Tracy Chevalier - La dama y el unicornio

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Siendo quinceañera, Tracy Chevalier vio por vez primera un unicornio y a partir de ese momento quedó fascinada por el animal. Con veinte años viajó a París y allí visitó el Museo de la Edad Media, donde pudo deleitarse ante los hermosos tapices, restaurados, de La dama y el unicornio, que habían sido tejidos presumiblemente en el siglo XV.
Los tapices habían viajado mucho desde que fueron exhibidos por vez primera en el palacio de Jean le Viste, que fue quien los encargó.
Perdidos en el tiempo, fueron redescubiertos en 1841 por el escritor Próspero Mérimeé, inspector de monumentos históricos. La gran escritora George Sand, se convirtió en su defensora y escribió artículos de prensa y alguna novela sobre ellos.
Entre 1490 y 1492 se encargó la confección de 6 tapices cuyo diseño se pudo realizar en París, pero cuya ejecución es de un taller de Flandes, probablemente de Aubusson, Bruselas o sus alrededores. Los tapices, que se conservan en la actualidad en el Museo de la Edad Media de París, están confeccionados con seda y lana tintada y representan los sentidos: el gusto, el tacto, el oído, el olfato, la vista más otro en el que aparece la leyenda `A mon seul desir` (Mi único deseo). En todos ellos aparecen escenas en las que alguna mujer se relaciona con un unicornio además de estar presente un león y con un fondo muy florido de vegetación y animales menores.
Tracy Chevalier viaja en el tiempo y retrata el momento de la creación de la obra de arte a través de la historia de un amor imposible por la que desfilan los hombres que dieron vida a los tapices y las mujeres que les influyeron.
Además del atractivo de la trama, se debe destacar cómo se explica el proceso de creación del tapiz: encargo del cliente, diseño de los dibujos, negociación de precios, plazos y materiales, creación de los cartones a partir de los dibujos, confección del tapiz en el taller por el maestro y los aprendices en el contexto del gremio medieval.

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Nicolas pareció complacido. Léon no prodigaba los cumplidos.

– Lo que veo -dije- son dibujos hechos por una persona que no sabe nada de tapices. Habrá que realizar muchos cambios.

Léon habló amablemente por encima de las palabras que farfullaba Nicolas.

– Quizá algunos cambios hagan el encargo más atractivo.

Dudé. Las condiciones eran tan malas que no estaba seguro de poder regatear. Un trabajo así podía arruinarnos.

– ¿Qué tal prescindir del hilo de oro? -sugirió Philippe-. La dama no es realeza, ni tampoco es la Virgen, aunque junto con el unicornio nos recuerde a Nuestra Señora y a Su Hijo. Sus vestiduras no tienen que ser doradas.

Lo miré enfadado. Hablaba ahora, cuando no quería que lo hiciera. Era yo quien tenla que regatear, no él. De todos modos, quizá tuviera razón.

– Si -dije-. El hilo dorado es costoso y difícil de usar. Tejer con él lleva más tiempo.

Léon se encogió de hombros.

– Prescindamos del hilo dorado. ¿Qué se ahorra con eso?

– Y del ensamblado -añadí-. No es una técnica fácil entretejer colores, y el trabajo lleva más tiempo, aunque el resultado sea más delicado al final. Si no ensamblamos los colores y nos limitamos a coserlos, ahorraremos algún tiempo. Si monseigneur Le Viste quiere lo mejor, tendrá que pagar más o darnos más tiempo.

– No hay más tiempo -dijo Léon-. Quiere disponer de los tapices en la Pascua de 1492, para un acontecimiento importante. Y no es una persona paciente; nunca aceptaría tus pobres excusas.

– En ese caso ni hilo de oro ni colores ensamblados. La elección es vuestra.

Observé a Léon mientras pensaba. Tiene un rostro hermético que no revela nada. Por eso es tan bueno para el trabajo que hace: esconde sus pensamientos hasta que lo tiene todo claro, y cuando habla es difícil disentir.

– De acuerdo -dijo.

– Todavía no he aceptado el encargo -dije-. Hay más cosas que discutir. Philippe, lleva los diseños al taller junto con Nicolas. Me reuniré después con vosotros. Aliénor, ve a ayudar a tu madre a coser el dobladillo.

Aliénor puso mala cara. Le gusta escuchar los regateos.

– Ve con tu madre -repetí.

Solos en la habitación Léon y yo, serví más cerveza y nos sentamos a beber. Ahora que no teníamos a nadie pendiente de nuestras palabras, podía pensar seriamente en la oferta de Léon.

Aquella noche fui a pasear con Christine por la Grand-Place. A la entrada nos paramos a admirar el ayuntamiento, con su torre tan esbelta. A Georges le Jeune y a Luc les gusta subir hasta lo más alto para disfrutar con la vista. Durante toda mi vida han estado construyendo ese edificio, pero todavía me sorprende cuando lo veo. Hace que me sienta orgulloso de vivir en Bruselas, por mucho desdén con que nos mire Nicolas des Innocents.

Pasamos por delante de las casas de los gremios que flanquean la plaza: los sastres, los pintores, los panaderos, los cereros y los carpinteros; los arqueros, los barqueros. Había movimiento en las casas, aunque fuese de noche. Los negocios no se detienen cuando se va la luz. Saludamos con inclinaciones de cabeza y sonrisas a vecinos y amigos, y nos detuvimos delante de L'Arbre d'Or, que alberga al gremio de los tejedores. Varios lissiers me rodearon para preguntarme por la visita de Léon le Vieux, los dibujos, las condiciones y el porqué de que le hubiera acompañado Nicolas des Innocents. Esquivé sus preguntas como un rapaz que juega a tú la llevas.

Al cabo de un rato seguimos adelante: a Christine le apetecía ver la catedral de San Miguel y Santa Gúdula al atardecer. Mientras caminábamos por la rue de la Montagne mi mujer dijo lo que yo sabia que llevaba queriendo decir toda la tarde.

– Deberías haber permitido que Georges le Jeune asistiera a tus tratos con Léon.

Otra esposa podría haberlo formulado como una tímida pregunta. La mía no: dice lo que piensa. Al ver que no le contestaba siguió hablando.

– Georges le Jeune es un buen chico y un buen tejedor. Le has enseñado bien. Pero si ha de sucederte en el taller, también necesita estar al tanto del asunto del dinero: el regateo, las condiciones aceptadas. ¿Por qué lo mantienes al margen?

Me encogí de hombros.

– Todavía seguiré siendo el lissier durante mucho tiempo. No hay prisa.

Christine torció el gesto.

– Georges, el pelo se te está volviendo gris. Tu hijo ya es un hombre y podría casarse si quisiera. Un día el taller será suyo. ¿Quieres que vaya a la ruina y que destruya todo lo que has construido? Has de…

– Ya está bien, Christine -nunca he pegado a mi mujer, aunque sé de algunos maridos que lo habrían hecho si fuera la suya.

Christine no añadió una palabra más. Pensaría en lo que me había dicho: no me quedaba otro remedio, porque sin duda volvería a plantearlo. Algunos hombres no escuchan a sus mujeres, pero yo a ella sí. Sería un estúpido si no lo hiciera: Christine se crió como hija de tejedor cerca de Notre Dame du Sablon, y sabe casi tanto como yo sobre la manera de llevar un taller.

Caminamos en silencio hasta que las torres gemelas de la catedral se recortaron ante nosotros en la oscuridad creciente.

– ¿Qué tal se entendieron Bruselas y París acerca de los dibujos? -pregunté para disminuir la tensión.

Christine resopló.

– Ese Nicolas des Innocents tiene muy buena opinión de sí mismo. Philippe se las vio y se las deseó para convencerlo de que habrá que hacer algunos cambios. Tuve que intervenir una o dos veces: Philippe es un buen zagal, pero no está a la altura de un gallito de Paris.

Reí entre dientes.

– He de irme. Me están esperando en Le Vieux Chien para celebrar la terminación del tapiz.

Attends , Georges -dijo Christine-. ¿Qué habéis decidido, Léon le Vieux y tú? ¿Has aceptado el encargo?

Pegué una patada a un trozo de boñiga.

– No he dicho que sí, pero tampoco he dicho que no. Quizá no tenga elección, debido al problema con las calzas verdes. León podría ir a la familia Borbón y decir que he copiado su dibujo.

– No lo has copiado, sólo has tomado prestado un detalle. El Gremio te apoyará -se detuvo en seco, la falda balanceándose-. Dime, ¿vamos a hacer esos tapices, sí o no?

No deberíamos. Toda mi experiencia como lissier me decía que no: poco dinero, trabajo excesivo para el taller, pérdida de otros encargos y un esfuerzo descomunal para terminarlos a tiempo. Si no calculaba bien las cosas, el taller podía irse a pique.

– Sí -dije, con un nudo en el estómago-. Los haremos. Porque no he visto nunca dibujos tan hermosos -ya está, pensé. He dejado que las damas me seduzcan.

Christine se echó a reír, un sonido agudo, como de un cuchillo al caer al suelo. Creo que sintió alivio.

– Nos traerán suerte -dijo-. Ya verás.

Philippe de la Tour

No había nadie en el taller cuando llegué muy de mañana. Me alegré, porque podría contemplar a solas los dibujos, sin las fanfarronadas de Nicolas des Innocents, sin las interrupciones de Christine y sin que Aliénor torciera la cabeza y sonriera mientras cosía. Ahora podría mirarlos y pensar con tranquilidad.

Era un día radiante y la luz entraba a raudales por las ventanas. Luc había barrido bien el suelo y se había llevado las madejas de lana sobrantes del tapiz de la Adoración de los Magos. El telar también estaba vacío y esperaba los próximos hilos de la urdimbre que debían atravesarlo. La madera crujía a veces, y me hacía pensar en un caballo, inquieto en su cuadra.

Los dibujos de Nicolas, enrollados, estaban en un arcón con los de otros tapices. Sabía dónde guardaba Georges la llave, de manera que los saqué y los extendí sobre el suelo, como habíamos hecho el día anterior. Mientras Nicolas y yo hablábamos de ellos, el parisiense no había dejado de mirar a Aliénor, quien, sentada con su madre, terminaba de coser el tapiz que habíamos retirado del telar. Nicolas se había vuelto en su dirección, convencido de que le hacía un favor. Finalmente le dijo:

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