar.

Bajo la bruma matinal, las aguas del puerto de Nueva York eran como un cristal verdoso. Al fondo se veían rascacielos, y a la derecha, entre la omnipresente niebla, una estatua que enarbolaba una antorcha encendida.

Tatiana se sentó frente a la ventana y contempló fascinada los edificios que se alzaban al otro lado del agua. ¡Eran tan altos y tan bellos! La línea del horizonte estaba formada por innumerables torres y bloques que proclamaban el poder de la humanidad mortal sobre los cielos inmortales. Los pájaros que volaban en el aire, la quietud del agua, la grandiosidad de los rascacielos del otro lado del puerto y la verde superficie de la bahía abierta al Atlántico: eso fue lo que vio Tatiana, hasta que empezó a darle el sol en los ojos y tuvo que apartarse. El puerto se fue animando a medida que entraban barcazas y cargueros y toda clase de embarcaciones, haciendo sonar los silbatos y las sirenas en un clamor tan bullicioso que Tatiana estuvo a punto de cerrar la ventana. Pero no la cerró.

Siempre había querido ver el océano. Había visto el mar Negro y el Báltico y muchos lagos, entre ellos uno tan grande como el Ladoga, pero nunca el océano, y el Atlántico era precisamente el océano que había cruzado Alexander de pequeño, cuando zarpó de las costas estadounidenses entre los fuegos del Cuatro de Julio. ¿No faltaban pocos días para la celebración? A lo mejor podría ver los fuegos artificiales. Se lo preguntaría a Brenda, su enfermera, una mujer más bien antipática que le informaba de todo con brusquedad, cubriéndose media cara (y el corazón entero) con una mascarilla que la protegía de Tatiana.

– Sí -respondió Brenda a su pregunta-. Habrá fuegos artificiales. Faltan dos días para el Cuatro de Julio. No serán tan espectaculares como antes de la guerra, pero algo habrá. Pero ¿por qué le interesan los fuegos? ¿Lleva menos de una semana en Estados Unidos y ya me pregunta por eso? En lo que tiene que pensar es en recuperarse y proteger a su bebé de la infección. ¿Ha salido a pasear? Ya sabe que el médico le dijo que saliera de vez en cuando y que se tapara la cara para no toser sobre el niño y que no lo llevara en brazos para no fatigarse. ¿Ha salido? ¿Y ha desayunado?

Tatiana pensó que la enfermera hablaba siempre muy deprisa, como si no quisiera que ella la entendiera.

Pero ni siquiera la presencia de Brenda podía arruinarle el desayuno: huevos, jamón, tomates y café con leche (normal o deshidratada). Tatiana lo devoró sentada en la cama. Tenía que reconocer que la blandura del colchón, la suavidad de las sábanas y el grosor de la manta de lana eran comodidades tan básicas como el pan.

– ¿Podría traerme al niño? Tengo que darle de mamar.

Tatiana se notaba los pechos rebosantes.

Brenda subió la ventana de golpe.

– No vuelva a abrirla -le advirtió-. El niño podría resfriarse.

– ¿Resfriarse con la brisa veraniega? -respondió Tatiana, soltando una risita.

– Sí, por la humedad.

– Pero si acaba de decirme que me conviene salir…

– Una cosa es el aire del exterior y otra el del interior -contestó Brenda.

– El niño no tiene tuberculosis como yo -dijo Tatiana, y tosió audiblemente para añadir énfasis a sus palabras-. Tráigamelo, por favor.

Después de amamantar al niño, Tatiana se acercó otra vez a la ventana y se sentó en el alféizar con el bebé en brazos.

– Mira, Anthony -susurró al oído del niño en su lengua natal-, ¿Lo ves? ¿Ves el agua de la bahía? Es bonita, ¿verdad? Y al otro lado del puerto hay una ciudad muy grande, llena de gente, de calles y de parques. En cuanto esté mejor, subiremos a uno de esos transbordadores y daremos un paseo por Nueva York. ¿Verdad que te gustará, Anthony? -Tatiana acarició la carita del niño y contempló el horizonte-. A tu padre le encantaría -susurró.

Capítulo 3

Morozovo, 1943

Matthew Sayers se acercó a la cama de Alexander a la una de la madrugada y constató lo obvio:

– Sigue usted aquí. -Tras una pausa, añadió-: A lo mejor no vienen a buscarlo.

Como buen estadounidense, el doctor Sayers era un eterno optimista.

Alexander negó con la cabeza.

– ¿Ha guardado la medalla de Héroe de la Unión Soviética en la mochila de Tatiana? -fue todo lo que dijo. El médico asintió-. ¿La ha escondido bien, tal como le dije?

– La he escondido tan bien como he podido.

Esta vez fue Alexander el que asintió.

Sayers se sacó del bolsillo una jeringuilla, una ampolla y un frasquito de medicinas.

– Le hará falta esto.

– Lo que me hace falta es fumar. ¿Tiene tabaco?

Sayers sacó una pitillera repleta de cigarrillos.

– Ya están liados.

– Perfecto. Mechero ya tengo.

Sayers le enseñó una ampollita llena de un líquido incoloro.

– Le he traído 650 miligramos de solución de morfina. No la utilice de una sola vez.

– ¿Y por qué razón iba a hacerlo? Hace semanas que no me dan morfina.

– ¿Quién sabe? Podría necesitarla. Inyéctese 15 miligramos, 30 como máximo; 650 bastan para matar a dos hombres fornidos. ¿Ha visto administrarla alguna vez?

– Sí -respondió Alexander.

Entonces le vino a la mente la imagen de Tatiana con la jeringuilla en la mano.

– Muy bien. Como no podrá abrir una vía intravenosa, será mejor que se la inyecte en el estómago. También le he traído sulfamidas para combatir la infección. Y aquí tiene una botellita de ácido fénico: úselo para esterilizar la herida si se queda sin medicamentos. Y un rollo de vendas. Tendrá que cambiarse el apósito diariamente.

– Gracias, doctor.

Guardaron silencio durante un momento.

– ¿Tiene las granadas de mano?

– Una en la mochila y la otra en la bota -respondió Alexander, asintiendo con un gesto.

– ¿Y armas de fuego?

Alexander dio una palmadita a la funda de la pistola.

– Se lo quitarán todo.

– Tendrán que obligarme. No pienso entregarles nada.

El doctor Sayers le estrechó la mano.

– ¿Recuerda lo que le dije? -preguntó Alexander-. Pase lo que pase, no pierda esto. -Se quitó la gorra de oficial y se la dio al médico-. Redacte un certificado de defunción y a ella dígale que me vio muerto sobre el lago y que luego arrojó mi cadáver por un agujero del hielo. ¿Está claro?

– Le ayudaré en la medida que pueda -asintió Sayers-. Pero no me gusta lo que me pide.

– Ya lo sé.

Sus rostros se ensombrecieron.

– Comandante… ¿qué hago si realmente lo encuentro muerto en el hielo?

Alexander había pensado en ello.

– Redacte mi certificado de defunción y sepúlteme en el Ladoga. Persígneme antes de arrojarme al lago. -Se estremeció un momento-. Y no se olvide de darle mi gorra a Tatiana.

– Chernenko anda siempre rondando el jeep -dijo Sayers.

– Sí. No los dejará marcharse sin él, téngalo por seguro. Tendrá que llevárselo con usted.

– No quiero llevármelo.

– Quiere salvarla a ella, ¿no? Si Chernenko no los acompaña, Tatiana no tiene ninguna oportunidad. Así que deje de dar vueltas a algo que no tiene remedio. Limítese a vigilarlo, sin confiar en él en ningún momento.

– ¿Y qué voy a hacer con él en Helsinki?

– En eso no le puedo aconsejar -respondió Alexander, con una pequeña sonrisa-. Simplemente… no haga nada que pueda ponerlo en peligro a usted o poner en peligro a Tatiana.

– Claro que no.

– Tiene que actuar con cautela, con valentía y discreción -añadió Alexander-. Llévesela tan pronto como pueda. ¿Ha avisado a Stepanov de que se marcha?

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