Carmen Posadas - Invitación a un asesinato

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Olivia Uriarte acaba de ser abandonada por su marido. Ha sido reemplazada por una mujer más joven y además está al borde de la ruina.
¿Qué puede hacer? Planear al milímetro su propio asesinato.
¿Cómo? Invitando a todos sus enemigos a un lujoso velero en el Mediterráneo.
Sin embargo… Será su hermana Ágata quien reconstruirá los últimos minutos de la vida de Olivia y buceará en los posibles motivos de cada invitado para asesinarla.
Esto, cambiará su propia vida y la de su hermana.

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Se trataba de una hoja de madera muy conocida para Olivia aunque ella no la había franqueado jamás. «Tesoro, con lo grande que es el mundo, sólo los amantes confiados, y, por tanto, estúpidos, cometen la torpeza de amarse en el dormitorio de uno u otro.» Eso le había dicho ella a Vlad la primera y única vez que él sugirió encontrarse en la habitación construida encima del garaje que se había convertido en alojamiento provisional del muchacho cuando los tres visitaban Mallorca.

«Se ve que hay gente que nunca aprende de la prudencia ajena», recuerda ahora Olivia haber pensado mientras seguía los pasos de los dos primos escaleras arriba y a discreta distancia. Lo había dicho así, como quien resta importancia al asunto, intentando mantener ese perpetuo aire de ironía que era no sólo su rasgo más característico sino también su refugio en momentos delicados. Un, dos, tres pasos más hacia la planta superior guiada por las risas de los dos hombres y entonces su corazón pareció saltarse un latido al oír cómo la puerta se cerraba tras ellos. Olivia no era masoquista, tampoco era de las que, para creer, necesitan meter el dedo en la llaga o la mano en el costado, y maldita la falta que hacía en este caso. Sin embargo, un extraño impulso la hizo mirar hacia arriba, hacia el estrecho ventanuco de cristal esmerilado que se abría en la parte superior de la puerta. Ver o no ver, meter o no meter el dedo en la llaga, no sabía bien cómo actuar, pero al final se inclinó por lo segundo. Por eso, un par de minutos más tarde, con la ayuda de una silla, Olivia Uriarte pudo entrever todo lo que ocurría al otro lado de la hoja de madera. Bendito cristal incierto que le ahorraba los detalles más explícitos pero, aun así, su rugosa superficie permitía distinguir dos siluetas que se anudaban y desanudaban en un ballet tan bello como brutal. Dos cuerpos masculinos desnudos, que ella había amado muchas veces, muy blanco el uno, el otro del color del trigo. Una sincronía perfecta de movimientos parecía acompasar todos los sonidos que de ellos procedían: risas, embates, gemidos, suspiros y jadeos, interrumpidos tan sólo por el crujir de las maderas o el chirrido rítmico de un muelle.

«Qué distintos -recuerda ahora Olivia haber pensado-. Pero qué distintos son los movimientos de dos hombres», y se maravilló también de la irresistible atracción que a veces ejerce la visión de lo más detestable. Por eso continuó allí, sin respirar siquiera, admirando aquella escena distorsionada por la rugosidad del vidrio, extrañamente bella, letal. Y lo hizo con algo muy parecido a la paralizante fascinación con la que una mosca atrapada en una telaraña observa a la tarántula que amenaza con devorarla. ¿Cuánto tiempo transcurrió así? Olivia no lo recuerda; demasiado, en todo caso, hasta que por fin, igual que un insecto en la telaraña, también ella logró reaccionar para liberarse de la pegajosa trampa y emprender la huida.

Sí, porque lo más importante era salir de allí cuanto antes, librarse de aquella visión horrible, escapar. Ella era una persona racional, calculadora en el mejor sentido de la palabra. Necesitaba alejarse primero para poder meditar qué le convenía hacer a continuación. En realidad era sencilla la huida. Sólo debía descender de la silla sin hacer ruido, dar apenas un par de pasos hasta el pasillo y ya está. Comenzó, por tanto, a girar su cuerpo, lo hizo lentamente, pero para su desgracia se le ocurrió mirar por vez postrera a través del cristal esmerilado. Y ojalá no lo hubiera hecho, porque las sombras realizaban ahora un nuevo ballet de movimientos sincopados, tan hipnóticos, que la mosca en su telaraña ya no fue capaz de mover un músculo y continuó allí, cautiva, sin poder siquiera despegar los ojos de lo que tenía delante.

Atacar, he ahí la segunda estrategia de cualquier víctima cuando descubre que la huida se hace imposible. Desde luego, ganas no le faltaban, fuerzas tampoco. ¿No se dice siempre que la mejor defensa es un ataque? Claro que sí, sólo necesitaba abrir la puerta y montar un gran escándalo, gritarles a esos dos maricones que todo el mundo se iba a enterar de lo que eran, chillar que iba a pedir el divorcio y luego sacarle a Flavio hasta el último céntimo, incluida la herencia de toda su familia de mañosos elegantes, panda de bujarrones, estirpe de sarasas, sodomitas y putos, putos maricones de mierda.

Las tenues alas de la mosca en su trampa intentan alzar el vuelo para cumplir su propósito. Hacen un primer ensayo, luego un segundo y hasta un tercero pero ni una sola fibra de su cuerpo obedece sus órdenes. Mira entonces a su alrededor y, después de un momento de desconcierto, comprende qué es lo que le impide moverse: sus alas sí, sus alas están lastradas sin remedio.

«Prenup», así se llama el insuperable peso que le impide elevarse y volar. Prenup es el nombre gringo con el que se conoce ese contrato que ella había firmado con Flavio antes de su boda, una precaución muy común ahora entre los ricos de este mundo. «En caso de divorcio, y sean cuales fueren las circunstancias que lo provoquen, la parte b (ésta era Olivia, claro) no reclamará más pensión que la que la parte a (éste era Flavio, maldita sea su estampa) estipule como justa.» ¿Qué por qué lo había firmado? No por romanticismo, desde luego, tampoco por generosidad, sino por pura estrategia; porque sabía bien que, con los ricos muy ricos, la única arma infalible es mostrarse rendidamente desinteresada. Y es que Olivia conocía ya lo suficiente a los flavios de este mundo como para comprender que nunca se gana contra ciertas personas a menos que se finja ser un cordero degollado. Por eso había accedido a aquellas condiciones tan desfavorables. Por eso y porque -según le explicó el estirado picapleitos inglés experto en «prenups» que Flavio le había enviado para, según él, «discutir dos o tres pequeños detalles sin importancia, amore, ya verás que no hay ningún problema»- la oferta era eso o nada. «… Seguro que usted lo comprende, Ms. Uriarte. No se trata de nada personal, como es lógico, pero es que mi cliente va por su segundo divorcio y nosotros aconsejamos ser muy cautos con ciertas cosas. Nunca se puede ser lo suficientemente precavido con los temas crematísticos, ¿no cree usted lo mismo, Ms. Uriarte?»

Más o menos eso había dicho aquel tipo de modales untuosos y culo escurrido como una espátula. También tenía las manos manicuradas y llevaba kohol en los ojos, lo que lo hacía desagradablemente inolvidable. «Ahora que lo pienso -se dice Olivia al recordar estos detalles-, seguro que el fulano ése forma parte de la todopoderosa Mafia Pink que mueve el mundo. ¿También él se habría tirado a Flavio? ¿Es que ya no quedan tíos heterosexuales en este puto mundo de mierda?

Olivia, ante el cristal esmerilado, se dio cuenta entonces de que, descartadas la huida y también el ataque como estrategias, sólo le quedaba la posibilidad de recurrir al último y desesperado recurso de toda criatura aprisionada en una telaraña. Y al recordarlo ahora, casi un año más tarde, Olivia sonríe al encender un nuevo Marlboro porque el método elegido es uno que requiere temple y más aún perseverancia, pero que cuando se usa con astucia, resulta infalible: ella lo llamaba la catalepsia.

Igual que una criatura que no tiene otra escapatoria opta en última instancia por hacerse la muerta, eso mismo decidió Olivia aquel día. Fingir de ahí en adelante que nada veía, que nada oía, que nada sentía a la espera del momento en que su suerte cambiara y le permitiera conseguir sus propósitos. Por eso, apenas una hora más tarde, esa misma noche sin ir más lejos, se había sentado a la mesa a cenar con sus dos hombres como si nada hubiese pasado. Como si fuera tonta, sorda y tan ciega que no reparase en sus cabelleras húmedas y repeinadas, que recordaban a dos escolares traviesos que atusándose el pelo y poniendo cara de buenos intentan camuflar su última trastada. Tonta, ciega, sorda y también muda, así había continuado Olivia durante varios meses a la espera de su ocasión. Meses en los que Flavio había seguido intentando ayudar a su primo a encontrar un puesto para el que estuviera dotado. Pero lo cierto es que pronto se hizo evidente para todos -incluso para Flavio- que en el caso de Vlad la palabra «dotado» remitía a aptitudes que poco tenían que ver con el mundo de los negocios. Y durante todo ese tiempo tan doloroso, tan humillante, la mosca falsamente muerta fue fiel a su estrategia de la catalepsia hasta que le pareció notar que algo, muy sutil, comenzaba a cambiar en la actitud de Flavio hacia su primo, lo que presagiaba que pronto podría presentarse la ocasión para por fin ganar la partida. Dicha ocasión no apareció de un día para otro, se hizo esperar aún un poco más, pero Olivia conocía a sus clásicos. O, lo que es lo mismo, a su marido y el estrato económico al que pertenecía. «Un rico -solía consolarse pensando con no poca frecuencia-, tiene una desventaja que, según y cómo, puede ser también una gran virtud: tarde o temprano se cansa de todos sus juguetes.»

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