En un carro de basura
me he subido el otro día
que por sucio y por cansino
me creí que era un tranvía
Ay qué tío! Ay qué tío!
Qué puyazo le han metió!
* * *
Satisfecha su curiosidad, siguieron viaje. El trayecto hasta Pamplona fue más duro de lo que imaginaban. Baches en las carreteras, pasos a nivel sin guarda, la noche, carros sin luces y una retahila de obstáculos. En realidad, a Regiones Devastadas le quedaba mucho por hacer. Y en los pueblos se advertía una extrema miseria, un extremo abandono. "Ya se sabe. Cataluña es una isla. Te adentras un poco en España y te sube un nudo a la garganta". En los bares en que se detenían oían hablar de que en los trenes la gente robaba bombillas, grifos, redecillas e incluso los asientos.
En Pamplona, don Anselmo Ichaso y su hijo, Javier, les recibieron como a huéspedes de honor, si bien ellos, para no molestar, prefirieron hospedarse en el hotel Regina. Pero se pasaron los tres días con los Ichaso. Había tanto de qué hablar!
Don Alselmo continuaba dirigiendo El Pensamiento Navarro. No le habían depuesto, pero sí le habían multado varias veces por difundir "rumores contra la Administración ".
– No se puede criticar ni a un simple concejal…
– Ya lo sé. Ni al portero de Sindicatos.
Don Anselmo Ichaso admitió que él no se podía quejar. Orondo como siempre, aficionado a los trenes eléctricos, su empresa Ichaso y Cía continuaba trabajando para el Valle de los Caídos, cuya faraónica construcción avanzaba con lentitud, y obtenía material a precios muy bajos. Sin embargo, él no se vendía por un plato de lentejas. También veía en la figura de don Juan al posible salvador y le había enviado a Estoril la consabida carta de adhesión.
– Pero voy más allá -dijo, arrellanado en su butaca-. Se me ha ocurrido que, entre todos, podríamos organizar una entrevista entre Franco y don Juan, para ver si se puede llegar a un punto de coincidencia.
Asombro en los rostros de la Voz de Alerta y Carlota. No se les había ocurrido semejante carambola. Pues claro que sí! La astucia podía dar resultado y dependía acaso de la capacidad persuasoria del heredero de la Corona y, por descontado, de la terquedad de Franco.
– Una idea fabulosa, don Anselmo… Fabulosa! Quién sabe si, en medio de tanta confusión, ello aclara de una vez por todas las posturas de uno y otro -'La Voz de Alerta', rascándose con disimulo a causa de la urticaria añadió-: Parece imposible que una cosa tan simple no se nos hubiera ocurrido…
– Lo más difícil -prosiguió don Anselmo Ichaso- tal vez sea hallar el lugar del encuentro. Resulta inimaginable que Franco se desplace para ello a Portugal, y tampoco creo que don Juan acepte pisar tierra española después de tantas humillaciones. Alguien ha sugerido un barco, un barco en alta mar…
Carlota estuvo a punto de aplaudir.
– Magnífico! Un barco… Qué curioso! Un barco, en zona neutral.
– Exacto.
Después de darle vueltas a tan tentadora perspectiva intervino Javier, el mutilado Javier. Quiso llevar el agua a su molino y hablar de la novela "que había terminado ya y que la censura había rechazado".
– La tengo ahí, en un cajón -dijo, dirigiéndose a la Voz de Alerta-. Y en parte, como usted sabe, es obra suya. No, no, no proteste! Siempre he dicho que usted, en San Sebastián, me abrió el hermoso paisaje de las ideas.
' La Voz de Alerta' se sintió halagado y manifestó deseos de leerla. "Está a su disposición. Lo que ocurre es que es muy larga. Son casi ochocientos folios a máquina".
– Santo Dios! -exclamó Carlota, la condesa de Rubí.
– No he podido abreviarla. Se trata de una primera parte, en la que intento explicar las causas por las cuales España se enfrentó en una guerra civil que duró tres años. Todo el mundo habla de la guerra, pero, que yo sepa, nadie se ha interesado por indagar sus causas… Pronto abordaré la segunda parte, que tratará de la guerra en los dos bandos y luego, quizá, una tercera, analizando las consecuencias.
Javier no perdía el tiempo. Había recorrido media España preguntando, preguntando, abiertos los ojos de par en par. Y había llegado a la conclusión de que aquélla no fue una guerra de "buenos" y "malos", sino de malos en ambas partes. Tan peregrina, tan obvia conclusión, no había sido tratada por nadie en letra impresa. "Ustedes conocieron los horrores de la FAI. Yo he conocido los horrores de falangistas y requetés".
Javier se despachó a gusto. Escribió con amor, con amor a España y a todos los personajes, atento a la sentencia o consejo de Dostoievski: "Hay que escribir con amor. El amor avanzará siempre un centímetro más que el odio, un centímetro más". Amó a todos los personajes sin distinción y sin pretender juzgarlos. Juzgar es lo más fácil, pero se corre el peligro de marrar el tiro y equivocarse. Procuró ser imparcial. Pasado un tiempo, los muertos inspiran respeto. Por lo menos se lo inspiraron a él. Trató con idéntico cariño al general Mola y a Negrín, a Moscardó y a Durruti. Él creía firmemente en la importancia del lugar de nacimiento y del entorno en el transcurso de la niñez. Partiendo de esas bases desarrolló la historia. Una historia que empezaba amablemente en 1931, con la llegada de la República y que terminaba en hecatombre el 18 de julio de 1936. Fueron cinco años de errores por ambas partes. Los odios entre hermanos fueron acumulándose, las familias se partieron en dos mitades y el triste final fue su consecuencia. A medida que iba escribiendo, España se le apareció como un monstruo bicéfalo, o, mejor dicho, con dos corazones. El odio entre dos corazones es lo más cruel que puede existir. Tropezó con muchas dificultades, pues siempre se tiende a idealizar a zutano o a mengano. Tal vez de todo el relato sólo saliera indemne la figura de un muchacho místico que al final daba la vida por un ser desconocido. Los místicos formaban una especie aparte y podía haberlos incluso por causas que negaran la trascendencia. En todo caso, si algo era preciso odiar era la guerra misma, como se vio recientemente en la conflagración mundial. Kamikazes por ambos lados y al término de ello una cruz o la fosa común. Mentiría si dijera que sufrió mucho describiendo horrores. Por lo visto, el oficio de escribir inmunizaba contra una serie de sentimientos que encorsetaban a la persona en su vida normal. Podría hablar horas y horas de ese parto suyo que dormía en un cajón. Pero corría el riesgo de sentar unas premisas que luego la novela, leída con objetividad, con frialdad, desmintiera. Si la Voz de Alerta y Carlota deseaban leerla se la prestaría con mucho gusto y aguardaría impaciente su sentencia.
– Pues claro que sí! -exclamó la Voz de Alerta-. Después de tu discurso, querido Javier, no queda más remedio. La leeremos con mucho gusto, pero en Gerona, a nuestro regreso. Cuando nadie nos estorbe y no podamos ser víctimas de tu contagioso entusiasmo.
Con la novela en una de las maletas del equipaje el matrimonio prosiguió viaje, rumbo a Santander. Desde que entraron en Navarra el paisaje era hermoso y lo era cada vez más. Pastos, verde, al lado de cada pueblo o aldea, inexorablemente, el cementerio.
Tres días permanecieron en Santander, bajo los auspicios del gobernador, camarada Juan Antonio Dávila y su esposa, María del Mar. Ambos ofrecían un aspecto saludable y en cuanto a sus dos hijos, Pablito y Cristina, habían pegado un enorme estirón. Pablito estudiaba ya el primer curso de filosofía y letras y Cristina cuarto de bachillerato. Practicaban mucho deporte. Pablito, hockey sobre ruedas; Cristina, baloncesto, aunque el obispo las obligaba a llevar unas faldas largas que les daba aspecto de penitentes.
Juan Antonio Dávila se acordaba mucho, cómo no!, de Gerona y provincia.
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