Iain Banks - El puente

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El puente: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que se despierta en el mundo extraordinario del puente sufre amnesia, y su médico parece no querer curarlo. Pero ¿eso importa?
Explorar el puente ocupa la mayor parte de sus días. Pero por la noche están sus sueños. Sueños en los que los hombres desesperados conducen carruajes sellados a través de montañas yermas rumbo a un extraño encuentro; un bárbaro analfabeto asalta una torre encantada mediante una tormenta verbal; y hombres destrozados caminan eternamente sobre puentes sin fin, atormentados por visiones de una sexualidad que los lleva a la perdición.
Yacer en cama inconsciente después de sufrir un accidente no parece muy divertido a simple vista. ¿Y si lo es? Depende de quién seas y de lo que hayas dejado atrás.
Iain Banks está considerado como uno de los escritores más innovadores de la narrativa británica actual. El puente es una novela de contrastes perturbadores, donde se funden el sueño y la fantasía, el pasado y el futuro.

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Un motor volando; sin piloto, sin combustible, sin superficies de control, sin forma de volar. La carcasa se desvanece en combustión por combustión. Solo unas bocanadas de humo se molestan en continuar. El motor se ha esfumado, los propulsores desaparecen en un estallido repentino de humo gris, y lo que queda no deja más que una fina línea gris que se va marchitando hasta eclipsarse del todo. Ya no queda nada. Solo el rielo azul y los globos más allá de los sesgos y las verticales arremolinadas del puente emborronado por la velocidad.

El tren traquetea y me zarandea. Estoy medio despierto.

Vuelvo a dormirme.

Durante el viaje tuve extraños sueños recurrentes sobre una vida en tierra firme; veía siempre a un hombre, primero era un niño, después un adolescente y finalmente un joven, aunque nunca lo vi claramente en ninguna de dichas etapas. Era como si todo estuviese envuelto por una neblina, en blanco y negro, y abarrotado de cosas que eran más que meras imágenes visuales, menos que algo tangible y real; como si estuviera contemplando una vida en una pantalla distorsionada, pero al mismo tiempo pudiese ver dentro de la cabeza de aquel hombre, ver sus pensamientos, las asociaciones y conexiones, las conjeturas y las imaginaciones que emergían de él y estallaban contra la pantalla que yo estaba contemplando. Todo parecía gris e irreal, y en ocasiones hallé similitudes entre lo que sucedía en el extraño sueño recurrente y lo que ocurría en mi vida en el puente.

Tal vez aquello era la realidad, mis recuerdos deteriorados recuperados lo bastante como para formar una especie de espectáculo desordenado e intentar entretenerme o informarme lo mejor posible. Recuerdo haber visto algo parecido al puente en un punto de mi sueño, pero solo desde la distancia, desde una costa, creo, pero tan lejano como pequeño. Más tarde pensé que podía haberme encontrado debajo, pero de nuevo era demasiado pequeño, y demasiado oscuro; un eco menor, nada más.

El tren vacío en el que me había escondido viajó durante varios días sobre el puente; a veces aminoraba la velocidad, pero nunca se detuvo. Podría haber saltado del vagón un par de veces, pero me habría matado y estaba decidido a llegar al final de la gran estructura. Tan solo podía recorrer tres vagones vacíos, dos de pasajeros —con asientos, mesas pequeñas y compartimentos para dormir— y el del comedor. Pero no había cocina, y las puertas de los extremos de los tres vagones estaban cerradas con llave.

La mayor parte del tiempo la pasé escondido, encogido en uno de los asientos reclinables para no ser visto desde fuera, o tumbado sobre la litera superior del coche cama, mirando con cautela a través de las cortinas el puente en el exterior. Bebía agua del lavabo y soñaba, despierto o dormido, con comida.

Los vagones no se iluminaban por las noches, embrujados por los centelleantes rayos de la luz amarilla anaranjada del exterior, cuya calidez se incrementaba día tras día. La luz del sol brillaba cada vez más. La forma global del puente no parecía cambiar, pero las personas que veía ocasionalmente junto a las vías sí eran distintas; sus pieles eran de diferente color, más oscuras a medida que aumentaba la luz del sol.

No obstante, al cabo de unos días, todo pareció ensombrecerse de nuevo, mientras yo seguía tumbado, debilitado por el hambre, y traqueteaba sobre un asiento reclinable como un peso muerto. Empecé a creer que la luz no había cambiado en absoluto, y que había algo en mi cabeza que me hacía ver a las personas como si fueran sombras. Sin embargo, me dolían los ojos.

Entonces, una noche me desperté tras soñar con la última vez que cené con Abberlaine Arrol, y vi que reinaba la oscuridad, tanto dentro como fuera del vagón.

Del puente no salía ni un ápice de luz, no se distinguía ni un reflejo sobre los cromados del vagón, ni siquiera veía mi propia mano frente a mi rostro. Cerré los ojos bien fuerte, para ver la falsa luz nerviosa que crea el ojo como reacción ante la presión física.

Me dirigí a tientas hasta la puerta más cercana que daba al exterior, abrí la ventanilla y saqué la cabeza. Un olor extraño, fuerte y denso, entró en la cálida atmósfera del vagón. Al principio me alarmó; no era ni sal, ni pintura, ni aceite ni humo.

Entonces vi un minúsculo filo de luz sobre mí, moviéndose lentamente. El tren seguía avanzando a gran velocidad —la estela que vertía rugía a través de la ventana y tiraba de mi ropa—, pero fuera lo que fuera lo que estaba viendo, la luz se movía despacio sobre ello; debía de estar muy lejos. Pensé que podía tratarse de un banco de nubes iluminado por las estrellas, pero me di cuenta de que el perfil de luz era continuo, sin rayos o vigas que fragmentasen la visión en parpadeos.

¿Acaso una parte de la estructura del puente se encontraba bajo el nivel de las vías? Empecé a sentirme débil otra vez.

Entonces, el tren aminoró progresivamente la marcha y, antes de que acelerase de nuevo, oí, a través del ruido menguante de su avance, los sonidos lejanos de un bosque silvestre y oscuro. También vi que la luz que había tomado erróneamente por un banco de nubes era en realidad una valla irregular de madera que se encontraba a unos tres kilómetros de mí. Reí con alegría y me senté junto a la ventanilla hasta que el amanecer bañó el bosque verde con el rocío de la aurora.

Aquel día el tren redujo la velocidad y penetró en las afueras de una extensa población. Se adentró sinuosamente en una estación ferroviaria de maniobras, para detenerse en un largo andén situado más abajo. Me escondí en un armario. Oí voces, ronroneos de máquinas no identificables dentro de los vagones, y luego el silencio. Intenté salir de mi armario, pero lo habían cerrado por fuera. Mientras me preguntaba qué haría a continuación, escuché unas voces al otro lado de la puerta metálica tras la que me ocultaba, e imaginé que el tren se estaba llenando de gente. Al cabo de unas horas, el tren arrancó de nuevo. Aquella noche dormí en el armario y fui descubierto por un camarero a la mañana siguiente.

El tren estaba lleno de personas; hombres y mujeres bien vestidos, con todo el aspecto de proceder del puente. Lucían atuendos veraniegos, y tomaban cócteles con hielo en las mesitas de los vagones de pasajeros. Se mostraron levemente contrariados cuando vieron cómo un policía ferroviario me arrastraba por el tren; yo iba con mi ropa arrugada y sucia, y él forzaba uno de mis brazos contra mi espalda. Fuera, el paisaje era montañoso, lleno de túneles y torrentes rocosos enmarcados por viaductos enormes. Me interrogó un auxiliar de los bomberos, un joven con un uniforme blanco radiante que parecía inadecuadamente impecable dado su rango. Me preguntó cómo había llegado a bordo y le conté la verdad, que subí al tren y me quedé encerrado en uno de los vagones de equipajes. Me dieron una buena comida, a base de las sobras de la cocina. Me quitaron la ropa, la lavaron y me la devolvieron. El pañuelo que Abberlaine Arrol me había bordado, y sobre el que había impreso la mancha roja de sus labios, volvió completamente limpio.

El tren viajó durante varios días a través de unos montes y de una llanura alta revestida de hierba, donde distintas manadas de animales huyeron al verlo aparecer junto a un viento incesante. Después del prado verde, el convoy empezó a ascender por una cadena de montañas. Avanzaba entre ellas a través de largos viaductos y túneles, reduciendo la velocidad y deteniéndose siempre en pequeñas poblaciones a lo largo del camino, entre bosques verdes, lagos azules y peñascales escarpados. El vagón minúsculo donde me habían encerrado solo tenía una ventanilla de unos sesenta centímetros de largo y quince de alto, pero podía observar la escena con la claridad suficiente, mientras los aromas frescos y enrarecidos de las montañas y las mesetas se colaban por la gran puerta de equipajes situada en un extremo del vagón, y me envolvían con las fragancias que creía recordar, atormentado, de hacía mucho tiempo.

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