Yo, por mi parte, había intentado organizar el gang-bang tal como lo haría Mesalina, dispersando lo más posible a los saca-yogures más feos, a los empalma-huesos viejos y obesos, a los estruja-glándulas sucios o deformes. Un monstruo insertado cada ocho o diez lanza-renacuajos normales.
La señorita Wright señala con la cabeza una cara familiar, la del menea-palancas número 137, y dice:
– Está bueno…
Un actorucho de televisión acabado con ganas de expulsar un poco de salsa de rabo.
En la entrepierna de la señorita Wright algo más infló la licra negra. El bulto le bajó meneándose por la pernera. Le salió disparado del elástico. Cruzó la acera soltando destellos de color verde brillante y desapareció en una alcantarilla, traqueteando, dando golpes, bajando como una bola de pinball por las tuberías metálicas a oscuras.
– Mierda -dijo la señorita Wright-. Esa era de jade auténtico.
Mientras estábamos las dos con la cabeza gacha mirando fijamente la rejilla de hierro de la alcantarilla, yo le conté que Aristóteles solía escribir filosofía sosteniendo una bola pesada de hierro en una mano. En cuanto empezaba a quedarse dormido, los dedos se le relajaban y la bola se le caía al suelo. El estruendo lo despertaba y él seguía trabajando.
– ¿Aristóteles? -dijo la señorita Wright.
Apartó la vista de la alcantarilla para mirarme.
Sí, le digo. Créetelo.
La señorita Wright frunció los ojos hasta convertirlos en dos rendijas y dijo:
– ¿El hombre que se casó con Jackie Onassis?
Y yo le dije que sí. Pasé la página de plástico transparente de mi carpeta de anillas. Le enseñé a otros seis azota-almejas.
La señorita Wright me contó que el famoso amante Casanova solía meter dos bolas de plata dentro de las mujeres con las que salía. Él aseguraba que eso evitaba el embarazo, la plata, porque contiene un poco de veneno. La misma razón por la que a la gente le convendría comer con cubiertos de plata, porque la plata mata las bacterias.
Pesas vaginales, las llamó ella. Algunas tintineaban porque tenían cascabeles dentro. Algunas parecían rodillos pequeñitos. Otras tenían forma de huevos de gallina. Una las llevaba dentro mientras corría o iba en bicicleta o hacía las tareas de la casa.
Sin dejar de hacer jogging, pasándose la piedra de una palma a la otra, donde aterrizó con un ruido fuerte de palmada, la señorita Wright dijo:
– El único problema que tengo con el jogging es que a veces traqueteo -dijo-. A veces siento que soy como un bote de pintura en espray.
La piedra golpeó su otra palma, el ruido de una sola mano aplaudiendo.
Pasé otra página de mi carpeta de anillas. Otros seis tira- cañas.
Mirando al limpia-rifles número 600, la señorita Wright dijo:
– El viejo Branch Bacardi… -Con la mirada perdida, contemplando el horizonte de hierba verde donde el perro había desaparecido, la señorita Wright dijo-: Ese terrier escocés… el perrito Terry, el que interpretaba a Totó en El mago de Oz , ¿sabes que el chucho ese sigue en circulación?
Cuando el perro murió, sus dueños hicieron disecar a Terry. En 1996, el perro se vendió en una subasta por ocho mil dólares.
Créetelo.
– Totó no era ni siquiera un perro chico. Totó era una chica -dijo la señorita Wright- Hasta después de muerta, la chica sigue sacando dinero a la gente.
Algo redondo y pesado ya le iba bajando poco a poco por una pernera de los pantalones cortos.
EL SEÑOR 600
La tal Sheila grita que todo el mundo se calle. Comprueba las convocatorias y dice:
– Número 21… necesito al número 21.
Estamos todos conteniendo la respiración, con los dedos cruzados, las orejas enhiestas para oír nuestro número. Comprobando su portapapeles, Sheila dice:
– Número 283 y número 544. -Con una mano le hace una señal a los tipos para que la sigan al set, diciendo-: Por aquí, caballeros.
En los monitores, estamos mirando cómo Cassie Wright lleva unas braguitas blancas para interpretar a una bella sureña frustrada y desesperada por ser aceptada en la familia de ricos plantadores de su marido. El tipo es un lanzador de béisbol semiprofesional y acabado que bebe demasiado y que hace tanto tiempo que no se la hinca que ella tiene miedo de que sea marica. A Cassie la agobia su suegro, llamado Gran Papi, y también sus sobrinas y sobrinos, a quienes llama monstruos cuellicortos. Acariciándose de arriba abajo las caderas de satén blanco, Cassie dice:
– Me siento… -Dice-: Me siento como un coño en un tejado de cinc caliente.
Esta se acabaría editando como La zorra sobre el tejado de cinc .
Más tarde reeditada como El coño sobre el tejado de cinc .
Cord interpreta al marido tal vez marica, y, sentado en una silla de ruedas, dice:
– ¡Pues salta, Maggie! ¡Salta!
Pero nadie mira la película. Estamos todos frunciendo los ojos, contemplando a Sheila y a los tres tipos, esperando a que lleguen a lo alto de las escaleras, donde Sheila pasa su tarjeta magnética y la puerta de los decorados se abre con un clic. Todos los tíos que estamos aquí, levantando una mano a modo de visera para protegernos los ojos de ese estallido de luz brillante, los focos y las luces de relleno, las bombillas halógenas y el resplandor de los reflectores de Mylar, tan luminoso que duele mirarlo. Pero, aun así, los tíos miran. El costado de todas las caras se ilumina de blanco mientras las siluetas oscuras de Sheila y de los tres tipos se funden y desaparecen en el resplandor blanco.
Los tipos que seguimos esperando, frunciendo los ojos, ciegos como topos y mirando a través de las pestañas, no podemos ver nada salvo tal vez piel blanca con fondo de sábanas blancas, pelo y uñas rubio platino, todo eso derretido bajo unas luces increíblemente blancas, que lo cuecen todo de tanto que brillan. Olor a lejía, a amoníaco, a limpiador. Y una ráfaga de aire acondicionado frío.
En ese destello, la cruz de plata que lleva el chico y el relicario de oro que me dio Cassie, las dos cosas centellean, recalentadas por la luz que han reflejado durante un solo latido del corazón.
Los ojos de los tíos todavía se están acostumbrando a la luz y la puerta ya se está cerrando, cerrando, ya está cerrada. Este sótano en el que esperamos, este suelo pringoso de refresco derramado y de migas de patatas fritas que se nos pegan a los pies descalzos, después de ese único vistazo este lugar queda mucho más oscuro. Nuestro vislumbre de la nada luminosa nos ha dejado ciegos.
Yo me toco el collar que me dio Cassie, el relicario y le digo algo al tipo de la televisión que lleva el peluche.
Y el chaval número 72 aparece a mi lado y pide permiso para hablar.
– Contigo no -le dice al número 137. El chaval está manoseando algo que le cuelga del cuello con una cadenilla, la crucecita de plata, una especie de cruz eclesiástica, y va y dice-: Necesito preguntarle algo al señor Bacardi.
Me apuesto a que al tipo de la televisión, el número 137, le corre en las venas algo de sangre sucia. Ahora se encoge de hombros y se aleja, pero no demasiado, un par de pasos nada más.
Me acerco al chico, me pongo a darle golpecitos con el dedo en la cara, y le digo:
– Chaval, ¿has venido para ayudar a tu vieja o para castigarla?
Al chaval se le ponen a temblar los labios y va y dice:
– He venido a salvarla.
La razón de que las chatis que se dedican a esto no utilizan ninguna clase de contracepción es que la píldora puede hacer que se te agriete la piel. Te puede poner el pelo grasiento y greñudo. Ni el diafragma ni la esponja son cosas que quieras tener dentro del aparato, no si te están trincando en tándem un par de pollas profesionales como las de Cord o Beam o la de un servidor. Ninguna chati que está haciendo penetración doble quiere nada de alambre metido dentro, le digo al chaval. No es imposible para nada que él sea hijo de Cassie Wright.
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