Lisa See - Dos chicas de Shanghai

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Corre el año 1937 cuando Shanghai está considerada el París del continente asiático. En la sofisticada y opulenta ciudad, donde conviven mendigos, millonarios, gángsters, jugadores y artistas, la vida sonríe a las hermanas Pearl y May Chin, hijas de un acaudalado hombre de negocios.
De temperamentos casi opuestos, las dos son hermosas y jóvenes, y pese haber sido criadas en el seno de una familia de viejos valores tradicionales, viven con la sola preocupación de asimilar todo lo que llega de Occidente. Visten a la última moda y posan para los artistas publicitarios, que ven en el retrato de las dos hermanas la proyección de los sueños de prosperidad de todo un país. Pero cuando la fortuna familiar sufre un golpe irreversible, el futuro que aguarda a Pearl y May tiñe sus vidas de una sensación de precariedad e incertidumbre hasta ese momento impensable. Con los bombardeos japoneses a las puertas de la ciudad, las hermanas iniciarán un viaje que marcará sus vidas para siempre, y cuando lleguen a su destino en California, su compleja relación se pondrá de manifiesto: ambas luchan por permanecer unidas, a pesar de los celos y la rivalidad, a la vez que intentan hallar fuerzas para salir adelante en las más que difíciles circunstancias que el destino les depara.

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May recorre el pasillo central y consigue las dos camas superiores de una litera, cerca del radiador. Sube y se tumba para dormir. Nadie nos trae el equipaje. Sólo disponemos de la ropa que llevamos y nuestros bolsos.

A la mañana siguiente, nos arreglamos lo mejor que podemos. Los guardias dicen que van a llevarnos a una entrevista con la Comisión Examinadora, pero las mujeres del dormitorio lo llaman interrogatorio. Esa palabra resulta amenazadora. Una mujer sugiere que bebamos agua fría para aplacar nuestros temores, pero yo no siento miedo. No tenemos nada que ocultar, y esto sólo es un trámite.

Junto con unas cuantas mujeres más, nos conducen a una habitación que parece una jaula. Nos sentamos en bancos y nos miramos con aire pensativo. Hay una expresión china que describe muy bien ese momento: «tragar hiel.» Me digo que, pase lo que pase en esta entrevista, no será tan desagradable como el examen médico, ni como todo lo que nos ha sucedido desde el momento en que baba anunció que había concertado nuestros matrimonios.

– Diles lo que te he enseñado que hay que decir, y todo saldrá bien -le susurro a May mientras esperamos en la jaula-. Entonces podremos marcharnos de aquí.

Mi hermana asiente en silencio. El guardia la llama por su nombre; la observo entrar en una sala y veo cómo se cierra la puerta. Poco después, el mismo guardia me conduce a otra sala. Compongo una sonrisa falsa, me aliso el vestido y camino hacia la puerta con cierta apariencia de seguridad. En la habitación, sin ventanas, hay dos hombres blancos -uno casi calvo y el otro con bigote; ambos con gafas- sentados a una mesa. No me devuelven la sonrisa. En una mesita dispuesta a un lado, otro hombre blanco se entretiene limpiando las teclas de su máquina de escribir. Un chino ataviado con traje occidental de mala hechura examina una carpeta, me mira y vuelve a mirar la carpeta.

– Veo que naciste en Yin Bo -me dice en sze yup, y le pasa la carpeta al hombre calvo-. Me alegro de poder hablar contigo en el dialecto de los Cuatro Distritos.

Antes de que pueda decirle que sé inglés, el calvo ordena:

– Dígale que se siente.

El intérprete me señala una silla.

– Me llamo Louie Fon -continúa en sze yup-. Tu marido y yo llevamos el mismo nombre y provenimos del mismo distrito. -Se sienta a mi izquierda-. Este hombre calvo que tienes delante es el comisario Plumb. El otro es el señor White. El que escribe es el señor Hemstreet. No tienes que preocuparte por él…

– Prosiga -lo interrumpe entonces el comisario Plumb-. Pregúntele…

Al principio todo va bien. Sé la fecha y el año de mi nacimiento en el calendario occidental y en el lunar. Me preguntan el nombre del pueblo donde nací. Luego el nombre del pueblo donde nació Sam y la fecha de nuestra boda. Recito la dirección de Sam y su familia en Los Ángeles. Y entonces…

– ¿Cuántos árboles hay delante de la vivienda de tu presunto esposo?

Como no contesto de inmediato, cuatro pares de ojos me miran fijamente: curiosos, aburridos, triunfantes, maliciosos.

– Delante de la casa hay cinco árboles -digo, recordando lo que ponía en el manual-. En el lado derecho de la casa no hay árboles. En el lado izquierdo hay un ginkgo.

– ¿Y cuántas habitaciones tiene la casa de tu familia paterna?

Memoricé las respuestas del manual de Sam, pero no imaginé que pudieran preguntarme algo sobre mí. Pienso cuál sería la respuesta correcta. ¿Debo contar los cuartos de baño o no? ¿Debo decir cuántas habitaciones había antes de que las dividiéramos para alojar huéspedes?

– Seis habitaciones principales…

Antes de que pueda explicarme, me preguntan cuántos invitados hubo en mi presunta boda.

– Siete.

– ¿Comieron algo?

– Comimos arroz y ocho platos. No hubo banquete; cenamos en el restaurante del hotel.

– ¿Cómo estaba puesta la mesa?

– Al estilo occidental, pero con palillos chinos.

– ¿Ofreciste nueces de areca a los invitados? ¿Les serviste el té?

Me gustaría aclarar que no soy una campesina, y que por lo tanto jamás se me habría ocurrido ofrecer nueces de areca a los comensales. Les habría servido el té si hubiera tenido la boda que siempre soñé, pero aquella noche no fue una ocasión muy festiva. Recuerdo el desdén con que el venerable Louie descartó la proposición de mi padre de que May y yo realizáramos el ritual.

– Fue una boda civilizada -contesto-. Muy occidental…

– ¿Adoraste a tus antepasados como parte de la ceremonia?

– Por supuesto que no. Soy cristiana.

– ¿Tienes algún documento que acredite tu presunto matrimonio?

– Sí, está en mi equipaje.

– ¿Te espera tu marido?

Esa pregunta me pilla desprevenida. El venerable Louie y sus hijos saben que no subimos al barco con ellos. Me consta que informaron al Clan Verde de nuestro incumplimiento, pero ¿se lo contaron a los inspectores de Angel Island? ¿Y siguen esperando que May y yo aparezcamos?

– Mi hermana y yo nos retrasamos por culpa de los japoneses -explico-. Nuestros maridos están impacientes por vernos llegar.

El intérprete traduce mis palabras, y los dos inspectores hablan entre sí, sin saber que entiendo todo lo que dicen.

– Parece sincera -comenta el señor White-. Pero, según el expediente, está casada con un comerciante legalmente domiciliado y con un ciudadano americano. No puede estar casada con ambos.

– Podría tratarse de un error. En ambos casos deberíamos dejarla entrar. -El comisario Plumb esboza una mueca-. Pero no ha demostrado ninguno de esos dos estados civiles. Y mírele la cara. ¿A usted le parece la mujer de un comerciante? Tiene la piel demasiado oscura. Yo diría que ha trabajado en arrozales toda su vida.

Ya está. La misma crítica de siempre. Miro hacia abajo, por temor a que vean el rubor que empieza a subirme por el cuello. Pienso en la niña de la embarcación en que viajamos hasta Hong Kong, y en cómo la descubrió aquel pirata. Ahora estos hombres están haciendo lo mismo conmigo. ¿De verdad parezco una campesina?

– Pero fíjese en cómo va vestida. Tampoco parece la mujer de un jornalero -observa el señor White.

El comisario Plumb tamborilea con los dedos en la mesa.

– La dejaré pasar, pero quiero ver el certificado de matrimonio que acredita que está casada con un comerciante legal, o algo que demuestre la ciudadanía de su marido. -Mira al intérprete-. ¿Qué día tienen asignado las mujeres para ir al muelle a recoger cosas de su equipaje?

– El martes, señor.

– Muy bien. La retendremos hasta la semana que viene. Dígale que la próxima vez debe traer su certificado de matrimonio. -Le hace una seña al taquígrafo y empieza a dictarle un resumen, que termina con esta frase-: Aplazamos el caso para su posterior investigación.

May y yo pasamos cinco días con la misma ropa. Por la noche, lavamos nuestra ropa interior y la ponemos a secar con la de las demás mujeres que cuelga sobre nuestra cabeza. Todavía nos queda un poco de dinero para comprar pasta de dientes y otros artículos de aseo en una pequeña tienda que abre a la hora de las comidas. Cuando llega el martes, nos ponemos en la cola con otras mujeres que quieren recoger cosas de su equipaje, y unas misioneras blancas nos acompañan a un almacén que hay al final del muelle. May y yo cogemos los certificados de matrimonio, y luego compruebo si el manual sigue allí escondido. Sí, sigue allí. Nadie se ha molestado en mirar en el interior de mi sombrero de plumas. Lo escondo bien, dentro del forro. Después cojo ropa interior limpia y una muda.

Todas las mañanas me visto en la cama debajo de la manta, para que las otras no me vean desnuda. Luego espero a que me llamen a la sala de entrevistas, pero nadie viene por nosotras. Si a las nueve no nos han llamado, ya sabemos que ese día no va a pasar nada. Al llegar la tarde, el nerviosismo vuelve a reinar en la habitación. A las cuatro en punto, el guardia entra y dice: «Sai gaai», una deformación en dialecto cantonés de la expresión hou sai gaai, que significa «buena suerte». A continuación, lee el nombre de las personas autorizadas a subir al barco para completar el último tramo de su viaje a América. En una ocasión se acerca a una mujer y se frota los ojos como si llorara. Luego ríe y le dice que la devuelven a China. Nunca conoceremos el motivo de su deportación.

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