Julian Barnes - Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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Arthur no dice nada; piensa que sólo se puede señalar lo obvio numerosas veces.

– Y no entiendo por qué necesitaba mutilar de aquel modo a caballos y ganado. El u otros. ¿Lo entiende usted, sir Arthur?

– Como digo en mi texto inculpatorio -responde Arthur, que cada vez se siente más descontento-, sospecho que la luna nueva producía un efecto extraño en él.

– Es posible -dice George-. Aunque no todos los casos ocurrieron en el mismo punto del ciclo lunar.

– Correcto. Pero sí la mayoría.

– Sí.

– Entonces, ¿le parecería razonable la conclusión de que aquellas mutilaciones extrínsecas se realizaron con el fin deliberado de burlar a los investigadores?

– Sí.

– Señor Edalji, no parece que le haya convencido.

– Perdóneme, sir Arthur, no es que no le esté, o no quiera parecer, inmensamente agradecido por su ayuda. Es, quizá, que soy abogado.

– Cierto.

Tal vez le esté tratando con excesiva dureza. Pero es extraño: es como si le hubiera llevado una bolsa de oro desde los confines más remotos de la tierra y él le respondiera: «Pues la verdad, habría preferido plata».

– El instrumento -dice George-. La lanceta.

– ¿Sí?

– ¿Puedo preguntarle por qué sabe cómo es?

– Claro. Por dos razones. Primera, le pedí a la señora Greatorex que me la dibujase. El señor Wood, al ver el dibujo, la identificó como una lanceta. Y segunda… -Arthur hace una pausa efectista-, la tengo en mi poder.

– ¿La tiene?

Arthur asiente.

– Y se la podría enseñar, si quiere. -George parece alarmarse-. No aquí. No se preocupe, no la he traído. Está en Undershaw.

– ¿Puedo preguntarle cómo la ha conseguido?

Arthur se frota con un dedo la pared exterior de la nariz. Después transige.

– La encontraron Wood y Harry Charlesworth.

– ¿La encontraron?

– Estaba claro que había que conseguirla antes de que Sharp se deshiciera de ella. Sabía que yo estaba en la zona y le seguía la pista. Incluso empezó a mandarme cartas como las que le mandaba a usted. Amenazando con extraerme los órganos vitales. Si Sharp tuviera dos hemisferios cerebrales, habría sepultado el instrumento donde nadie pudiera encontrarlo en cien años. Así que encomendé a Wood y a Harry que lo encontraran.

– Ya veo.

George se siente como cuando un cliente empieza a hacerle confidencias que los clientes no suelen hacerle a un abogado, ni siquiera al suyo…, sobre todo no al suyo.

– ¿Y se ha entrevistado con Sharp?

– No. Creo que ya lo digo en el texto.

– Sí, por supuesto. Perdone.

– En suma, si no tiene objeciones, incluiré la inculpación de Sharp en los otros documentos que presento al ministerio.

– Sir Arthur, no me es posible expresarle la gratitud que siento…

– No quiero que lo haga. No lo he hecho por su dichosa gratitud, que ya ha expresado suficientemente. Lo hago porque es usted inocente y porque me abochorna cómo funciona la maquinaria judicial y burocrática de este país.

– Sin embargo, nadie podría haber hecho lo que usted. Y además en un tiempo relativamente corto.

«Es como decirme que vaya una chapuza -piensa Arthur-. No, no seas absurdo: es sólo que le interesa mucho más su propia rehabilitación, estar plenamente seguro de ella, que procesar a Sharp. Lo cual es de lo más comprensible. Terminar el punto uno antes de pasar al punto dos: ¿qué otra cosa cabe esperar de un abogado cauto? Mientras que yo ataco en todos los frentes al mismo tiempo, a él sólo le preocupa que yo pierda de vista la pelota.»

Pero más tarde, cuando se hubieron separado y Arthur iba en un coche hacia el apartamento de Jean, empezó a dudar. ¿Cómo era aquella máxima? ¿Que la gente te perdonará cualquier cosa menos la ayuda que le has prestado? Algo parecido. Y quizá una reacción así fuese exagerada en aquel caso. Al leer sobre el de Dreyfus le había sorprendido que a muchos de los que acudieron en ayuda del militar francés, que se batieron por él, movidos por una pasión profunda, que vieron su caso no sólo como una gran batalla entre la verdad y la mentira, entre la justicia y la injusticia, sino como una cuestión que explicaba e incluso definía el país donde vivían…, que a muchos de ellos no les hubiera impresionado en absoluto el coronel Alfred Dreyfus. Les había parecido un palo seco, frío y correcto, y no precisamente rezumante de gratitud y compasión humanas. Alguien había escrito que la víctima no solía estar a la altura de la mística de su propio caso. Era una de esas frases que dicen los franceses, pero no necesariamente desencaminada.

O quizá fuese igualmente injusta. Cuando conoció a George Edalji, le impresionó que aquel joven delicado y más bien frágil hubiera soportado tres años de trabajos forzados. En su sorpresa, sin duda no había apreciado cuánto debió de costarle a George. Quizá la única forma de sobrevivir era concentrarse a fondo, desde el alba al crepúsculo, en las minucias de tu caso, no tener nada más en la cabeza, tener ordenados todos los hechos y argumentos para el momento en que pudieran hacer falta. Sólo así podías sobrevivir a una monstruosa injusticia y a un sórdido y total cambio de tu estilo de vida. Quizá fuese, en suma, esperar demasiado de George Edalji el que reaccionara como un hombre libre. Hasta que le indultasen y le indemnizaran no podría volver a ser el hombre que había sido.

«Guarda tu irritación para otros -pensó Arthur-. George es un buen chico, y es inocente, pero no sirve de nada desear que sea un santo. Querer más gratitud de la que puede ofrecer es como querer que cada crítico declare que cada nuevo libro tuyo es la obra de un genio. Sí, guarda tu irritación para otros. Para el capitán Anson, en principio, cuya carta de esta mañana contenía una nueva insolencia: la negativa en redondo a admitir que las mutilaciones podrían haber sido realizadas con una lanceta para caballos. Y, como remate, esta frase despectiva: "Lo que ha dibujado es una sangradera ordinaria". ¡Encima!» Arthur no había importunado a George con esta última provocación.

Y, aparte de con Anson, descubría que se estaba irritando también con Willie Hornung. Su cuñado tenía un chiste nuevo, que Connie le había contado en el almuerzo. «¿Qué tienen en común Arthur Conan Doyle y George Edalji?» ¿No? ¿Te rindes? «Las sentencias.» Arthur gruñó para sus adentros. Sentencias: ¿eso le parecía ingenioso? Visto con objetividad, quizá lo fuera para algunas personas. Pero la verdad… A no ser que estuviera perdiendo el sentido del humor. Decían que le pasaba a la gente de edad madura. No…, sandeces. Y ahora empezaba a irritarse consigo mismo. Otro rasgo de la madurez, sin duda.

George, entretanto, seguía en el salón de escribir del Grand Hotel. Estaba decaído. Su ingratitud y descortesía con sir Arthur habían sido una vergüenza. Y después de los meses y meses de trabajo que había dedicado al caso. George se avergonzaba de sí mismo. Tendría que escribir una nota de disculpa. Y sin embargo… habría sido deshonesto decir más de lo que había dicho. O, mejor dicho, si hubiera dicho más, tendría que haber sido honesto.

Había leído la inculpación que Arthur iba a enviar al ministerio. La había leído varias veces, por supuesto. Y cada vez su impresión se había consolidado. La conclusión -la inevitable, la profesional- era que le prestaría un flaco servicio. Además, su opinión -que nunca se habría atrevido a emitir en la entrevista- era que la acusación de sir Arthur contra Sharp se parecía extrañamente a la incriminación de la policía de Staffordshire contra él, George.

Para empezar, se basaba, y de una manera idéntica, en las cartas. Sir Reginald Hardy había dicho, en su recapitulación en Stafford, que la persona que escribió las cartas tenía que ser la misma que mutiló a los animales. Este vínculo era explícito, y había sido criticado con razón por Yelverton y los que habían abrazado la causa de George. Pero sir Arthur establecía exactamente el mismo vínculo. Las cartas habían sido su punto de partida, y a través de ellas había rastreado la mano de Royden Sharp, y sus idas y venidas en cada momento. Las cartas incriminaban a Sharp del mismo modo que antes habían incriminado a George. Y si ahora se llegaba a la conclusión de que Sharp y su hermano habían escrito las cartas aposta para implicar a George en el asunto, ¿por qué no habría podido escribirlas otra persona para involucrar de igual manera a Sharp? Si la primera vez habían sido falsas, ¿por qué tenían que ser verdaderas la segunda?

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