– Así que, don Eusebio, dejamos al comisario Diéguez?
– Sin él no sabría qué hacer.
El comisario Diéguez, viendo que no le tocaban el pelo, suspiró satisfecho. Tenía a su favor que no apetecía el dinero; sólo el poder. Cuando le preguntaban qué sentía al detener a un individuo a sabiendas de que le condenarían a muerte, contestaba: "Soy policía, no es cierto? Sensación del deber cumplido".
Tal vez sólo le conmoviera una cosa: las colas que empezaban a formarse delante del Monte de Piedad, de reciente inauguración. La gente empeñaba allí cosas inverosímiles, desde una máquina de escribir hasta una muñeca o una pitillera. Se llevaban el dinero y el ticket como ocultándoselos a sí mismos. Por regla general, iban las mujeres. Muchas gitanas y viudas de fusilados. Pero a veces se presentaban en el mostrador caballeros bien vestidos, limpios, que en medio de su miseria guardaban la compostura. Hacían cola entre acobardados y distraídos y al final empeñaban el reloj. El comisario Diéguez no podía dejar de pensar en la colección de relojes de pared que poseía el camarada Montaraz y que tocaban cada uno su musiquilla.
Qué opinaba de la guerra? Que ganarían los alemanes. Envidiaba al cónsul Paúl Günther porque había hecho unos cursillos en la Gestapo. Si él pudiera ir a Alemania y "matricularse" también! Consideraba que las SS eran una organización modélica, superior a la americana. Por lo demás, y pensando en personas como la Voz de Alerta, recordaba un axioma político: "Un hombre no puede ser un buen conservador a los cuarenta si no ha arrojado bombas a los veinte".
Lamentaba no haber podido coger a Cosme Vila, a Julio García, a David y Olga, a Gorki y a tantos y tantos que cruzaron la frontera. Estaba completamente de acuerdo con las decisiones del Tribunal de Responsabilidades Políticas, que, por el contrario, traían a mal traer a Manolo y al profesor Civil. También envidiaba al comandante jurídico militar Martínez Fuset, asesor personal de Franco, quien había depositado su confianza en él ya en Salamanca, durante la guerra civil. Martínez Fuset asesoraba al Caudillo sobre las diversas maneras en que se podían interpretar las leyes. Al llegar él, el sistema eran los clásicos "paseos"; él modificó el procedimiento a fin de poder dar una explicación menos escandalosa. Decía: "Nosotros no asesinamos. Entregamos nuestros enemigos, los presuntos responsables, a los tribunales y consejos de guerra. Allá ellos, autónomos en su función, jueces imparciales, con sus fallos, que nos limitamos a ejecutar".
Resumiendo, y según decisión última del camarada Montaraz, el comisario Diéguez se quedaría en Gerona con todas las atribuciones que le correspondían. El comisario no perdía de vista al capitán Sánchez Bravo, que no le gustaba ni pizca. De vez en cuando entraba en la librería de Jaime y a éste se le anudaba la garganta. Pero no. El eficaz Diéguez, como buen profesional, se limitaba a llevarse unas cuantas novelas de Sherlock Holmes y del comisario Maigret.
* * *
Ignacio debutó en la profesión. Los acusados eran los Costa. De los abundantes pleitos que pendían sobre ellos Manolo eligió, para que Ignacio lo sacara adelante, el de "construcción en predio ajeno". Los Costa habían edificado una nave al lado de la Fundición, cuyo solar pertenecía a un tal Jerónimo Fuster, carpintero. Ignacio defendió a su cliente primero por escrito, en el Juzgado de Primera Instancia y luego oralmente en la Audiencia. Para este último acto tuvo que ponerse, además de la indispensable corbata negra, la toga. Era la primera vez. Al ponérsela se acordó, sin saber por qué, de cuando llevaba hábito y capucha en las procesiones de Semana Santa. Fue su bautismo. Su bautismo profesional. El color negro le confería una autoridad que hizo exclamar a Matías y a Carmen Elgazu: "Pareces un juez!". No era un juez, era un togado. Pero el eufemismo valía para la ocasión.
Él mismo se contempló varias veces en el espejo y pronunció palabras solemnes: "Con la venia…!". "Con el permiso de Su Señoría…!". Eloy, al ver aquellas mangas tan anchas y cortas, dijo: "Ahí va! Aquí caben lo menos dos!".
Los Costa habían actuado convencidos de su prepotencia; pero el carpintero Jerónimo Fuster tenía el título de propiedad en regla, de modo que ganar el pleito era coser y cantar. Jerónimo Fuster, que nunca se había atrevido a enfrentarse a sus influyentes vecinos, azuzado por su mujer se atrevió a llamar al bufete de Manolo, en virtud de]a autoridad moral de que éste gozaba en la ciudad. La sentencia fue contundente: derribo de la nave anexa edificada por la Constructora Gerundense, S. A. e indemnización de cincuenta mil pesetas al demandante. Jerónimo Fuster, al terminar el acto estaba pálido, como si hubiera perdido el pleito. Se acercó a Ignacio y al verlo tan joven le abrazó. Ignacio se emocionó. Era el primer reconocimiento "oficial" que recibía desde que terminó la carrera. "Gracias, gracias… -balbuceó-. No tiene importancia". Estaba a punto de añadir: "Los honorarios corren de mi cuenta". Manolo, que había previsto esa reacción, le había ordenado: "Nada de gratuidad. Aunque sea una cantidad simbólica, le pasaremos la minuta… Esto no es una Casa de Caridad". Ignacio, ante su asombro, recibió la enhorabuena de Mijares, el ex abogado de Sindicatos, que ahora lo era de la Agencia Gerunda y de los Costa. Al estrecharse ambos la mano, Ignacio pensó: "A santo de qué este hombre y yo somos rivales, y estamos destinados a serlo durante mucho tiempo?". Mijares tenía la cara de "buen funcionario". Parecía un bonachón; pero si los Costa le habían elegido, sería algo más que eso.
Ignacio hubiera querido emprender en seguida otra aventura jurídica contra los Costa: podía probarse que en la adquisición que tanto escandalizó al general Sánchez Bravo, de unos vagones de ferrocarril viejos que habían pertenecido al Ejército, hubo chantaje, hubo soborno. Manolo detuvo a su pasante: "Eso es más peliagudo. Déjamelo a mí. Aquí lo importante era comprobar que ante el Tribunal te sostenías de pie".
Esther lo felicitó. Le dio un par de besos en las mejillas. Había querido asistir a la vista, que se efectuaba en público. "Perfecto, Ignacio… Has estado perfecto". "Pues qué os creíais?", dijo alguien. Era Matías. Matías no pudo resistir la tentación y pidió permiso en Telégrafos para presenciar el debut de su hijo. Ignacio sintió aquel abrazo como ningún otro y casi se le saltaron las lágrimas. "Le diré a tu madre que te prepare un plato de crema a la catalana, si es que dispone de los ingredientes necesarios". "Gracias, padre… Y esta tarde llevaremos un poco de esa crema a tu nieto, César".
De momento, hubo un brindis en el bufete de Manolo, en el que participó incluso aquel vejete que se sabía de memoria el Aranzadi. Esther se movió por la casa como una figura de ballet. Hacía mucha gimnasia y ello se notaba. Apaciguados los ánimos, Manolo habló en serio. "Ésta es la primera piedra -dijo-. Calculo que los Costa perderán, en un plazo de seis meses, por lo menos cuatro pleitos mucho más importantes. Aquí la figura clave no soy yo; son el gobernador y el general. Alguien tenía que llegar que dijera basta. Os prometo que se les caerá el pelo. Nuestro rival, el togado Mijares, ya me ha hecho un guiño sorprendente, que no he sabido cómo interpretar". Ignacio sintió como si hubiera estudiado la carrera expresamente para "fumigar" a los Costa. Le llamaron por teléfono Moncho y el profesor Civil. Moncho bromeó: "Arriba España!". El profesor Civil le dijo: "Adelante muchacho… Ya sabía yo con quién me la jugaba".
En el piso de la Rambla hubo, en efecto, un plato de crema catalana. Y champaña, que el propio Ignacio compró. Carmen Elgazu estaba tan azarada que quemó un poquitín el postre elegido. "Perdonadme! Es que ni sé lo que me hago!". Eloy comentó, mientras se relamía los labios: "Pues a mí no me parece que esté quemada… Está tan buena como un helado de chocolate".
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