Eres una mujer afortunada, Andrea Cramond, pensó mientras ella le tomaba el brazo, en el vestíbulo del aeropuerto. No por mí, y no tan afortunada como yo de alguna forma, porque disfruto de más tiempo contigo que cualquier otra persona, porque si no...
Dejemos que fluya, pensó. No hay que permitir que los idiotas vuelen el mundo, ni que ocurra nada terrible. Tranquilo, muchacho. ¿Con quién estamos hablando en realidad? No tardó demasiado en poner la moto en venta.
Aquel invierno, su padre se cayó y se rompió la cadera. Parecía muy pequeño y frágil cuando fue a verlo al hospital, y también mucho más viejo. La primavera siguiente, se sometió a una operación por una hernia y volvió a caerse poco después de abandonar el hospital. Se rompió la pierna y la clavícula. Pero no aceptó trasladarse a vivir a Edimburgo con su hijo, porque tenía cerca a todos sus amigos. Morag y su marido también se ofrecieron para alojarlo, y Jimmy escribió desde Australia para proponerle pasar unos meses con él allí. Pero el viejo no quería moverse de donde estaba. Aquella vez estuvo más tiempo ingresado y, cuando le dieron el alta, no logró recuperar el peso que había perdido. Una enfermera de asistencia domiciliaria acudía a ayudarlo cada mañana. Un día, lo encontró junto a la chimenea, aparentemente dormido, con una suave sonrisa en el rostro. También había sido el corazón. El doctor dijo que, probablemente, no se había enterado de nada.
Lo organizó todo para el funeral, al que asistieron todos sus hermanos y hermanas, incluso Sammy, de permiso por razones familiares, y Jimmy desde Darwin. Él le preguntó a Andrea si le importaba no acudir, y ella le aseguró que no, haciéndose cargo de la situación. Cuando todo hubo terminado, le sentó bien volver a Edimburgo, al trabajo y a ella. Nunca llegó a perder la sensación de malestar que se apoderaba de él cuando recordaba a su anciano padre, y pese a no haber derramado una lágrima, sabía que lo había querido y no se sintió culpable por su seco dolor.
—Ay, mi muchacho huérfano —le decía Andrea cariñosamente, y aquel era su consuelo.
La empresa se expandió y contrataron a varias personas. Compraron oficinas nuevas en la New Town. Discutió con los otros socios sobre los sueldos de los empleados; para él, todos deberían de tener cierto nivel de participación.
—¿Cómo? —exclamaron los otros dos—. ¿Un colectivo de trabajadores? —Sonrieron con cierta tolerancia.
—¿Y por qué no? —preguntó él. Los dos eran simpatizantes del SDP; y la participación del trabajador era una de las ideas aprobadas por la alianza.
Se negaron, pero establecieron un sistema de primas.
Un día, Andrea llegó de París, pero en aquella ocasión no sonreía. En realidad, parecía que se le revolvieran las tripas. Oh, no, pensó. ¿Qué pasa?
Ella no habló de ello, fuese lo que fuese. Aseguró que no ocurría nada malo, pero estaba muy seria y pensativa la mayor parte del tiempo, reía poco, y miraba distraídamente al infinito, se disculpaba y había que repetirle las cosas. Él estaba muy preocupado. Pensó en telefonear a Gustave en París para preguntarle qué diablos le sucedía a Andrea, y qué había ocurrido.
No llamó. Inquieto, trató de distraerla, llevándola a cenar, a ver una película o a casa de Stewart y Shona; intentó organizar una velada nostálgica en el Loon Fung, cerca de su antiguo apartamento de Canonmills, pero nada de todo aquello funcionó. No conseguía imaginar qué le sucedía. La señora Cramond compartía su preocupación por ella, y también intentó sonsacarle el problema. Y finalmente lo consiguió, tres meses y dos visitas a París más tarde. Andrea le contó a su madre lo que le ocurría y volvió de nuevo a Francia. La señora Cramond lo llamó por teléfono, «EM», le dijo. Gustave tenía esclerosis múltiple.
—¿Por qué no me lo has dicho? —preguntó él.
—No lo sé —respondió ella con desgana, con los ojos nublados y la voz apagada—. No lo sé. Y no sé qué hacer. No tiene a nadie que lo cuide, al menos no como hay que hacerlo...
Cuando escuchó aquellas palabras, un escalofrío recorrió su cuerpo. Pobre tío, pensó, con toda la sinceridad; pero luego siguió pensando... Es una enfermedad tan lenta, ¿por qué no podía morir rápidamente? Y se odió a sí mismo por sus pensamientos.
Otra discusión: durante la huelga del 84, se negó a aplastar un piquete de mineros y la empresa perdió un contrato.
Andrea cada vez pasaba más tiempo en París; y cada vez menos gente acudía a la casa de Moray Place. Cuando venía de Francia tenía un semblante cansado y, aunque le costaba enfadarse y era dócil con los demás, también le costaba reírse y se guardaba de tomarse cualquier disfrute realmente en serio. A él le pareció notar algo más de ternura en ella cuando hacían el amor, lo mismo que una sensación de lo preciosos y efímeros que eran aquellos ratos con ella. Ya no podía calificarse de divertido como antes, pero de alguna forma, el acto había adquirido una resonancia añadida, se había transformado en una especie de lenguaje.
A veces, cuando ella estaba en París, él se encontraba solo en la gran casa, leyendo o mirando la televisión o trabajando en la mesa de dibujo; y si su nivel de alcoholemia estaba dentro de lo permitido, cogía el Audi Quattro y conducía hasta North Queensferry para sentarse bajo el gran puente oscuro, escuchando el sonido del agua contra las rocas y el rugido de los trenes sobre su cabeza. Se fumaba un porro o respiraba el aire fresco. Si acaso sentía lástima por sí mismo, solo era una tímida parte de su mente la que lo hacía; la otra parte parecía un halcón o un águila; hambrienta, cruel y de mirada penetrante. La autocompasión duraba apenas unos segundos, y luego el ave depredadora se lanzaba sobre ella, y la rasgaba y la abría.
El pájaro era el mundo real, un mercenario enviado por su avergonzada conciencia, la enfurecida voz de todas las personas del mundo, aquella gran mayoría que era peor que él; una cuestión de sentido común.
Descubrió, con un disgusto importante, que el puente no se pintaba de un extremo al otro a lo largo de un período de tres años. Se hacía de forma gradual, y el ciclo duraba entre cuatro y seis años. Se cayó otro mito; gajes del oficio.
Andrea pasaba casi la mitad del tiempo en París. Allí tenía otra vida y otro grupo de amigos. Él conoció a algunos de ellos cuando visitaron Edimburgo; un editor de una revista, una mujer que trabajaba en la UNESCO, un profesor universitario que impartía clases en la Sorbona; gente agradable. Todos eran amigos de Gustave. Debería haberme marchado yo también, se decía a sí mismo, tendría que haberme ido y hacer nuevos amigos. ¿Por qué seré tan estúpido? Puedo diseñar una estructura que soporte miles de toneladas durante treinta años o más, y hacerla tan resistente, sólida y segura como cualquier otro ingeniero, con un buen equilibrio entre peso y presupuesto, pero no soy capaz de ver a dos palmos de mis narices cuando se trata de ser sensato con mi propia vida. Si acaso existe un diseño para mí, se me escapa.
Se compró un Toyota MR2 y el último modelo del Audi Quattro. Se apuntó a clases de vuelo, desarrolló un sistema de sonido con piezas fabricadas en Escocia, se compró la cámara Minolta 7000 en cuanto salió a la venta, incorporó un reproductor de CDal equipo de música y se planteó la posibilidad de comprar un yate. Salía a navegar río arriba hacia los dos grandes puentes desde el puerto deportivo de Port Edgar, en la ribera sur del Forth, con antiguos amigos de Andrea.
No estaba del todo satisfecho con el Audi y el Toyota. Siempre había un coche mejor; un Ferrari o un Aston o un Lambo o una edición limitada de Porsche o lo que fuera... Decidió abandonar la competición y optar en su lugar por la elegancia. Compró a un particular un Jaguar MKII 3.8 muy bien cuidado; vendió el Audi y el Toyota.
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