– Mi querido don Emilio, todos tenemos nuestros achaques… Y es inútil rebelarse. Cuando veo en la Rambla a las parejas jóvenes pisando firme y comiéndose el mundo peco de envidia. Lo confieso. Peco de envidia… Le preocupa a usted mucho la muerte, don Emilio?
Don Emilio, en la cama, la cabeza recostada en dos almohadones, le contestaba:
– Pues sí, me preocupa. Procuro no pensar en ella, pero leo la sentencia en los ojos del doctor Chaos, de Moncho, de Mateo y de Pilar… Y sobre todo, del pequeño César! A veces me lo traen y me llena de besos como si se despidiera de mí… -don Emilio aspiraba el aire con todas sus fuerzas-. Sí, amigo Noguer. Yo creí que me conformaría con el cupo de vida que Dios me otorgara; pero ahora que se acerca el final me dedico insensatamente a protestar… Me hubiera gustado vivir unos años aún, para ver el triunfo de Mateo, para presenciar su reconciliación con Pilar y para tener otros dos o tres nietecitos… En vez de esto, me conformo con que el padre Forteza me dé una y otra vez la absolución. Y pensar que cuando estaba en la checa la muerte no me daba miedo! Imposible entender el corazón humano, aunque se trate de un corazón pachucho como el que me sostiene en estos momentos…
El notario Noguer no encontraba las palabras adecuadas para distraer a don Emilio Santos. Mientras se limpiaba los cristales de las gafas proseguía:
– Tal vez lo peor no sea la muerte, don Emilio, sino este pasillo intermedio que es la vejez. Se ha fijado usted en el profesor Civil? Su mujer enferma y él empieza a andarle a la zaga… No es el mismo de antes. Antes daba gusto oírle hablar. Hacía saltos mortales con las palabras. Ahora se esfuerza, pero a mí no puede engañarme… Y es curioso que el doctor Chaos nos haya recetado a los tres casi las mismas cosas, con sólo algunas variantes…
El profesor Civil, pese a la opinión del notario Noguer, era otro cantar. Cada visita a don Emilio la planeaba como si se tratara de un combate. Hacía acopio de noticias que no tenían nada que ver con la vejez y las soltaba una tras otra, mientras Pilar le preparaba un tazón de chocolate, que le sabía a gloria. Cierto que también había perdido facultades; pero su labor en Auxilio Social le llenaba el alma. Todavía llevaba larga la uña del pulgar, como algunos taponeros, porque le recordaba las cruces que con ella había trazado en la pared de la cárcel. Todavía repetía, hablando del futuro: "El gallo ha de cantar, pero la mañana es de Dios". De pronto miraba el reloj y gritaba: "Pilar!, que es la hora de las pildoras amarillas…" Y Pilar acudía solícita. Y les besaba en la frente a los dos y se volvía de puntillas al comedor.
El profesor Civil le traía de la calle un aire fresco. Le decía que se había puesto de moda entre las chicas unos zapatos llamados "topolino", que consistían en un tacón de corcho altísimo, que a buen seguro les perjudicaba la columna vertebral, y que también llevaban unos peinados altos que se llamaban Arriba España. Le decía que en la Rambla se había abierto una cafetería, cafetería España, al frente de la cual estaba Rogelio, aquel camarero que se marchó a la División Azul. "No tiene usted idea del éxito del establecimiento. La gente se queda de pie en la barra, pide lo que le apetece y se marcha. Y otro aluvión. Aquello es una máquina de ganar dinero y Miguel Rosselló, el capitalista, se va a forrar. Por cierto, que con frecuencia veo allí a los cónsules de los Estados Unidos y de Inglaterra. Claro, la costumbre es anglosajona, no faltaría más!".
También le decía que Gerona estaba viviendo una revolución demográfica. Llegaban a la estación, en caravana, muchos andaluces y extremeños, que en sus tierras no tenían de qué vivir. "Teníamos ya muchos, como usted sabe; pero es que ahora, en cuestión de un semestre, y pese a los emigrantes a Alemania, ha sido la invasión. Y al parecer cabe decir lo mismo del País Vasco y de Madrid capital. Es la huida del campo a la ciudad. Es la tentación. Aquí se instalan en el barrio de la Barba, que es ya una especie de ghetto y también en la fortaleza de Montjuich. Viven en cabanas. Beben agua del Oñar. Santo Dios! Cuando algún niño se muere, no tienen con qué pagar el entierro. Yo me cuido de ello, a través de Auxilio Social. Menos mal que el gobernador, aunque a mí me parece más totalitario que su predecesor, Juan Antonio Dávila, me tiende la mano, me ayuda en los casos que claman al cielo. Pero esta inmigración, que es de prever que continúe, repercutirá fuertemente en el porvenir de la Cataluña de mis amores. Ya se oyen más panderetas que fiscornos y tenoras. Ya se bailan más tangos de Cádiz que sardanas. Las mocitas llevan trajes de lunares y a veces me pregunto si Pilar saldrá a la calle con uno de ellos… Ja, ja! Perdone que me ría, querido don Emilio, pero es que si España llega un día a ser Andalucía y Extremadura, yo me largo con mi mujer a Andorra y pedimos el cambio de nacionalidad".
Don Emilio conseguía sonreír. Un día había visto bailar al Niño de Jaén, junto con varias gitanas.
– Reconozco que aquello era contagioso… Yo me sorprendí palmeando y el notario Noguer me dijo: "Qué le pasa? Siente usted muy adentro las campanas de la Giralda? Hay que ver, hay que ver…"
– De todos modos -argüía el profesor Civil-, a lo mejor quienes se contagian son ellos y les da por la laboriosidad… No digo para el ahorro, porque esto, dadas las circunstancias, sería una burla. Pero últimamente he visto algunos andaluces que se esfuerzan por abrirse camino. Ha oído usted hablar de Charo, la mujer de Gaspar Ley, director del Banco Anís?
– Pues, no…
– Es andaluza y se ha venido a vivir aquí. Está a punto de abrir una peluquería de lujo para señoras, que haga pendant con la barbería de Dámaso… Todo a la última moda, incluidos esos espejos que le quitan a uno quince años de encima. Y todas las dependientas, andaluzas. Lo que saben las andaluzas de arreglarse el pelo! Lo ensortijan, lo caracolean, peinan incluso a las mil imágenes de la Virgen que adoran allí… Y digo adoran porque muchos andaluces no creen en Dios, pero sí creen en la Virgen.
Eran diálogos repletos de humanidad. A menudo don Emilio Santos palidecía y tenía una crisis: el corazón. Entonces el profesor Civil le secaba con el pañuelo el sudor de la frente.
Si coincidía con Mateo, la estrategia funcionaba mejor todavía. Mateo quería mucho a su padre y agradecía al notario Noguer y al profesor Civil tan amistosa asiduidad…
– Qué, padre? Qué le ha contado hoy el profesor? Que los rusos están a punto de tomar Berlín?
– Anda, no pinches, no pinches… -replicaba don Emilio-. Me ha hablado de los zapatos "topolino" y de los peinados Arriba España.
– Oh, sí, es verdad!
– Y de la cafetería España…
– Pues sí que está al corriente! Rogelio se está forrando, al igual que Rosselló. Es una lástima que a mí no me dé por los negocios… -Mateo miraba el reloj y exclamaba-: Pilar, un vaso de agua! Es la hora de las pildoras rojas!
Pilar acudía con idéntica solicitud y entre todos rodeaban a don Emilio de un afecto que se había merecido a lo largo de sesenta y cinco años de existencia.
* * *
Hasta que don Emilio Santos murió. El mismo día en que murió, en Francia, León Daudet. El mismo día en que Montgomery, en África, en El-Alamein, iniciaba la contraofensiva contra Rommel. Don Emilio Santos murió de un colapso cardíaco. El padre Forteza acudió veloz, pero no le dio tiempo a suministrarle la extremaunción. Hizo la señal de la cruz sobre el cadáver y leyó un responso. Don Emilio Santos, muerto, cobró una placidez que causaba a la vez respeto y espanto.
– Un santo varón… -murmuró el padre Forteza.
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