Mira Tercera Zorra Mundial y verás eso que dice alguna gente de que la escena de la muerte no es más que otra escena de corrida.
La chica del cronómetro baja hasta el sótano y se queda ahí. Se arranca la piel rosada de las manos y luego una capa azul de piel -guantes de látex, vueltos del revés- y los tira al suelo, donde se quedan extendidos, lisos y muertos como una réplica sexual. Las manos desnudas de la chica se deslizan hacia arriba para taparle la cara entera. Con la piel de las manos toda arrugada y encurtida de cocerse dentro de los guantes. Luego levanta los hombros y la curva del espinazo se le endereza mientras lleva a cabo una inhalación profunda del olor a meados, a loción infantil y a sudor que hay aquí dentro. Aguanta el aire en los pulmones, con los codos doblados sobre las tetas, con los codos tocándose entre ellos. La respiración le sale en forma de bocanadas entrecortadas, estremeciendo todo su cuerpo.
Mientras la miro, tengo las pelotas rojas de tanto restregármelas. Los calzoncillos empapados del lavabo. No tengo casa. Soy huérfano. No tengo ni dinero ni trabajo.
El tío que hacía de Dan Banyan está mirando. No directamente a la chica, sino acercando el oído a donde ella está llorando, llorando ahora de verdad, con la respiración amortiguada detrás de los dedos, la cara hundida en las manos abiertas. El número 137 dice:
– ¿Ha muerto Cassie?
Helado y sin dinero, huérfano y despellejado de tanto restregar, despego el pie izquierdo y el derecho, el izquierdo y el derecho del suelo pegajoso hasta llegar a donde está la chica. Vestido únicamente con los calzoncillos mojados, le rodeo con el brazo los hombros, los nudos temblorosos de su jersey. La rodeo con el otro brazo hasta envolverla por completo. Hasta que la chica del cronómetro deja de temblar. Con la barbilla apoyada en su hombro, sosteniendo su cabeza pegada a mi pecho. Bajo la vista para ver lo que tengo escrito en el brazo.
Acariciándole el pelo con una mano, le digo:
– En realidad, no me llamo número 72…
Qué sé yo.
Las escamas de su cuero cabelludo se me pegan a la mano y caen en cascada al suelo. La chica del cronómetro se está deshaciendo. Me huelo los dedos y le digo que me gusta el olor de su champú. Me contesta que por lo menos ella conoce a su madre biológica. La sensación fría de su cronómetro presionándome en el ombligo. Abrazándola hasta que su respiración se vuelve regular, le pregunto cómo se llama.
Y la chica se aparta un poco. El crucifijo de plata que me cuelga del cuello se le ha pegado a la mejilla y ahí sigue suspendido, incrustado en la piel de ella. Ella se aparta y la cadenilla dorada del crucifijo queda colgando entre los dos, conectándonos a mí y a ella. Otra respiración y el crucifijo se le despega y me cae de vuelta sobre el pecho, dejando una muesca grabada en la cara de ella.
Su cronómetro me ha estampado una forma redonda de reloj alrededor del ombligo.
La chica, todavía en mis brazos, dice:
– Mira lo mucho que me odiaba mi madre… -Dice-: A la gente le digo que me llamo Sheila porque mi madre de verdad me puso el nombre más horroroso que se le ocurrió.
El nombre de su certificado de nacimiento, de cuando Cassie Wright la dio en adopción.
Con el índice de una mano, la chica se seca las lágrimas de las mejillas, tan deprisa como si fuera un limpiaparabrisas, y dice:
– La muy puta me llamó Zelda Zonk. -Sonríe y dice-: ¿Cómo se puede odiar tanto?
Mientras la abrazo, ya no es tan importante el no tener nada afuera en estos momentos, fuera de este lugar. El no tener ni idea de mi nombre verdadero ni de quién soy. El hecho de que aquí mismo, con su jersey pegado a mi piel, este momento parece bastarme.
Y el tío que hacía de Dan Banyan dice:
– ¿Has dicho «Zelda Zonk»? -Desde el otro lado del sótano, sonriendo, mirándonos con su oreja, el número 137 dice-: ¿De verdad te llamó «Zelda Zonk»?
Y, negando con la cabeza, se echa a reír.
Y yo digo que mi nombre verdadero es Darin, Darin Johnson, y abrazo a Zelda hasta que su mejilla vuelve a quedar apoyada en la cruz de mi pecho. Su cronómetro haciendo tictac contra la piel de mi tripa.
EL SEÑOR 137
La directora de casting de la Metro-Goldwyn-Mayer rechazó tres veces a Roy Fitzgerald. El actor tropezó cuando le pidieron que caminara por el despacho de ella, tropezó tantas veces que a ella le preocupó que le pudiera romper la mesilla de cristal del café. Fitzgerald, un antiguo marino convertido en miembro del sindicato del transporte, que ahora trabajaba como repartidor de zanahorias congeladas, enseñaba demasiada encía cuando sonreía. Y lo peor de todo, tenía risita de chica. Fitzgerald hablaba con la voz de pito de una adolescente, y cada vez que se tropezaba con sus propios pies soltaba una risita de chica.
Nadie iba a darle un papel a aquella enorme nenaza hasta que su agente, Henry Willson, le enseñó a pegar los labios a los dientes cuando sonreía. Willson expuso a Fitzgerald a un actor que sufría faringitis. Una vez Fitzgerald estuvo contagiado y se le había infectado del todo la garganta, el agente le ordenó que chillara y gritara hasta que se le cicatrizaran las cuerdas vocales. Después de aquello, la voz del actor quedó convertida en un gruñido grave y cazalloso. Una voz de hombre. Y le cambió el nombre a Rock Hudson.
Me encanta el que Cassie Wright conociera esa pequeña historia de Hollywood. El hecho de que los dos conozcamos tantas anécdotas -lo de que Tallulah bebía cáscara de huevo machacada y Lucy se estirara la cara hacia atrás- es lo que me ha hecho enamorarme de ella. La mayoría de matrimonios se basan en mucho menos.
Cassie sabía lo de que Marilyn Monroe llevaba un tacón más corto que el otro para que el culo se le meneara mucho al andar. Cassie sabía que las neumonías y bronquitis que sufrió Marilyn durante toda la vida eran probablemente resultado de su costumbre de sepultarse en una bañera llena de hielo picado antes de cualquier aparición en público o en una película. El tumbarse allí desnuda, drogada para escapar del dolor, sepultada en hielo durante horas, le daba a Monroe sus sólidas tetas erectas y el culo que ella quería para su jornada de trabajo.
¿A que no sabes qué?
Cassie conocía el nombre secreto de Marilyn, la persona que Marilyn soñaba con ser. No la rubia que hablaba como una niña y bamboleaba las caderas. Monroe soñaba con ser respetada, una intelectual como Arthur Miller, una actriz respetada y seguidora del método Stanislavski. Un ser humano con dignidad. Esa era la persona en quien Monroe se convertía cuando viajaba sin maquillaje, sin la ropa de diseñadores que le prestaban los estudios de cine, con su famoso pelo recogido debajo de un pañuelo, escondida detrás de unas gafas de leer con montura de concha. Esa actriz poco llamativa, inteligente y culta que se hacía llamar Zelda Zonk. Cuando reservaba billetes de avión o se registraba en los hoteles. Zelda Zonk. La que leía libros. La que coleccionaba arte. La persona que Marilyn Monroe, la diosa rubia del sexo, soñaba con ser.
SHEILA
La señorita Wright lo sabía.
Desde el principio ya sabía quién era yo. Quién era ella en realidad. Me siguió el juego, sabiendo que iba a morir. Cassie Wright estaba dispuesta a follarse a seiscientos saca-leches para hacerme rica.
Créetelo. Otra cosa a la que el día de hoy no se reduce para nada es a una cuestión de realidad.
¿Qué hace uno cuando toda su identidad queda destruida en un solo instante? ¿Cómo reacciona uno cuando toda la historia de su vida resulta estar equivocada?
Menuda zorra.
EL SEÑOR 600
En los televisores están poniendo la primera película en que apareció Cassie. Filmada en vídeo, apenas un peldaño de calidad por encima de las cámaras de seguridad que tienen en cualquier tienda de alimentación de la esquina. En los televisores estamos ella y yo, tan jóvenes como Sheila y el chaval número 72. Cassie tiene los ojos en blanco, los brazos caídos a los lados del cuerpo, la cabeza moviéndose al final de un cuello tan estirado que la tensión le abre la boca y la baba cayéndole por la comisura de los labios.
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