Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Alexander sonrió.

Habían llegado a Moscú el invierno anterior, y tres meses después de su llegada se daban cuenta de que para conseguir cualquier cosa que necesitaran -desde un saquito de harina de trigo o de centeno hasta unas bombillas- tenían que comprársela a los vendedores clandestinos que merodeaban por los alrededores de las estaciones para colocar la fruta o el jamón que escondían bajo los abrigos de pieles. No había muchos y los precios eran exorbitantes. Harold estaba en contra de la venta clandestina y se conformaba con el escaso pan negro del racionamiento, el borscht sin carne y las patatas sin mantequilla pero con abundante aceite de linaza… que hasta entonces habían pensado que servía solamente para desleír pintura, fabricar linóleo o barnizar madera.

– No estamos en situación de malgastar en el estraperlo -decía-. Podemos aguantar un invierno sin fruta; ya habrá el año próximo. No andamos sobrados. ¿De dónde vamos a sacar el dinero para pagar los productos clandestinos?

Jane callaba y Alexander se encogía de hombros sin saber qué contestar, pero por la noche, cuando el padre ya dormía, Jane entraba de puntillas en la habitación de su hijo y entre susurros le decía que a la mañana siguiente se comprara unas naranjas para prevenir el escorbuto, o jamón para combatir la distrofia muscular, o un poco de leche, que escaseaba y no solía ser muy fresca.

– Escúchame bien, Alexander. Te he puesto unos dólares en el bolsillo interior de la cartera del colegio, ¿me has entendido?

– Muy bien, mamá. ¿De dónde los has sacado?

– No te preocupes por eso, hijo. Traje un poco de dinero extra, por si acaso. -Jane se acercaba en la oscuridad a la cabecera de la

cama y le daba un beso en la frente-. Las cosas no pueden cambiar de la noche a la mañana. ¿Sabes cómo está la situación en Estados Unidos? Depresión económica, pobreza, paro… son tiempos duros en todas partes. Pero nosotros vivimos de acuerdo con nuestros principios, participamos en la construcción de un nuevo orden que no se basa en la explotación sino en la fraternidad y en la cooperación mutua.

– ¿Con unos dólares extra por si acaso? -susurraba Alexander.

– Con unos dólares extra por si acaso -reconocía Jane, tomándole la cara entre las manos-. Pero no se lo digas a tu padre, porque se sentiría traicionado y se enfadaría.

– No le diré nada.

Al invierno siguiente, Alexander ya tenía doce años y en Moscú seguía sin haber fruta. Y el frío era tan terrible como el año anterior, y la única diferencia entre el invierno de 1931 y el invierno de 1930 era que los vendedores clandestinos que merodeaban junto a las estaciones habían desaparecido. A todos les habían caído diez años en Siberia por sus actividades contrarrevolucionarias y antiproletarias.

Capítulo 4

La vida en la isla de Ellis, 1943

Tatiana, aprovechando que tenía poca cosa que hacer aparte de guardar cama y recuperarse, decidió leer para mejorar sus nociones del idioma. En la pequeña pero bien surtida biblioteca de Ellis había libros en inglés donados por enfermeros, médicos y otros benefactores, además de algunas obras en ruso, de Mayakovski, Gorki, Tolstoi…! Tatiana se llevaba los libros a la habitación pero le costaba concentrarse leyendo en inglés, y cuando no se concentraba le venían a la mente escenas de hielo y sangre, mezcladas con imágenes de aviones y bombas, de mujeres que tejían y cosían, de madres mirando atónitas las bolsas que contenían los restos mortales de sus hijos, de hermanas muertas de hambre y frío y arrojadas a una pila de cadáveres, de hermanos que desaparecían en el incendio de un tren, de padres que acababan carbonizados, de abuelos que fallecían con los pulmones infectados y de abuelas que morían de pena. Una superficie blanca, un charco de sangre, un pelo negro y ensortijado, una gorra de oficial caída sobre el hielo… las imágenes eran tan vividas que Tatiana no tenía más remedio que levantarse, salir tambaleándose de la habitación para vomitar en el baño común y a la vuelta esforzarse en seguir practicando hasta leer en inglés con la concentración necesaria para no verse arrastrada a aquel lugar donde su corazón no podía evitar agitarse desbocado en el agujero abierto en medio de su pecho, un agujero hueco y muy parecido al miedo que le inundaba todo el cuerpo en cuanto cerraba los ojos.

Entonces sacaba a Anthony de la cuna y se lo ponía en el regazo para consolarse con su cercanía. Sin embargo, ni el dulce olor de la piel del niño ni la suavidad de su pelo oscuro podían evitar que la mente de Tatiana comenzara a divagar otra vez. Si al menos…

A pesar de todo, le gustaba sentir el olor de su bebé. Le gustaba desvestirlo cuando no hacía frío y acariciar su cuerpecito rosado y gordezuelo. Le gustaba olisquear su pelo y su cuello y el aroma lechoso de su aliento. Le gustaba tumbarlo boca abajo y acariciarle la espalda y las piernas y los largos piececitos y husmearle la nuca. El niño dormía plácidamente, ajeno a las caricias y los olisqueos de su madre.

– ¿Ese niño se despierta alguna vez? -le preguntó un día el doctor Edward Ludlow.

– Es como león -respondió Tatiana en su inglés balbuceante-. Duerme veinte horas al día y de noche se despierta para cazar.

– Parece que estás mejor. -Edward sonrió-. Ya bromeas.

Tatiana le dedicó una débil sonrisa. El doctor Ludlow era un hombre delgado y elegante que nunca alzaba la voz ni agitaba las manos. Su mirada, su forma de hablar y sus movimientos transmitían serenidad. Sabía qué expresión adoptar junto al lecho del enfermo, un conocimiento esencial para ser un buen médico. Andaba por la treintena y tenía un porte tan erguido que Tatiana estaba convencida de que había sido militar. La seriedad de sus ojos le inspiraba confianza.

Un mes atrás, cuando Tatiana había llegado al puerto de Nueva York, el doctor Ludlow la había asistido en el parto. Ahora pasaba todos los días a preguntarle cómo se encontraba, aunque Tatiana sabía por Brenda que el doctor sólo trabajaba dos días a la semana en Ellis.

– Es casi la hora de comer -añadió Edward después de mirar el reloj-. Si te encuentras bien, ¿te apetece dar un paseo hasta la cafetería? Anda, ponte la bata.

– No, no.

A Tatiana no le gustaba salir de la habitación.

– Sí, mujer. Vamos.

– ¿Y la tuberculosis?

– Ponte la mascarilla para salir al vestíbulo -respondió el médico, agitando la mano con un gesto de despreocupación.

Tatiana obedeció sin muchas ganas. Se sentaron a una de las mesas rectangulares que flanqueaban las altas ventanas del comedor.

– Hay poca cosa -observó Edward, contemplando la bandeja-. He cogido un poco de carne. Ten, pruébala tú también.

Cortó la hamburguesa y puso la mitad en el plato de Tatiana.

– Gracias, pero mira todo lo que tengo yo -dijo Tatiana-. Pan blanco, margarina, patatas, arroz y maíz. Un montón de cosas.

Está sentada en la oscuridad y delante de ella hay un plato y en el plato hay una rebanada de pan negro gruesa como una baraja de cartas. El pan lleva aserrín y restos de cartón. Tatiana coge un cuchillo y un tenedor y corta lentamente la rebanada en cuatro trozos. Se lleva uno a la boca, lo mastica lentamente, lo hace bajar con dificultad por su garganta reseca, coge otro trozo y luego otro y por úl timo el cuarto. Con éste se demora especialmente porque sabe que en cuanto haya desaparecido, no habrá más comida hasta la mañana siguiente. Le gustaría tener la fuerza necesaria para guardarse la mitad del pan hasta la cena, pero no puede. Cuando levanta la vista, ve a su hermana Dasha mirándola fijamente. El plato de Dasha hace rato que está vacío.

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