John Updike - El Centauro

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Centauro es un texto diáfano para el lector, sin zonas que para ser transitadas requieran de su complicidad, servido una vez más por la voluntad de estilo puntilloso que personaliza la prosa de Updike. Si los personajes casi nunca logran hacernos olvidar la firmeza y la elegancia formales que los especifican, es decir, la riqueza del verbo aplicado a sus vidas ficticias, se debe en gran medida a que expresamente son deudores de la leyenda mitológica que Updike quiso insertar en la historia contemporánea, con lo cual en su composición tiene más peso lo arquetípico que lo propiamente substantivo de las criaturas humanas susceptibles de desenvolverse libres de vínculos o afinidades prefijadas.
Por lo tanto, no alimento la menor duda acerca del valor de Centauro como una obra que al mismo tiempo que ejemplifica con fidelidad las maneras narrativas de John Updike -las virtudes y las servidumbres del Updike de la primera etapa-, se aparta un buen trecho del camino real que a lo largo de una cuarentena de títulos le llevarían a erigirse en el novelista por excelencia de la domesticidad norteamericana, el que con mayor profundidad ha analizado los conflictos y evolución de la pareja liberal, esto es, de la familia, y la transformación de sus esquemas sociales y morales al ritmo de los acontecimientos históricos que a su vez han modificado la sociedad desde el ya lejano mandato de Kennedy al de Bush.
Updike no ha vuelto a servirse de la mitología griega como soporte, quizá porque ha sido precisamente él, junto con Saul Bellow, quien de manera convincente ha creado una simbología no codificada del individuo moderno en una sociedad lastrada por la violencia, la dureza y el vacío espiritual, que lo perturba. En tanto que cronista veraz de esa confrontación trascendental, molesta e inquietante, John Updike es soberbio y, aunque sólo fuera por eso, habría que leer sus obras de ficción con interés y respeto.
De la Introducción de Robert Saladrigas

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– ¿Dónde está mi padre? -pregunté.

– No lo sé, Peter -dijo ella-. ¿Qué prefieres: cereales, arroz, o un huevo?

– Arroz.

Un reloj ovalado de color marfil que estaba debajo de los armarios lacados señalaba las 11.10.

– ¿Y el instituto? -pregunté.

– ¿Has mirado fuera?

– Más o menos. Ha parado de nevar.

– La radio ha dicho que hay más de treinta centímetros. Hoy no abrirá ningún colegio en todo el condado. Han cerrado incluso las escuelas parroquiales de Alton.

– Pues no sé si podrán entrenarse los nadadores esta noche.

– Seguro que no. Debes de morirte de ganas de ir a casa.

– Supongo que sí. Parece que haga una eternidad que no estoy allí.

– Esta mañana tu padre nos ha hecho reír muchísimo contándonos vuestras aventuras. ¿Agrego un plátano al arroz?

– Estupendo, sí, ponga uno si tiene.

Sin duda, ésa era la diferencia entre las casas de Olinger y la mía; ellos siempre tenían plátanos a mano. En Firetown, las raras veces que mi padre compraba acababan pudriéndose porque nadie sabía dónde estaban. El plátano que la señora Hummel puso junto a mi escudilla de arroz era perfecto. Su piel dorada estaba regularmente moteada de puntitos, como los que salen en los anuncios de las revistas impresas a cuatro colores. Lo corté en pedacitos con mi cuchara, y cada uno de ellos mostraba esa estrellita ideal de semillas en el centro.

– ¿Tomas café?

– Trato de hacerlo cada mañana, pero siempre se me hace tarde. Siento estar causándole tantas molestias.

– Calla. Hablas igual que tu padre.

Estas palabras, que provenían de una intimidad que yo no había creado, me evocaron una curiosa sensación de pasado referida a un momento de hacía muy pocas horas, el momento en que, mientras yo dormía a pierna suelta en la cama de mi tía abuela Hannah, ellos oían la radio y mi padre contaba sus aventuras. Me pregunté si también se hallaba presente el señor Hummel; me pregunté qué acontecimiento había derramado por la casa aquella estela de luminosidad pacífica y reconciliada. Luego, me envalentoné lo suficiente para preguntar:

– ¿Dónde está el señor Hummel?

– Ha salido con el camión. El pobre Al lleva levantado desde las cinco de la mañana. Tiene un contrato con el ayuntamiento para ayudar a limpiar las calles después de las tormentas.

– ¡Ah! Me gustaría saber cómo ha quedado nuestro pobre coche. Ayer noche lo abandonamos al pie de Coughdrop Hill.

– Ya me lo ha dicho tu padre. Cuando Al regrese os llevará hasta allí en el camión.

– Qué bueno está este arroz.

Ella se volvió sorprendida desde el fregadero y le sonrió.

– Pero si no es más que el corriente, el que viene en la caja.

En su cocina la señora Hummel parecía hablar con una entonación más holandesa que de ordinario. Yo la había relacionado siempre con lo moderno, con Nueva York y todo eso: siempre que estaba entre los demás profesores destacaba muchísimo. A veces hasta llevaba rimmel. Pero en su casa, era una mujer de este condado.

– ¿Le gustó el partido de anoche? -le pregunté.

Me sentía incómodamente forzado a darle conversación. La ausencia de mi padre constituía un desafío en el que yo tenía que poner en práctica mis nociones de lo que era un comportamiento de persona civilizada. En su presencia jamás tenía oportunidad de demostrar que lo era. Estuve todo el rato tirando hacia abajo de las mangas de mi camisa para evitar que asomaran las manchas de la piel. La señora Hummel puso a mi lado un par de relucientes tostadas y un montoncito de ambarina jalea de manzana silvestre en una bandejita negra.

– No le presté mucha atención -dijo ella riendo al recordar la situación-. Cómo me hizo reír el reverendo March. Es un chiquillo y un viejo al mismo tiempo, y nunca sabes con certeza con cuál de los dos estás hablando.

– Ganó algunas medallas, ¿no?

– Imagino que sí. Hizo toda la campaña de Italia.

– Me parece muy interesante que después de todo aquello pudiera regresar al ministerio.

Las cejas de la señora Hummel se arquearon. ¿Se las depilaba? Viéndolas de cerca me pareció que no. Sus finos perfiles eran naturales.

– Creo que fue acertado de su parte, ¿verdad?

– Oh, desde luego. Después de haber visto tantos horrores…

– Claro que dicen que incluso en la Biblia hay guerras.

Aunque no sabía qué era lo que la señora Hummel quería, yo me reí, y mi risa pareció gustarle.

– Y -me preguntó entonces-, ¿prestaste mucha atención al partido? Me parece que te vi sentado junto a la chica de los Fogleman.

Al oír esto me encogí:

– Tenía que sentarme al lado de alguien.

– Pues vigila, Peter, esa chica está al acecho.

– No soy una presa muy interesante.

La señora Hummel levantó un dedo juguetonamente, al estilo campesino:

– Prometes, muchacho, prometes.

Su actitud y su forma de hablar se parecían tanto a lo que yo había visto frecuentemente en mi abuelo que me sonrojé como si me hubiera dado la bendición. Extendí la brillante jalea sobre mi tostada y ella continuó arreglando la casa.

Las dos horas que siguieron fueron completamente diferentes a todas las que había vivido hasta entonces. Compartí una casa con una mujer, una mujer con experiencia, con tanta experiencia que me resultaba imposible calcular su edad, que debía de ser al menos el doble de la mía. Una mujer famosísima; en los bajos mundos estudiantiles circulaban como monedas sucias las leyendas sobre su vida amorosa. Una mujer madura y llena de autoridad, cuya presencia se colaba por todos los rincones de la casa. La presencia de su tacto en el termostato avivó el fuego de mi horno. Toda mi atención se concentraba en el piso de arriba; estaba pasando la aspiradora, cuyo zumbido llegaba ronco y penetrante. De vez en cuando se reía sola o hacía gemir un mueble al arrastrarlo a un lado; los ruidos que hacía revoloteaban por la escalera como los cantos de un pájaro que permanece invisible en las ramas más altas de un árbol. Desde todos los rincones de la casa, desde cada una de sus sombras y curvas de brillante madera me llegaban insinuaciones de Vera Hummel. Ella era un brillo de un espejo, un poquito de brisa que movía las cortinas, una mota de polen en el brazo del sillón en el que yo había echado raíces.

Me quedé apoltronado en la oscura salita leyendo uno tras otro los ejemplares del Reader's Digest que había en una estantería barnizada. Leí hasta que tanta lectura ininterrumpida acabó por darme náuseas. Descubrí con gran interés dos artículos que aparecían el uno después del otro en el índice de un número: «¿Curación milagrosa para el cáncer?» y «Diez pruebas de la existencia de Dios», y los leí ávidamente aunque sólo para quedar decepcionado, o más que decepcionado, abrumado, porque aquel toque de esperanza despertó unos temores que durante algún tiempo habían estado dormidos. Los demonios del pánico inyectaron su hierro en mi sangre. Tras escuchar la ruidosa cháchara y las pretensiones enciclopédicas de aquellas pulcras columnas, era evidente que no había pruebas, que no existía ningún método de curación. Aterrado por las palabras, experimenté una ansiosa necesidad de cosas y, del centro del tapete de encaje que había en la mesita que estaba junto a mi codo, cogí y apreté en mi mano una figurita de porcelana que representaba un sonriente duendecillo con unas gordezuelas alas pintadas con lunares. En la alfombrada escalera sonaron los pasos rápidos de las zapatillas azules y la señora Hummel preparó la comida para los dos. La cocina era tan luminosa que yo temía que me viera las manchas. Pensé que quizás era de buena educación decir que ya me iba, pero no tenía fuerzas para abandonar esa casa, me sentía hasta incapaz de mirar por la ventana. Además, ¿adónde iba a ir si salía? ¿A quién iría a buscar, y por qué? La misteriosa ausencia de mi padre me parecía permanente. Yo estaba perdido. La mujer me hablaba con palabras triviales que, sin embargo, me hicieron soportable mi horror. Y por fin logré surgir sobre la superficie brillante de la mesa que mediaba entre los dos, y la hice reír. Se había quitado el pañuelo y ahora llevaba el pelo peinado con una cola de caballo. Mientras la ayudaba a limpiar la mesa y dejar los platos en el fregadero, nuestros cuerpos se rozaron un par de veces. Y así, medio hundido en el temor pero también vivo y aligerado por el amor, pasé aquellas dos horas.

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