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Paullina Simons: Tatiana y Alexander

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Paullina Simons Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución. Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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En cuanto salió al pasillo, los dos agentes lo agarraron y lo obligaron a salir a la calle y a subir al coche que aguardaba junto a laacera.

En la Casa Grande le dieron una paliza y luego lo enviaron a lacárcel de Kresti. Alexander no se hacía muchas ilusiones sobre su destino. No podían acusarlo de nada, pero sabía que su inocencia o culpabilidad eran lo de menos. Además, tal vez no era tan inocente. Después de todo, era estadounidense y se llamaba Alexander Barrington. Ése era su delito. Lo demás eran detalles superfluos.

Fueran quienes fueran los que acudieran a buscarlo aquella noche a la sala de convalecencia del hospital militar, procurarían no armar ningún jaleo. Alexander suponía que el pretexto que se habían buscado (llevarlo a Voljov para ascenderlo a teniente coronel) bastaría para contentar a los apparatchik. Sin embargo, estaba decidido a no llegar a Voljov, donde debían «juzgarlo» y ejecutarlo. En Morozovo, rodeado de novatos, tenía más posibilidades de sobrevivir.

Según el artículo 58 del Código Penal soviético de 1928, Alexander no era un delincuente político. El Código se subdividía en 14 capítulos y utilizaba definiciones muy vagas. Daba igual que Alexander fuera o no estadounidense, que fuera o no prófugo de la justicia, que fuera o no agente extranjero, espía o pacifista e incluso que hubiera cometido o no un acto delictivo, ya que la mera intención de traicionar al Estado equivalía a un acto de traición y estaba sujeta a una severa pena. El gobierno soviético se enorgullecía de esta muestra de superioridad sobre las legislaciones occidentales, que esperaban ridículamente a que los delitos se llevaran a la práctica antes de aplicar el castigo pertinente.

Cualquier acto, efectivo o en grado de intención, contrario al Estado o a la estructura militar de la Unión Soviética estaba penado con la muerte. Y no sólo los actos. También la inacción se consideraba contrarrevolucionaria.

En cuanto a Tatiana, no viviría mucho tiempo si se quedaba en la Unión Soviética. Si Alexander y Dimitri hubiesen huido a Estados Unidos tal como tenían planeado, ella habría pasado a ser la esposa de un desertor del Ejército Rojo. Si él hubiera muerto en el frente, ella, viuda y huérfana, habría tenido pocas posibilidades de sobrevivir. Y si Dimitri denunciaba a Alexander al NKVD, como realmente había hecho, Tatiana se convertía en la única pariente viva de Alexander Barrington, la esposa rusa de un «espía» estadounidense, un enemigo de clase o, como se decía por entonces, un enemigo del pueblo. Ésas eran las únicas posibilidades de futuro que se abrían ante Alexander y la infortunada muchacha que se había casado con él.

«Cuando Mejlis me pregunte quién soy, ¿agacharé la cabeza y diré "Alexander Barrington" sin pensar en el pasado?»

¿Podría hacerlo? ¿No pensaría en el pasado?

Alexander no se veía capaz.

La llegada a Moscú, 1930

A los once años, Alexander entró con sus padres en una habitación pequeña y fría y sintió náuseas en cuanto traspasó el umbral.

– ¿Qué es ese olor, mamá? -preguntó.

La habitación estaba a oscuras y Alexander no veía bien qué había en su interior. Cuando su padre encendió la luz, siguió sin ver apenas nada porque la bombilla estaba sucia y amarillenta. Alexander se tapó la nariz y volvió a preguntar qué era aquel olor. Su madre no dijo nada; se quitó el sombrerito y el abrigo, pero al sentir frío se los volvió a poner y encendió un cigarrillo.

El padre de Alexander recorrió la habitación con pasos viriles, palpando la cómoda, la mesa de madera y los visillos polvorientos.

– No está mal -concluyó-. Estaremos muy cómodos. Alexander, tú tendrás una habitación para ti solo y tu madre y yo nos quedaremos en ésta. Ven, voy a enseñarte tu dormitorio.

Alexander le dio la mano y salió detrás de él.

– Pero huele raro, papá…

– No te preocupes. -Harold sonrió-. Tu madre lo limpiará todo. Además, no pasa nada. Es sólo que… aquí vivían muchas personas. -Oprimió la mano del niño-. Es el olor a comunismo, hijo.

Ya era de noche cuando los llevaron por fin a la residencia. Alexander imaginó que no quedaba lejos del centro, pero no habría podido decirlo con seguridad. Habían llegado a Moscú al amanecer, después de viajar dieciséis horas en tren desde Praga. Antes habían viajado otras veinte horas desde París, donde habían tenido que aguardar dos días a que les dieran los documentos, los permisos o los billetes de tren, no sabía muy bien qué. Pero le había gustado París. Los adultos estaban muy atareados y le hacían poco caso, y él se entretenía leyendo su libro favorito, Las aventuras de Tom Sawyer. Cada vez que quería olvidarse de los mayores, abría el libro y se sentía mejor. Claro que luego su madre intentaba explicarle por qué había discutido con su padre, y Alexander tenía ganas de decirle que hiciera caso a papá y no le fuera a él con historias.

Alexander no quería escuchar las explicaciones de su madre.

Pero esta vez sí: esta vez quería una explicación.

– ¿Olor a comunismo, papá? ¿Y eso qué puñetas es?

– ¡Alexander! -protestó Harold-. ¿Dónde has aprendido a hablar así? Tu madre y yo no usamos estas palabrotas.

A Alexander no le gustaba criticar a su padre, pero tuvo ganas de recordarle que cuando discutían, Jane y él soltaban palabrotas como aquélla y otras aún peores. Su padre se comportaba como si no estuvieran en la habitación de al lado, o justo delante de su hijo. En Barrington, el dormitorio de sus padres estaba al final del pasillo, en el piso de arriba, a bastante distancia de su cuarto, y nunca oyó ni una palabra. Y así debía ser.

– Por favor, papá -insistió-, ¿qué olor es ése?

– Son los retretes, Alexander -respondió su padre, incómodo.

– ¿Y dónde están? -preguntó Alexander, paseando la mirada por el dormitorio.

– Aquí no. Están cerca, en el pasillo. -Harold sonrió-. Míralo por el lado bueno: no tendrás que ir muy lejos si te despiertas en medio de la noche.

Alexander soltó la mochila y se quitó el abrigo. Le daba igual que hiciera frío. No pensaba dormir con el abrigo puesto.

– Papá -dijo, respirando por la boca para contener las náuseas-. ¿No sabes que nunca me despierto en medio de la noche? Tengo un sueño muy profundo.

En la habitación había un camastro cubierto con una mantita de lana. Cuando se fue Harold, Alexander se asomó a la ventana para ver qué había fuera. Hacía mucho frío en Moscú. Era diciembre y la temperatura era de varios grados bajo cero. Al asomarse a la calle desde el segundo piso, Alexander vio que en el suelo de uno de los portales dormían cinco personas. Dejó la ventana abierta. Hacía frío pero no le importaba. Prefería que se ventilara la habitación.

Salió al pasillo pero no pudo entrar en el baño y optó por bajar a la calle. Al volver se desvistió y se metió en la cama. El día había sido largo y Alexander sólo tardó unos segundos en dormirse, pero tuvo tiempo de preguntarse si también existiría el olor a capitalismo.

Capítulo 2

La llegada a la isla de Ellis, 1943

Tatiana se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Ya había amanecido y la enfermera no tardaría en traerle al niño para que le diera de mamar. Apartó los visillos, quitó el pestillo y trató de levantar la ventana, pero no pudo moverla porque se había secado un poco de pintura blanca entre el marco y la pared. Tiró más fuerte para desengancharla, la subió del todo y asomó la cabeza al exterior. El aire era agradable y olía a agua salada.

Agua salada. Tatiana respiró hondo y sonrió. Le gustaba aquel olor. Era distinto de los demás olores que le resultaban familiares.

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