Atravesé el estudio y cerré la puerta tras de mí. Siempre me arrepentiría de esa decisión. Nunca pude ver debidamente el cuadro terminado.
Catharina volvió sólo unos minutos después de que yo le hubiera entregado los pendientes a María Thins, quien los volvió a dejar inmediatamente en el joyero. Yo me apresuré a la cocina para ayudar a Tanneke con la comida. Tanneke no me miraba a la cara, sino que me lanzaba miradas de reojo y, en algún momento, la vi agitar reprobadoramente la cabeza.
Mi amo no estuvo a comer; había salido. Después de recoger la cocina, yo volví al patio a terminar de aclarar la colada. Tuve que subir agua limpia y calentarla. Catharina estaba dormida en la Sala Grande. María Thins fumaba y escribía cartas en el Cuarto de la Crucifixión. Tanneke cosía sentada a la puerta. Maertge se había encaramado al banco y hacía ganchillo. A su lado, Aleydis y Lisbeth jugaban con su colección de conchas.
No vi a Cornelia.
Estaba tendiendo un delantal cuando oí decir a María Thins:
– ¿Adónde vas?
Fue el tono en el que lo dijo más que lo que dijo lo que me hizo pararme a escuchar. Sonaba intranquila.
Entré y recorrí sigilosa el pasillo. María Thins estaba al pie de la escalera, mirando hacia lo alto. Tanneke estaba parada en el umbral de la puerta principal, como un poco antes ese mismo día, pero mirando hacia el interior de la vivienda, hacia donde lo hacía su señora. Oí crujir los escalones y un fuerte jadeo. Catharina estaba tirando de su peso escaleras arriba.
En ese momento supe lo que iba a suceder: a ella, a él, a mí.
Cornelia está con ella, pensé. Está conduciendo a su madre hasta el cuadro.
Podría haberme ahorrado la espantosa espera. Podría haberme ido entonces, salir por la puerta dejando la colada a medias, sin mirar atrás. Pero me quedé paralizada. Permanecí inmóvil, viendo a María Thins también inmóvil al pie de la escalera. También ella sabía lo que iba a suceder y no podía hacer nada para impedirlo.
Yo me hinqué en el suelo. María Thins me vio, pero no dijo nada. Seguía mirando arriba, incierta aún. Entonces las escaleras dejaron de crujir y oímos los pesados pasos de Catharina dirigiéndose a la puerta del estudio. María Thins se lanzó escaleras arriba. Yo seguí de rodillas, demasiado agotada para ponerme en pie. Tanneke seguía de pie en la puerta, impidiendo que entrara la luz. Me observaba, los brazos cruzados, totalmente inexpresiva.
Poco después se oyó un grito encolerizado, luego voces que no tardaron en acallarse.
Cornelia bajó las escaleras.
– Mamá quiere que vayas a decirle a papá que venga -le anunció a Tanneke.
Tanneke dio un paso atrás y una vez fuera se volvió hacia el banco de la entrada.
– Maertge, vete a buscar a tu padre a la Hermandad -le ordenó-. Rápido. Y dile que es importante.
Cornelia miró a su alrededor. Cuando me vio, se le encendió el rostro. Yo me puse en pie y volví al patio conteniendo la respiración… Nada podía hacer, salvo tender la ropa y esperar.
Cuando él volvió, pensé por un instante que vendría a buscarme al patio, donde estaba escondida entre las sábanas que acababa de tender. Pero no lo hizo; lo oí subir las escaleras, y luego nada más.
Me apoyé en la cálida tapia de ladrillo. Brillaba un sol resplandeciente en un cielo que parecía falso de puro azul. Hacía uno de esos días en los que los niños corren y gritan arriba y abajo de la calle; en los que las parejas se alejan de las puertas de la ciudad, paseando a orillas de los canales hasta más allá de los molinos; en los que los ancianos se sientan al sol y cierran los ojos. Mi padre estaría probablemente sentado en el banco delante de nuestra casa, la cara al sol. Mañana podría hacer un frío espantoso, pero hoy era primavera.
Enviaron a Cornelia a buscarme. Cuando apareció entre la ropa tendida y me miró con aquella cruel y afectada sonrisa, me dieron ganas de darle una bofetada, como había hecho el día que había entrado a trabajar en la casa. No lo hice, sin embargo; me quedé sentada con las manos en el regazo, los hombros caídos, viendo cómo me pasaba su regocijo por las narices. El sol producía reflejos dorados -herencia de su madre- en su cabello pelirrojo.
– Te llaman arriba -dijo en tono formal-. Quieren verte -se volvió y desapareció en el interior de la casa.
Yo me incliné y me quité una mota de polvo que tenía en el zapato. Luego me puse en pie, me coloqué la falda en su sitio, me alisé el delantal, me ajusté la cofia y comprobé que no se me había salido un solo pelo. Me humedecí los labios, los apreté y, respirando profundamente, seguí los pasos de Cornelia.
Catharina había llorado; tenía la nariz enrojecida y los ojos hinchados. Estaba sentada en la silla en la que él solía sentarse frente al caballete; la había arrimado a la pared donde estaba el armarito en el que se guardaban los pinceles y las espátulas. Cuando aparecí en la puerta, ella se levantó y se quedó en pie, alta y corpulenta. Me miró, pero no dijo nada. Retorcía los brazos sobre su abultado vientre con una mueca de dolor.
María Thins estaba de pie junto al caballete; parecía seria, pero impaciente, como si tuviera otras cosas más importantes de las que ocuparse.
Él estaba al lado de su mujer, inexpresivo, los brazos colgando a lo largo del cuerpo, los ojos fijos en el cuadro. Esperaba que alguien, Catharina o María Thins o yo, empezara.
Yo me quedé en la puerta. Cornelia rondaba a mi alrededor. Desde donde estaba no veía el cuadro.
Por fin María Thins dijo algo.
– Bueno, muchacha, mi hija quiere saber cómo es que llevas sus pendientes -dijo esto como si no esperara que yo contestara.
Yo estudié su rostro de anciana. No pensaba admitir que se había encargado ella de darme los pendientes. Ni él tampoco; eso ya lo sabía. No sabía qué decir; así que no dije nada.
– ¿Has robado la llave del joyero para cogerlos? -Catharina hablaba como si estuviera intentando convencerse a sí misma de lo que decía. Le temblaba la voz.
– No, señora.
Aunque sabía que sería todo mucho más fácil si dijera que los había robado, no quise decir una mentira que me afectaba personalmente.
– No me mientas. Todas las criadas roban. ¡Me robaste los pendientes!
– ¿No los tiene ahora, señora?
Catharina pareció confusa un instante, tanto por que me atreviera a preguntarle nada como por la pregunta en sí. Era obvio que no había comprobado en el joyero después de ver el cuadro. No tenía ni idea si habían desaparecido los pendientes o no. Pero no le gustaba que le preguntara nada.
– Cállate, ladrona. Te mandarán a la cárcel -susurró-, y pasarán años antes de que vuelvas a ver la luz del sol -volvió a hacer una mueca de dolor. Le pasaba algo.
– Pero, señora…
– Catharina, no debes ponerte así -me interrumpió él-. Van Ruijven se llevará el cuadro en cuanto esté seco y podrás olvidarte de él.
No quería que hablara. Parecía que nadie quería que hablara. Me pregunté para qué me habían hecho subir cuando les asustaba tanto lo que pudiera decir yo.
Podría decir, por ejemplo: «¿Qué me dice de su forma de mirarme durante todas las horas que posé para el cuadro?».
O podría decir: «¿Qué me dice de su madre y de su esposo, que se han confabulado a sus espaldas para engañarla?».
O podría decir sin más: «Su marido me ha acariciado, aquí, en esta habitación».
No sabían lo que podría llegar a decir.
Catharina no era estúpida. Sabía que el verdadero problema no eran los pendientes. Deseaba que así fuera, estaba tratando de que lo fuera, pero no lo pudo evitar. Se volvió hacia su esposo.
– ¿Por qué -le preguntó- no me has pintado nunca?
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