Iain Banks - El puente

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El puente: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que se despierta en el mundo extraordinario del puente sufre amnesia, y su médico parece no querer curarlo. Pero ¿eso importa?
Explorar el puente ocupa la mayor parte de sus días. Pero por la noche están sus sueños. Sueños en los que los hombres desesperados conducen carruajes sellados a través de montañas yermas rumbo a un extraño encuentro; un bárbaro analfabeto asalta una torre encantada mediante una tormenta verbal; y hombres destrozados caminan eternamente sobre puentes sin fin, atormentados por visiones de una sexualidad que los lleva a la perdición.
Yacer en cama inconsciente después de sufrir un accidente no parece muy divertido a simple vista. ¿Y si lo es? Depende de quién seas y de lo que hayas dejado atrás.
Iain Banks está considerado como uno de los escritores más innovadores de la narrativa británica actual. El puente es una novela de contrastes perturbadores, donde se funden el sueño y la fantasía, el pasado y el futuro.

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Las cosas empezaron a marchar bien una vez ella hubo regresado. Él dejó de preocuparse por su calvicie incipiente, el trabajo le iba bien (seguía considerando la posibilidad de asociarse con sus dos compañeros) y su padre parecía bastante feliz en la costa oeste, pasando la mayor parte del tiempo en un club de jubilados donde, aparentemente, atraía la atención de varias viudas (solo con la mayor de las desganas se dejaba tentar con un fin de semana en Edimburgo y, una vez allí, se sentaba a mirar el reloj y a protestar por estar perdiéndose su partida de cartas con los amigos, o el bingo, o la clase de baile. Paseaba la nariz por los platos de los mejores cocineros de Edimburgo y suspiraba lánguidamente por la carne picada y los menús miserables que estarían tomando los demás en el club).

Y Edimburgo podía estar empezando a convertirse en una capital, aunque de forma limitada una vez más. El traspaso de competencias se respiraba en el ambiente.

Él comenzó a notar un leve sobrepeso; movimientos de carnes en el abdomen y los pectorales al subir corriendo las escaleras, un pequeño problema al que debía hacer frente. Empezó a jugar al squash, pero no le gustaba. Prefería tener su propio territorio en el juego, según decía a los demás. Por otro lado, Andrea siempre le ganaba. Empezó a practicar el bádminton y la natación en la Commonwealth Pool dos o tres veces a la semana. Pero se negó a salir a correr; todo tiene un límite.

Asistía a conciertos. Andrea había regresado de París con gustos católicos. Lo arrastraba al Usher Hall a escuchar a Bach y Mozart, ponía discos de Jacques Brel cuando estaban en la casa de Moray Place, y le regalaba álbumes de Bessie Smith. A él le gustaban más los Motels y los Pretenders, Martha Davis cantando Total Control y Chrissie Hynde gritando «¡fffuck off!». Estaba convencido de que la música clásica no tenía ningún efecto sobre él hasta que un día se sorprendió a sí mismo intentando silbar la obertura de Las bodas de Fígaro. A partir de entonces, desarrolló una especial predilección por complicadas piezas de clavicordio; eran ideales para conducir, siempre y cuando el volumen fuese lo suficientemente alto. Descubrió a Warren Zevon y deseó haber escuchado su álbum cuando lo editaron por primera vez. Y se encontró saltando y brincando con los Rezillos en las fiestas.

—¿Que vas a hacer qué? —preguntó Andrea.

—Voy a comprarme un ala delta.

—Te romperás el cuello.

—Qué va. Parece divertido.

—¿El qué? ¿Estar en un pulmón de acero?

No compró el ala delta; decidió que aún no eran del todo seguros. En lugar de eso, se lanzó en paracaídas.

Andrea estuvo un par de meses redecorando la casa de Moray Place, para supervisar a los carpinteros y decoradores, y pintar la mayor parte ella sola. A él le gustaba ayudarla, y trabajar hasta altas horas de la noche con ropas viejas manchadas de pintura, escuchándola silbar en la habitación de al lado o hablando con ella mientras pintaban. Una noche, se llevaron un buen susto cuando él notó un pequeño bulto en un pecho de ella, pero al final resultó ser benigno. Él se notaba la vista cansada en el trabajo, mientras estudiaba planos y bosquejos, y decidió acudir al óptico porque sospechaba que iba a necesitar gafas.

Stewart tuvo una breve aventura con una estudiante de la universidad y Shona lo descubrió. Ella sopesó dejarlo y prácticamente lo echó de casa. Él acogió a un arrepentido Stewart en su casa y fue a hablar con Shona a Dunfermline para intentar suavizar las cosas. Le describió el dolor de Stewart y la forma en que siempre los había admirado como pareja, e incluso envidiado el clima de afecto tranquilo y pausado que se profesaban cuando estaban juntos. Se sentía extraño allí sentado, intentando convencer a Shona de no abandonar a su marido por haberse acostado con otra mujer; era algo casi irreal, incluso cómico desde un determinado punto de vista. Para él parecía ridículo; Andrea estaba en París aquel fin de semana, seguramente liada con Gustave, y él había estado con una paracaidista alta y rubia aquella noche en Edimburgo. ¿Acaso eran los papeles firmados los que marcaban la diferencia? ¿O el vivir juntos, o los hijos, o la fe en los votos, la institución o la religión?

Probablemente no fue gracias a él, pero se reconciliaron. Shona solo mencionaba el asunto ocasionalmente, cuando estaba borracha, y cada vez con menos amargura con el paso del tiempo. No obstante, todo aquello le demostró a él la fragilidad de la relación aparentemente más segura si se quebrantaban las normas acordadas, fueran cuales fueran.

Qué demonios, pensó, y finalmente se asoció con sus dos compañeros de trabajo. Encontraron una oficina en Pilrig y buscaron un asesor contable. Él se unió al partido Laborista y tomó parte en diversas campañas de envíos de cartas para Amnistía Internacional. Vendió el Saab y se compró un Golf GTIe hipotecó su apartamento.

Cuando estaba limpiando el Saab para entregárselo al comprador, encontró el pañuelo blanco de seda que habían utilizado aquel día en la torre. No quiso dejarlo allí para que lo encontrase cualquiera y lo aclaró en una charca cuando regresaron, pero luego lo perdió. Pensó que se habría caído del coche.

Apareció arrugado y tieso bajo el asiento del copiloto. Lo lavó y consiguió quitar todas las huellas dactilares, pero la mancha de sangre seca, que formaba un círculo que parecía un residuo de tinte barato, no desapareció de ninguna forma. De todas formas, se lo ofreció a Andrea. Ella le dijo que lo guardase, pero cambió de idea y se lo llevó, devolviéndolo una semana más tarde, impecable, casi nuevo, y con sus iniciales bordadas. Él quedó impresionado. Ella nunca le dijo cómo lo había lavado con ayuda de su madre; era un secreto de familia. Él lo guardó con sumo cuidado y nunca lo llevaba cuando sabía que iba a beber mucho, no fuera a ser que lo olvidase en algún bar.

—Fetichista —le dijo ella.

El fabuloso referéndum, efectivamente, fue manipulado. Un montón de trabajo al garete.

Andrea estaba traduciendo textos rusos y escribiendo artículos sobre literatura de Rusia para diversas revistas. Él no supo nada de todo aquello hasta que leyó algo de ella en Edinburgh Review, un extenso trabajo sobre Sofia Tolstoy y Nadezhda Mandelstam. Sintió una punzada de confusión, incluso de mareo, mientras lo leía. Por fuerza tenía que ser la misma Andrea Cramond; escribía tal y como hablaba, y él podía escuchar casi literalmente el ritmo de su discurso al leer las palabras impresas. Se sintió dolido y le preguntó por qué nunca se lo había contado. Ella sonrió, se encogió de hombros y se excusó con que no le gustaba presumir. También había escrito varios artículos esporádicos para algunas revistas parisinas. Había retomado las lecciones de piano, tras dejarlas cuando estudiaba en el instituto, y asistía a clases nocturnas de dibujo y pintura.

Ella también había formado una especie de sociedad; había invertido en una librería feminista que habían creado dos antiguas amigas suyas. Otras mujeres se habían unido al proyecto y ya eran siete en el colectivo.

«Locura económica» era la expresión que su hermano empleaba para definir el negocio. Ella ayudaba en la tienda ocasionalmente y él siempre acudía allí en primer lugar cuando buscaba un libro en concreto, pero se sentía ligeramente incómodo, y raras veces hallaba lo que quería. En una reunión, una de las mujeres reprochó a Andrea el haberle dado un beso de despedida tras haber comprado unos libros. De entrada, Andrea se limitó a reírse de ella, pero luego se sintió poco respaldada. Pidió disculpas por la risa, pero no por el beso. Cuando ella se lo contó, él se cuidó de no besarla o tocarla cuando visitaba la librería.

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