Juan Millás - Lo que sé de los hombrecillos
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La única novela capaz de hacerte ver el mundo desde perspectivas asombrosas.
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29
Al cuarto o al quinto día, no sé, me vestí de cualquier modo, cogí las llaves de casa y la cartera, y salí a la calle a por provisiones. Aunque había perdido la noción del tiempo, advertí por la posición del sol y por la actividad ciudadana que era mediodía. Resultó estimulante comprobar que el mundo continuaba funcionando con regularidad, con ritmo. Dado que las calles de ese mundo no habían perdido eficacia alguna, me deslicé por ellas como un ratón por un laberinto observándolo todo con extrañeza, con cierta admiración también, y compré cigarrillos en un estanco algo alejado de casa. Al abandonar el establecimiento, el hombrecillo, que se había instalado según su costumbre en el bolsillo superior de la chaqueta, me preguntó telepáticamente si habíamos salido por fin para matar.
– ¿Acaso no ves cómo me estoy matando yo? -respondí.
– Yo hablo de matar a otro -dijo él.
La idea del crimen continuaba repugnándome por las fatigas morales que implicaba, pero también por sus peligros físicos evidentes. Aunque ya habíamos matado sin pagar por ello en el mundo de los hombrecillos, la suerte no podría acompañarnos siempre.
– En este mundo -dije-, matar es más peligroso que en el de los hombrecillos.
– Sabrás tú lo peligroso que es el mundo de los hombrecillos -replicó él con tono de burla.
Nos encontrábamos en ese momento delante de una pescadería excelentemente surtida en cuyo escaparate había un tanque de agua con marisco vivo en su interior. Entonces se me ocurrió una idea.
– Voy a proporcionarte una experiencia de la muerte -dije- que recordarás siempre porque no se parece a ninguna otra.
Entré en la pescadería y adquirí un bogavante de algo más de un kilo que agitó la cola con desesperación (quizá con cálculo, no sé) al ser extraído del tanque. Estaba provisto de dos pinzas enormes cuyas piezas permanecían inmovilizadas por sendas gomas elásticas muy anchas, de color verde.
– ¿Qué vamos a hacer con ese animal? -preguntó telepáticamente el hombrecillo.
– Lo vamos a matar del modo más cruel que puedas imaginar y luego nos lo vamos a comer -dije yo.
Al hombrecillo le pareció bien, lo que me proporcionó un respiro, aunque también pensé que cuanto más retrasara el crimen más sacrificios tendría que ofrecerle.
De regreso a casa, dejé al animal sobre el fregadero de la cocina y fui a ponerme cómodo. A mi mujer y a mí nos gustaba el marisco, que tomábamos con alguna frecuencia, de manera que sabía manejarme con el bogavante. Dudé si hervirlo, pues cuando el agua comienza a calentarse emite una especie de gemido que parece que proviene de una boca como la nuestra atrapada en el interior de la coraza. Pero me pareció que el hombrecillo disfrutaría más si lo hiciéramos a la plancha, lo que implicaba abrirlo longitudinalmente en vivo para obtener dos mitades iguales que era preciso asar en el momento, al objeto de que no se perdieran sus jugos.
Con el hombrecillo encaramado al borde de la campana extractora de humos, desde donde disfrutaba de una perspectiva excelente, encendí la plancha y eché un poco de aceite que distribuí por toda su superficie con una servilleta de papel. A continuación dispuse una gran tabla de madera sobre la encimera y cuando calculé que la plancha estaba caliente, tomé al animal, lo coloqué boca arriba y, sujetándolo por la cabeza, lo dejé colear hasta que se fatigó o se resignó. Luego tomé un cuchillo de hoja curva y ancha, tan largo como el bogavante, cuyo filo coloqué longitudinalmente sobre su cuerpo. Enseguida, protegiéndome la mano con una manopla, hice presión sobre la hoja hasta vencer la resistencia de la coraza, penetrando en el abdomen y en la cabeza cuanto me fue posible. A continuación balanceé el cuchillo para que su hoja llegara a todas partes.
El animal se resistía de tal modo que, de no haber tenido práctica, habría saltado de la tabla y, casi partido en dos, habría continuado agitándose en el suelo. Una vez que el cuchillo hubo penetrado hasta el fondo, golpeé con una maza de madera la parte opuesta al filo hasta obtener dos partes simétricas.
Mientras actuaba, explicaba telepáticamente al hombrecillo cada uno de los pasos que daba y las dificultades que me salían al paso. Lo impresionante, como había comprobado ya en otras ocasiones, fue que aquellas dos partes separadas continuaban vivas, aunque ignoro cómo se relacionaban entre sí. Antes de echarlas a la plancha, liberé sus pinzas, para que el hombrecillo viera cómo buscaban desesperadamente algo a lo que aferrarse. Recordé haber leído no sabía dónde que en las decapitaciones la cabeza cortada conservaba durante unos segundos todas sus funciones. ¿Cómo sería la sensación de no pertenecer ya a un cuerpo? ¿Qué sentiría esa cabeza al contemplar el mundo desde la perspectiva de una fruta grande y pesada, caída al suelo de cualquier modo? En el caso del bogavante, las funciones vitales se mantuvieron en las dos mitades de su organismo incluso un rato después de que las arrojara sobre la plancha, donde se agitaron al asarse sobre los jugos liberados por las entrañas del crustáceo.
Sudando por el esfuerzo y por la excitación, fui a sentarme en una banqueta mientras las piezas del bogavante se asaban. Aun medio hecho, continuaba moviendo las patas y abriendo y cerrando lentamente sus pinzas. El hombrecillo y yo asistíamos al espectáculo con la fascinación y la extrañeza de quienes habían sido en otro tiempo un solo individuo constituido por dos territorios orgánicos alejados entre sí. Todavía, en algunos aspectos, continuábamos siendo uno, de modo que cuando me senté a comer el bogavante, acompañado de una de las botellas de vino blanco que nos había regalado la vecina, el estómago del hombrecillo disfrutó tanto como el mío. Le gustaron especialmente las partes blandas del interior de la cabeza cuyos recovecos me instó a chupar una y otra vez hasta dejarla seca. Fue una cena cruel, una de las mejores de mi vida, que clausuré con varios cigarrillos y dos o tres cafés antes de arrastrarme a la cama, donde aún encontramos fuerzas para masturbarnos.
30
Al día siguiente, si aquello era el día siguiente, me desperté con fiebre e intuí que algo iba a suceder. Tras arrastrarme hasta el cuarto de baño, donde mis intestinos se vaciaron con violencia, regresé a la cama, di un par de vueltas entre las sábanas sucias y me dormí. Pasado un tiempo indeterminado, desperté de nuevo, aunque, víctima de uno de esos estados de catatonia atenuada que sufro de vez en cuando, no fui capaz de mover un solo músculo. Entonces, sentí que alguien caminaba por encima de mi pecho y supe que los hombrecillos habían regresado.
– ¿Qué hacéis? -pregunté telepáticamente.
No recibí una respuesta inmediata, porque parecían, por su modo de actuar, muy atareados. Al poco, sin embargo, uno de ellos trepó hasta mi rostro, me levantó uno de los párpados y me informó de que habían despiezado a mi doble, restituyendo cada una de sus partes al órgano de mi cuerpo del que en su día la habían extraído.
– Ahora -añadió- conviene que duermas un par de horas. Cuando despiertes, te sentirás bien y con ánimos para seguir con tu vida.
– ¿Por qué hacéis estas cosas? -pregunté.
– No vamos a estar ociosos todo el día -dijo él.
Me dormí y cuando desperté era mediodía. Enseguida noté un optimismo corporal que no sentía desde la juventud. Me habría ido de excursión a la montaña en ese instante. Al mirarme en el espejo, noté los ojos un poco irritados, pero me pareció también que poseían una visión más aguda. Y no tenía ninguna dificultad para la pronunciación de la erre. En cuanto al rectángulo rosado que me había quedado en el muslo de la anterior operación, estaba cubierto ahora por una piel curtida y se advertían alrededor las señales de la costura.
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