«Muy impropio de Olivia tener un cojín tan cursi y con semejante topicazo bordado en él -pensó Ágata mientras se agarraba con prudencia al pasamano, pero luego se dijo que su hermana no hacía nada a humo de pajas y que incluso aquella inscripción debía significar algo especial en la puesta en escena que les tenía preparada-. ¿Querría eso decir que el viaje iba ser un tipo de casting para elegir nuevo marido? Y de ser así ¿qué papel jugaba ella en dicha reunión?: ¿la de chaperona?, ¿la de la hermana fea en contraposición a la guapa para que todos compararan?, ¿la de paño de lágrimas de los candidatos desechados que le pedirían consejo para recuperar el favor de la bella?» En realidad ese papel era ya un clásico en su vida; durante su adolescencia y buena parte de la veintena de ambas, a Ágata le había tocado consolar a los innumerables descartes de su hermana mayor. De hecho, de ahí le había venido la idea de inventar a madame Poubelle y su Club de Corazones Solitarios; había tantos en este mundo.
Todas estas cavilaciones se vieron interrumpidas de pronto por la irrupción de un largo y musculoso brazo del color del trigo allá arriba en cubierta. Uno que, al ayudarla a subir a bordo, la hizo encontrarse cara a cara con un tipo guapísimo. «Soy Vlad», dijo aquella aparición sobrenatural, y Ágata sólo pudo tartamudear al decir: «… y… yo la hermana de Olivia». Pero por suerte, en seguida logró sobreponerse y sonreír: «Tonta, qué falta de mundo -se dijo- pareces una pueblerina. Una pueblerina de hace treinta años, además, porque ahora ya nadie se extraña de nada, ni siquiera de las apariciones arcangélicas, digamos.»
Mientras un silente marinero oriental se ocupaba de subir el equipaje, Ágata aprovechó para mirar a su alrededor al tiempo que se divertía en rememorar todos los términos marineros que había aprendido en sus lecturas juveniles en La isla del tesoro o en las novelas de Salgari. Vio entonces dos grandes mástiles de madera antigua y rubia, la cubierta de teca impecable, vio también los winches pulidos, perfectos, que brillaban al sol y, más allá vio extenderse toda la zona de popa decorada con almohadones tapizados en cuero marfil. Soberbio sin duda aquel barco de casco tan azul e interior tan blanco. «Y qué adecuado -se dijo entonces- es el nombre que han elegido para él: Cianuro-espumoso (cian quiere decir azul ¿verdad? Cian de cianuro, cian de cianótico).» Y es que, en su opinión, nada podía sintetizar mejor la sensación que producía el espectáculo que estaba viendo: «Me recuerda a una gran copa color cobalto llena de Dom Pérignon», rió.
– ¿Me acompaña, por favor? -le preguntó en ese momento Vlad.
«Qué demonios hará un ángel como él en este maravilloso y a la vez inquietante decorado», se dijo Ágata, admirando la silueta del muchacho que se recortaba contra a la barandilla de estribor. Pero aunque eran muchos los interrogantes que se agolpaban en su cabeza, ya no le dio tiempo a más cavilaciones; él la llamaba con un gesto de la mano.
– ¿No quiere ver su camarote? Yo la acompaño, señora.
– Por favor, llámame Ágata, y de tú; no soy nadie importante -rogó, mientras ambos descendían un par de escalones hacia el interior de la nave y se adentraban en un amplio salón. Al principio, cegada por la luz del exterior, nada podía ver pero, poco a poco, Ágata fue recobrando la visión. Entonces pudo comprobar que todas las paredes de aquel recinto estaban recubiertas de una madera color miel. Venecianas de láminas grises filtraban la luz de las ventanas exteriores que daban sobre cubierta, así como a los pasillos laterales de la nave. Y, al ambiente de penumbra general, contribuía además el tono de la moqueta, que era de un azul tan intenso que casi parecía negro. Oscuros y de cuero eran también los sofás sobre los que podían verse diversos almohadones confeccionados en telas de dibujos africanos en las que se entremezclaban los rojos, los verdes, los malvas. Hasta el olor de aquel lugar era especial porque, al particular aroma de las maderas y el cuero, se sumaba algo parecido al ámbar o tal vez una resina oriental. Ágata se detuvo. Qué mundo tan ajeno al suyo era ése y qué lejos quedaba ahora su pisito de Madrid de cincuenta metros cuadrados. También su empleo como profesora de Lengua y Literatura en un colegio concertado. ¿De veras era éste el ambiente en el que reinaba desde hacía años su propia hermana?, ¿cuántos años luz separaban su mundo del de ella?
Pasados unos segundos de cavilación, Ágata no tuvo más remedio que reanudar la marcha porque la rubia cabeza de Vlad acababa de desaparecer por el hueco de una gran escalera tapizada también en moqueta oscura. Pronto descubrió que los peldaños conducían al interior del Sparkling Cyanide y a una especie de distribuidor en el que se alineaban varias puertas que estaban abiertas, por lo que no le fue difícil espiar el interior. Las dos de la derecha correspondían a camarotes amplios y espléndidos con cama doble, de modo que dedujo que estarían destinados a alojar parejas. Los dos restantes, en cambio, a pesar de ser tan amplios y bellos como los anteriores, tenían camas algo más pequeñas, de esas que los americanos llaman queen size, «… y que ya quisiera cualquier simple mortal como cama de matrimonio», se dijo Ágata, que imaginaba que uno de esos camarotes sería el suyo.
Sin embargo, Vlad pasó de largo dejando atrás todas aquellas puertas y continuó su camino (hacia proa y siempre por estribor, se dijo Ágata ya muy ambientada). «Seguro que ahí adelante hay otros tantos camarotes igual de fastuosos -pensó- desde luego este barco es aún más grande de lo que parece desde fuera.»
Siguieron avanzando y Ágata se dio cuenta de que, poco a poco, el decorado comenzaba a cambiar. Desapareció primero la moqueta oscura tan elegante, después las venecianas de láminas grises y hasta el maravilloso aroma a madera, resina y ámbar se trocó en otro efluvio que Ágata no tuvo dificultad en reconocer como una fritanga oriental mezcla de soja con repollo, o algo muy parecido.
Siguiendo siempre al silencioso Vlad, sus pasos acabaron por llevarla a un mundo interior, funcional y laborioso en el que pudo ver, primero, las cocinas del barco y a continuación, una especie de recinto que se abría hacia babor, en el que dos camareros filipinos o tal vez malayos repartían comida a cuatro o cinco marineros también orientales ataviados con camisetas azules en las que podía leerse en discretas letras blancas Sparkling Cyanide.
– Buenos días -saludó educadamente Ágata, pero ninguno de aquellos individuos pareció oírla, por lo que continuó adelante tras los pasos de su guía hasta que, por fin, éste se detuvo ante una pequeña puerta un par de metros más allá. Segundos más tarde, Vlad se hacía a un lado caballerosamente para introducir a Ágata en un habitáculo de reducidas dimensiones en el que se peleaban por convivir una cama individual, un armarito metálico y una solitaria mesilla de noche algo desconchada. Sobre la cama, cubierta por una colcha gris, había tres toallas y, sobre la mesilla, un libro.
– ¿Es aquí? -inquirió, aunque tenía más que fundada sospecha de cuál sería la respuesta.
– Sí, me temo que el resto de los camarotes están todos adjudicados -dijo Vlad, con lo que a Ágata le pareció genuino apuro, de modo que ella inmediatamente se dedicó a quitarle importancia al asunto. Y, para demostrar que, en efecto, no la tenía, le sonrió al tiempo que fingía echar un vistazo a la carátula del libro que había sobre la mesilla. «Por lo menos un detalle acogedor en esta celda monacal», pensó antes de calcular, así a ojo, que su camarote debía de ser más o menos del tamaño del dosel del de su hermana Olivia y desde luego mucho menos glamouroso.
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