Tracy Chevalier - La joven de la perla

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La joven de la perla: краткое содержание, описание и аннотация

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Delft, Holanda, 1665. Después de que su padre se quede ciego tras una explosión, Griet, de diecisiete años, tiene que ponerse a trabajar para mantener a su familia. Empieza como criada en casa de Johannes Vermeer y poco a poco va llamando la atención del pintor. Aunque son totalmente diferentes con respecto a educación y estatus social, Vermeer descubre la intuición de Griet para comprender la luz y el color y lentamente la va introduciendo en el misterioso mundo de la pintura.
Vermeer es un perfeccionista y a menudo tarda meses en terminar un cuadro. Su suegra, María Thins, lucha continuamente por mantener a su familia dentro del estilo de vida al que están acostumbrados, actualmente en peligro, y viendo que Griet inspira a Vermeer, toma la peligrosa decisión de permitir la clandestina relación que estos dos mantienen.
Sumergida en una caótica familia de católicos encabezada por la volátil esposa de Vermeer Catharina, y rodeada de niños, Griet está cada vez más expuesta a grandes riesgos. Cornelia, una niña de doce años que ve mas de lo que debería, pronto se pone celosa y sospecha de Griet. Esto le puede traer problemas.
Sola y sin protección alguna, Griet también llama la atención de Pieter, un chico carnicero del pueblo, y del patrón de Vermeer, el rico Van Ruijven, que se siente frustrado porque su dinero no consigue comprar el control del artista. Mientras que Griet se enamora cada vez mas de Vermeer, ella no está del todo segura de los sentimientos de él.
El maquiavélico Van Ruijven, que sospecha la relación entre el maestro y la criada, idea un plan para que Vermeer pinte un cuadro en el que aparezca solo Griet. El resultado será uno de los mejores cuadros que jamás se han hecho, pero ¿a qué precio para Griet?

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Tal vez se daba cuenta de que la ropa estaba más limpia y más blanca desde que me ocupaba yo de la colada. O de que la carne era más tierna desde que era yo la que la escogía. O de que él estaba más contento sin que le cambiaran las cosas de sitio en el estudio al limpiar. Las dos primeras cosas eran ciertas. La tercera, no lo sabía. Cuando por fin tuvimos ocasión de hablar él y yo, no fue sobre la limpieza.

Tuve buen cuidado de alejar de mi persona todo elogio relativo a la mejoría de la vida doméstica. No quería hacerme enemigas. Si a María Thins le gustaba la carne que le servíamos, yo sugería que era la forma de cocinarla de Tanneke la que la ponía tan buena. Si Maertge decía que su delantal estaba más blanco que antes, yo señalaba que se debía a que el sol del verano estaba siendo particularmente fuerte esos días.

Siempre que podía evitaba a Catharina. Había estado claro desde el momento en que me vio picando las verduras en la cocina de la casa de mi madre que yo no le gustaba. Su humor no había mejorado con el embarazo, el cual le daba un aspecto desgarbado y torpe, que en nada se correspondía con el de la grácil señora de la casa que ella creía ser. También estaba siendo un verano muy caluroso, y la criatura se mostraba especialmente activa. En cuanto se movía dos pasos, se ponía a darle patadas, o, al menos, eso afirmaba ella. Se paseaba por la casa, cada vez más abultada y con un aspecto cansado y dolorido. Empezó a levantarse cada vez más tarde, de modo que María Thins tuvo que hacerse cargo de las llaves y era ella la que me abría la puerta del estudio por la mañana. Tanneke y yo empezamos a ocuparnos de sus tareas: cuidar a las niñas, hacer las compras de la casa y cambiar al pequeño.

Un día que Tanneke estaba de buen humor le pregunté por qué no tomaban más servicio y así todo sería más fácil.

– Con esta casa tan grande y la riqueza de tu ama y los cuadros del señor -añadí-, ¿no se podrían permitir otra criada o una cocinera?

– ¡Buenos están! -resopló Tanneke-. ¡Si apenas les alcanza para pagarte a ti!

Me sorprendió: las monedas que me daban todas las semanas sumaban una cantidad muy pequeña. Me llevaría años de trabajo poder comprar algo tan fino como la pelliza amarilla que Catharina guardaba descuidadamente doblada en su armario. No me parecía posible que pudiera faltarles el dinero.

– Pero, eso sí, se las arreglarán para pagar a un ama de cría durante los primeros meses después de que nazca el niño -añadió Tanneke, con un tono de desaprobación en la voz.

– ¿Por qué?

– Para que amamante al pequeño.

– ¿La señora no da de mamar a sus hijos? -pregunté estúpidamente.

– No podría tener tantos hijos si les diera de mamar a todos. Mientras das la teta no te quedas embarazada.

– ¡Ah! -me sentía muy ignorante en estos asuntos-. ¿Y quiere tener más hijos?

Tanneke se rió entre dientes.

– A veces pienso que está llenando la casa de niños porque no puede llenarla con todos los criados que le gustaría tener -y bajó la voz-. Con lo que pinta el amo no se gana lo bastante para tener muchos criados. Tres cuadros al año, por lo general. A veces sólo dos. Con eso no se hace uno rico.

– ¿No puede pintar más deprisa?

Aun cuando estuviera diciendo aquello, sabía que no. El pintaba a su propio ritmo.

– Mi ama y la señora joven discuten a veces. La señora joven quiere que él pinte más, pero mi ama dice que la rapidez echaría a perder su arte.

– María Thins es una mujer muy lista.

Me había dado cuenta de que podía opinar delante de Tanneke siempre que María Thins quedara en buen lugar. Tanneke tenía una lealtad férrea a su ama. Sin embargo, mostraba muy poca paciencia con Catharina, y cuando estaba de humor me aconsejaba sobre cómo tratarla.

– No hagas caso de lo que te diga -me aleccionaba-. Cuando te hable, pon cara de palo y luego haz las cosas como te parezca o como mi ama o yo te digamos. Nunca comprueba nada, nunca se fija. Se limita a dar órdenes porque cree que tiene que hacerlo. Pero nosotras sabemos quién es nuestra verdadera señora, y ella también.

Aunque Tanneke se mostraba con mucha frecuencia malhumorada conmigo, aprendí a no tomármelo a pecho, pues enseguida se le pasaba. Su humor era muy variable, tal vez debido a que llevaba tantos años atrapada entre Catharina y María Thins. Pese a la seguridad con la que me aconsejaba que ignorara a Catharina, ella no se aplicaba a sí misma ese consejo. El tono desabrido de Catharina la disgustaba. Y María Thins, pese a su rectitud, nunca defendía a Tanneke de las acusaciones de Catharina. Nunca oí a María Thins amonestar a su hija por nada, aunque en sobradas ocasiones lo necesitara.

Por otro lado, estaba el asunto de la eficacia doméstica de Tanneke. Tal vez, su lealtad ciega compensaba su descuido en las labores de la casa: rincones sin barrer, la carne quemada por fuera y cruda por dentro, los peroles mal fregados. No podía imaginarme lo que habría hecho en el estudio cuando había intentado limpiarlo. Aunque María Thins no solía regañar a Tanneke, las dos sabían que a veces se lo merecía, por eso Tanneke se mostraba insegura y, saltaba rápidamente a defenderse.

Vi claramente que pese a sus maneras astutas, María Thins era blanda con las personas más próximas a ella. Su juicio no era tan imparcial como parecía.

De las cuatro niñas, Cornelia era la más impredecible, como ya lo había demostrado la mañana que las conocí. Lisbeth y Aleydis eran dos niñas buenas y sosegadas, y Maertge ya era lo bastante mayor para empezar a aprender a llevar la casa, lo que la hacía más juiciosa, aunque ocasionalmente también estaba de mal humor y entonces se ponía a gritarme de forma semejante a su madre. Cornelia no gritaba, pero en ocasiones se volvía ingobernable. Ni siquiera la amenaza de la cólera de María Thins que había utilizado el primer día funcionaba siempre. Podía estar simpática y graciosa y un momento después revolverse, como el gato que ronronea y súbitamente muerde la mano que lo acaricia. Aunque quería a sus hermanas, no dudaba en hacerlas llorar con sus pellizcos. Siempre me anduve con cuidado con ella, y no llegué a apreciarla de la misma forma que a sus hermanas.

Mientras limpiaba el estudio me liberaba de todas ellas. María Thins me abría la puerta y a veces se quedaba unos minutos para ver el progreso del cuadro, como si éste fuera un niño enfermo al que ella estuviera cuidando. Pero cuando se iba, tenía para mí toda la habitación. Echaba un vistazo alrededor para ver si había cambios. Al principio, todo parecía estar siempre igual, día tras día, pero cuando mi vista se acostumbró a los detalles de la habitación, empecé a reparar en pequeñas cosas: los pinceles reordenados sobre el armarito, uno de los cajones dejado entreabierto, media espátula fuera del pequeño estante del caballete, en inestable equilibrio, una silla ligeramente movida de su sitio junto a la puerta.

Sin embargo, nada cambiaba en el rincón que estaba pintando. Yo ponía el mayor cuidado en no descolocar nada; me había acostumbrado rápidamente a mi forma de medir las distancias entre los objetos, de modo que podía limpiar esa zona casi con la misma rapidez que el resto de la habitación. Y después de hacer pruebas con otros trozos de tela, empecé a limpiar la tela azul marino y la cortina amarilla con un paño húmedo, presionándolo suavemente a fin de atrapar el polvo sin modificar los pliegues.

Por más que me fijaba, no parecía que se produjeran cambios en el cuadro. Por fin, un día, descubrí que el collar tenía una perla más. Otro día, la sombra de la cortina amarilla se había hecho mayor. También me pareció percibir que algunos de los dedos de la mano derecha de la mujer habían sido movidos.

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