Iain Banks - El puente

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El puente: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que se despierta en el mundo extraordinario del puente sufre amnesia, y su médico parece no querer curarlo. Pero ¿eso importa?
Explorar el puente ocupa la mayor parte de sus días. Pero por la noche están sus sueños. Sueños en los que los hombres desesperados conducen carruajes sellados a través de montañas yermas rumbo a un extraño encuentro; un bárbaro analfabeto asalta una torre encantada mediante una tormenta verbal; y hombres destrozados caminan eternamente sobre puentes sin fin, atormentados por visiones de una sexualidad que los lleva a la perdición.
Yacer en cama inconsciente después de sufrir un accidente no parece muy divertido a simple vista. ¿Y si lo es? Depende de quién seas y de lo que hayas dejado atrás.
Iain Banks está considerado como uno de los escritores más innovadores de la narrativa británica actual. El puente es una novela de contrastes perturbadores, donde se funden el sueño y la fantasía, el pasado y el futuro.

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Conducía en dirección al crematorio con el estómago revuelto; tenía resaca porque la noche anterior se había bebido una botella de whisky casi entera él solo. Sentía que estaba incubando un resfriado. Por alguna razón, mientras atravesaba una enorme puerta gris con el coche, supo que ella no estaría allí. Se sentía mal físicamente, y estaba a punto de dar la vuelta y marcharse, sin rumbo, a cualquier parte. Intentó controlar su respiración y los latidos de su corazón y el sudor de sus manos; estacionó el Saab en una de las hileras de coches del aparcamiento inmaculado del crematorio.

En el funeral de su madre no se había sentido así, y eso que tampoco podía decirse que estuviera tan unido al abogado. Tal vez los demás pensarían que aún estaba borracho; se había duchado y cepillado los dientes, pero probablemente el olor a whisky rezumaba por todos los poros de su piel. Pese a su nuevo traje, se sentía sucio. Se preguntó si debía haber llevado una corona de flores. Ni se le había ocurrido.

Echó un vistazo por los coches. Seguro que ella no estaría, aunque irónicamente, cuando él se vio rendido ante la tumba de su madre, apareciera de repente. Todo formaba parte del rico patrón de la vida, según se dijo a sí mismo, mientras se ajustaba la corbata antes de acercarse a las puertas abiertas del crematorio. Recuerda, hijo, pensó, este es el país de los murciélagos.

Evidentemente, ella estaba allí. Se la veía mayor, pero también más bella; bajo sus ojos había unas pequeñas arrugas que él jamás había visto; bolsitas que le otorgaban el aspecto de una persona que había expuesto eternamente su mirada a una tormenta del desierto. Ella le tomó la mano, lo besó, y lo abrazó durante un segundo; él quería decirle que estaba guapa, que el color negro le sentaba tan bien; pero aunque mentalmente él se decía lo cretino que era, de su boca salió un balbuceo igualmente inane, pero algo más aceptable. No había lágrimas en los ojos perfectamente maquillados de ella.

La ceremonia fue breve y de sorprendente buen gusto. El ministro había sido amigo personal del abogado, y al escuchar sus cortos pero sinceros encomios, sintió que se le inundaban los ojos. Pensó que debía de estar haciéndose mayor; o eso, o bebía demasiados licores fuertes que lo estaban ablandando. El hombre que era diez años antes se hubiera reído de este, a punto de llorar por las palabras pronunciadas por un ministro deshaciéndose en alabanzas hacia un abogado de clase media alta.

Qué más daba. Tras la ceremonia, habló con la señora Cramond. Si no la hubiera conocido bien, habría jurado que estaba bajo los efectos de alguna droga; tenía el rostro enrojecido, los ojos vacíos y un brillo enérgico en la piel; ni una lágrima en su gesto de incredulidad, un estado de shock producido por la pérdida del hombre que, durante más de media vida, había sido su media vida; una pérdida más allá de lo apremiante del propio dolor. Lo asoció al instante que sigue de inmediato a una lesión, como el ojo que ve el martillo machacando el dedo, o el cuchillo rebanando la carne, pero antes de que fluya la sangre o de que la señal de dolor llegue al cerebro. En aquel momento, ella se encontraba en aquella penumbra, flotando en la calma que precede al huracán. Al día siguiente se marchaba de vacaciones con una hermana suya, a Washington DC.

Lo último que le dijo fue:

—¿Cuidarás de Andrea? Estaban muy unidos y ella no vendrá conmigo. ¿La cuidarás?

—Estará bien cuidada..., hay alguien en París, y quizá...

—No—interrumpió la señora Cramond, negando efusivamente con la cabeza (gesto heredado por su hija, de pronto vio a una en la otra)—. No. Eres tú. Ahora tú estarás más cerca de ella que nadie.

Le estrechó la mano antes de dirigirse al Bentley de su hijo.

Él se quedó allí de pie, atónito, durante un momento, tras el que se dirigió en busca de Andrea. Estaba fuera, en el aparcamiento, inclinada ante el coche fúnebre. Encendía un cigarrillo mentolado More mientras él se acercaba a ella.

—No deberías hacerlo —dijo él—. Piensa en tus pulmones.

—Solidaridad —respondió ella amargamente, con la mirada destrozada—. Mi viejo ahora también está echando humo.

Su mentón empezó a temblar de forma casi imperceptible. De pronto, un sentimiento piadoso se adueñó de él. Le alargó la mano, pero ella retrocedió, se dio la vuelta y se acurrucó en su abrigo negro. Él permaneció inmóvil un momento, conocedor de que unos años antes se habría sentido herido ante semejante rechazo y se habría marchado sin dudarlo. Pero esperó, y ella volvió hacia él, tirando el More en la gravilla y pisándolo con un giro de talón.

—Sácame de aquí, anda. ¿Dónde está el Porsche? Lo estaba buscando.

Se marcharon a Gullane en el Saab; ella quería ver el lugar donde había muerto su padre. Se detuvieron en el arcén, aún lleno de cristales, junto al muro destrozado. Él la miró por el retrovisor, mientras ella miraba el suelo como esperando que la hierba volviera a crecer ante sus ojos. Tocó el suelo y las piedras del muro de la granja, y regresó al coche sacudiéndose la tierra y el polvo de las pálidas manos. Le contó que su hermano pensaba que era morbosa por querer ver aquel lugar.

—Tú no opinas lo mismo, ¿verdad? —le preguntó. No, no, por supuesto que no era una morbosa. Se fueron a la casa fría y vacía de las dunas de la bahía de la costa este.

Ella se volvió y lo abrazó en cuanto cruzaron el umbral de la puerta; cuando él intentó besarla con delicadeza y suavidad, ella apretó sus labios contra él, clavó las uñas en su nuca, en su espalda, en sus nalgas. Emitió una especie de gemido que él nunca antes había oído y le arrancó la chaqueta de los hombros. Él ya había decidido seguir la pauta de aquella reacción erótica desesperada y angustiada, e intentó dirigirla a un lugar algo más cómodo que la puerta de entrada, con sus corrientes de aire, sus azulejos fríos y su felpudo áspero, cuando su decisión se convirtió en algo totalmente innecesario. Fue como si su cuerpo se despertase de pronto ante lo que estaba sucediendo, como si una fiebre que se contagia al instante hubiese pasado de ella a él. De pronto, estaba tan consumido, tan salvajemente y absurdamente abandonado como ella, y la deseaba más de lo que recordaba haberla deseado nunca. Cayeron sobre el felpudo, ella lo atrajo hacia su cuerpo, sin quitarse apenas la ropa. Los dos terminaron en segundos y, solo entonces, ella rompió a llorar.

El abogado le había dejado en herencia los palos de golf. No pudo evitar sonreír, fue un gesto amable por su parte. A su esposa (que tenía sus propias fuentes de ingresos) le dejó la casa de Moray Place. El hijo heredó todos sus libros de leyes y los dos cuadros de más valor; y Andrea se quedó con lo demás, exceptuando una suma de dinero destinada a los hijos de su hijo, a algunas sobrinas y sobrinos, y a un par de causas benéficas.

El hijo estaba ocupado con la herencia, por lo que él y Andrea fueron los encargados de acompañar a la señora Cramond a Prestwick para tomar el vuelo nocturno hacia Estados Unidos. Rodeó los hombros de Andrea con el brazo mientras contemplaban el despegue del avión, que viraba sobre el oscuro Clyde para encararse en dirección a América. Él insistió en esperar hasta perderlo de vista, y se quedaron allí, mientras observaban cómo el parpadeo de las luces menguaba cada vez más en los últimos albores del día. En algún lugar sobre el Mull of Kintyre, cuando ya apenas se veía, el avión salió de entre las sombras de la tierra hacia los rayos postreros del sol, cerrando su paso con una estela de humo, rosado glorioso en contraste con un azul profundo y oscuro. Andrea contuvo el aliento y luego soltó una risita suave, la primera vez que reía desde que se había enterado de lo de su padre.

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