Después de que Croce pasó a retiro su conducta se volvió aún más extraña. Se encerró en su casa y dejó de hacer lo que siempre había hecho. Las rondas a la mañana que terminaban en el almacén de los Madariaga, las recorridas por el pueblo, su presencia en la comisaría. Por suerte, la casa donde había vivido siempre estaba en regla y no lo podían desalojar hasta que no le cerraran el expediente. Lo veían moverse de noche por el jardín y nadie sabía lo que hacía, se paseaba con el cuzco, que lloraba y ladraba, en la noche, como pidiendo ayuda.
Madariaga se acercó una tarde a saludarlo pero Croce no lo quiso recibir. Salió vestido con un sobretodo y una bufanda y le hizo el gesto de saludo con la mano y otros gestos que Madariaga apenas pudo entender pero que parecían decirle, por señas, que estaba bien y que lo dejaran de joder. Había cerrado el portón con candado y era imposible entrar en la casa.
En esos días Croce empezó a escribir cartas anónimas. Las escribía a mano con la letra apenas cambiada como seguramente había visto hacer alguna vez a algún chantajista del pueblo. Y las dejaba furtivamente en los bancos de la plaza, sostenidas con un cascote para que no se las llevara el viento. Tenía los datos, conocía los hechos. Las cartas giraban sobre los hermanos Belladona y la fábrica. Los anónimos eran un clásico en el pueblo, así que rápidamente todos conocieron el contenido y especularon sobre su origen. Quieren que Luca sea expulsado del edificio de la fábrica para vender la planta y armar un centro comercial en esa zona, decían en resumen, con distintas variantes, las cartas. Entonces volvieron a aparecer las versiones sobre Luca, que había llamado a Tony, que Croce lo había ido a ver, que debía mucha plata, y esas versiones corrían como el agua que se escurre bajo las puertas en una inundación. Varias veces el pueblo había quedado bajo el agua cuando se desbordó la laguna y esta vez los anónimos y los chismes hicieron el mismo efecto. Pasaron varios días sin que nadie dijera nada, pero una tarde, cuando Croce apareció en la calle y empezó a repartir las cartas a la salida de la iglesia, lo internaron en el manicomio. Estos pueblos pueden no tener escuela, pero siempre tienen un manicomio, decía Croce.
Renzi escuchaba los comentarios sobre la situación mientras cenaba en el restaurante del hotel. Todos hablaban del caso y tejían hipótesis diversas y reconstruían los sucesos a su manera. El local era amplio, con manteles en las mesas, lámparas de pie y un estilo tradicional y tranquilo. Renzi había publicado varias notas sosteniendo la posición de Croce sobre el caso y el viraje de los hechos había confirmado sus sospechas. No se imaginaba cómo iban a seguir las cosas, posiblemente iba a tener que volver a Buenos Aires porque en el diario le decían que el asunto había perdido interés. Renzi pensaba en esa posibilidad mientras comía un pastel de papas y se iba liquidando, lentamente, una botella de vino El Vasquito. En ese momento vio a Cueto que entraba en el local y luego de saludar a varios parroquianos y recibir lo que parecían aplausos o felicitaciones se acercó a la mesa de Renzi. No se sentó, se paró al costado y le habló casi sin mirarlo, con su aire condescendiente y sobrador.
– Todavía está por acá, Renzi. - Lo trataba de usted para hacerle saber que venía a hablar en serio - . El asunto está resuelto, no hace falta seguir dándole vueltas. Mejor se va, amigo, ya no tiene nada que hacer acá. - Lo amenazaba como si le estuviera haciendo un favor -. No me gusta lo que escribe - le dijo, sonriendo.
– A mí tampoco - dijo Renzi.
– No te metas donde no te llaman. -Hablaba ahora con el tono descuidado y frío de los matones de las películas. El cine, según Renzi, le había enseñado a todos los provincianos a parecer mundanos y canallas-. Mejor te vas…
– Había pensado volverme, la verdad, pero ahora me voy a quedar unos días más -dijo Renzi.
– No te hagas el gracioso… Sabemos bien quién sos vos.
– Voy a citar esta conversación.
– Como te parezca -le sonrió Cueto-. Sabrás lo que hacés…
Se alejó hacia la entrada y se detuvo en otra mesa a saludar y después se fue del restaurante.
Renzi estaba sorprendido, Cueto se había tomado el trabajo de venir a intimidarlo, muy raro. Fue al mostrador y pidió el teléfono.
– Es como un ovni -le explicó a Benavídez, el secretario de redacción-, hay una valija con plata y una historia rarísima. Me voy a quedar.
– … No te puedo autorizar, Emilio.
– No me jodas, Benavídez, tengo la primicia.
– ¿Qué primicia?
– Me están apretando acá.
– ¿Y con eso?
– Croce está en el manicomio, mañana lo voy a visitar…
Le salía confusa la descripción, por eso le pidió que le diera con su amigo Junior, que estaba a cargo de las investigaciones especiales en el diario, y después de algunas bromas y largas explicaciones lo convenció para quedarse unos días más. Y la decisión dio resultado porque de golpe la historia había cambiado y también su situación.
La luz de la celda se había apagado a medianoche, pero Yoshio no podía dormir. Permanecía inmóvil en el camastro tratando de recordar con precisión cada momento del último día que había estado en libertad. Lo reconstruía con cuidado, desde el mediodía del jueves cuando acompañó a Tony a la peluquería, hasta el instante fatal en el que sintió los golpes en la puerta cuando fueron a arrestarlo el viernes a la tarde. Veía a Tony sentado en el sillón niquelado, frente al espejo, cubierto con una tela blanca, mientras López le enjabonaba la cara. La radio estaba prendida, trasmitían «La oral deportiva», serían las dos de la tarde. Comprendió que reconstruir ese día en todos sus detalles iba a llevarle un día entero. O quizá más. Hace falta más tiempo para rememorar que para vivir, pensó. Por ejemplo, ese último día a las seis de la mañana estaba sentado en uno de los bancos de la estación, mientras Tony le mostraba un paso de baile que era muy popular en su país. El vacilón del cangrejo , se llamaba, y con gran agilidad Tony, con sus zapatos blancos, retrocedía sin perder el ritmo y empezaba a bailar hacia atrás, los talones unidos y las manos sobre las rodillas. Había sido un momento de gran felicidad. Tony moviéndose al compás de una música imaginaria, inclinado, con los codos hacia afuera como si remara, avanzando hacia atrás con elegancia. Estaban en la estación vacía, ya había amanecido; el cielo estaba azul, clarísimo, las vías brillaban bajo el sol y Tony sonreía un poco agitado luego del baile. Les gustaba ir a la estación porque estaba desierta la mayor parte del tiempo e imaginaban que siempre podían salir de viaje. Y entonces, desde lo alto, un pájaro cayó muerto en el piso. Con un seco y ahogado plop . De la nada. Del inmenso cielo vacío. Un día clarísimo, de una blancura tranquila. El pájaro debió haber sufrido en pleno vuelo un ataque al corazón y cayó muerto en el andén. Era un pájaro común. No era un picaflor, que a veces se detienen en el aire, milagrosamente, sobre un capullo, batiendo las alas con tal frenesí que mueren de pronto porque les falla el corazón. No era un picaflor, pero tampoco era uno de esos pichones desplumados que muy a menudo se encuentran tirados en el suelo y que a veces tardan en morir y abren el pequeño pico rojo, con el cogote desplumado, y los ojos enormes como si fueran diminutos fetos de diminutos niños argentinos que tienen sed. Era un chingolo, tal vez, o un cabecita negra, muerto ahí, con el cuerpo intacto. Lo más extraño fue que una bandada de pájaros empezó a girar y a gritar, y a volar cada vez más bajo sobre el cadáver. El mutuo terror de las aves frente a un muerto de su propia especie. Era una premonición, tal vez, su madre sabía adivinar el futuro en el vuelo de los pájaros migratorios, se movía como un gorrión asustado, los pequeños pies bajo el quimono azul. Salía al patio y observaba a las golondrinas que volaban formando un triángulo y luego anunciaba qué se podía esperar del invierno.
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