Juan Millás - Lo que sé de los hombrecillos
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La única novela capaz de hacerte ver el mundo desde perspectivas asombrosas.
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– Sí -insistió mi mujer-, algo de unos hombrecillos.
– No sé -titubeé como haciendo memoria-, creo que fue ella la que los mencionó y yo le seguí la corriente. Es muy fantasiosa. ¿Por qué?
– Dice su madre que no duerme bien por culpa de esos dichosos hombrecillos.
– Habrá que llevar cuidado con lo que se le cuenta -concluí yo volviéndome hacia mi mujer para mostrarle una fuente de ahumados especialmente bien presentada-. ¿Qué te parece? -dije.
Ella la aprobó de forma rutinaria (estaba acostumbrada a mis habilidades), pero era evidente que tenía la cabeza en otra parte. Al poco, mientras distribuía sobre una tabla de madera las piezas de sushi adquiridas en un japonés cercano, volvió a la carga.
– Y aparte del corte de digestión, ¿cómo estás tú? -dijo.
– Yo, bien, ¿por qué?
– ¿Sigues pensando en abandonar las clases el curso que viene?
– He aplazado la decisión -dije.
– Entre los invitados de esta noche -añadió ella-, está Honorio Gutiérrez. ¿Lo recuerdas?
– ¿El decano de Psicología?
– Sí. Lee tus artículos y tiene muchas ganas de conocerte. He pensado que quizá te convendría hablar con él.
– ¿Crees que necesito un loquero? -bromeé.
– A nadie le viene mal una ayuda de ese tipo. No sé si te has dado cuenta, pero llevas una temporada un poco agitado.
– Tengo una idea, quizá para una clase magistral o una conferencia, a la que no consigo dar forma, eso es todo lo que me pasa.
– Bueno, si tienes oportunidad, habla con él -concluyó.
– A sus órdenes -bromeé de nuevo.
Cuando mi mujer nos dejó solos, levanté el paño de cocina para liberar al hombrecillo al tiempo que le pedía disculpas.
– No te preocupes -dijo él con expresión divertida.
Todo le gustaba, todo le parecía bien, a todo le sacaba partido. No era difícil odiarlo. Por mi parte, me quedé preocupado, pues parecía evidente que mi mujer había percibido alteraciones en mi comportamiento. Quizá, pese a mis precauciones, había visto alguna botella de vino abierta, tal vez había notado en mi ropa algún rastro del humo del tabaco. Por otra parte, aun siendo yo de constitución delgada, había perdido peso a lo largo de las últimas semanas.
– Habrá que extremar las precauciones -dije telepáticamente al hombrecillo.
– Tú verás -respondió-, pero mientras preparas la comida podrías tomarte un vasito de vino.
La idea me pareció bien. Si entrara de nuevo mi mujer en la cocina, le diría que había comenzado a picar algo mientras preparaba las ensaladas. Así que abrí una botella y me serví una copa cuyo primer sorbo nos produjo al hombrecillo y a mí una euforia poco común, quizá debido a la excepcional calidad del caldo (era un «reserva especial» según la etiqueta). Lo malo fue que inmediatamente nos apeteció encender un cigarrillo, de modo que cuando hubimos apurado la copa, fui al salón, donde mi mujer leía, y le dije que iba a dar una vuelta a la manzana, para despejarme un poco antes de que llegaran los invitados.
– ¿Ya está todo listo? -preguntó ella.
– Prácticamente -dije yo.
– Yo me ocupo de colocar los cubiertos -añadió.
Por precaución, no encendimos el cigarrillo hasta doblar la esquina, y me llevé el humo de la primera calada a los pulmones con una violencia inhabitual, de modo que la nicotina penetró de inmediato en mi torrente sanguíneo (y en el del hombrecillo por tanto), multiplicando la euforia que nos había proporcionado el vino. Qué bueno era el sabor del Camel, qué rubio, qué húmedo, qué tierno.
Por cierto, que era de noche ya, y pese a que vivimos en el centro había muy poca gente por la calle. En el interior de un coche aparcado con la ventana abierta dormía un joven que quizá, pese a la hora, había bebido demasiado. Si hubiera llevado el cuchillo encima, podríamos haberle rebanado el gaznate sin dejar rastro. Aunque tengo entendido que la sangre de las arterias que pasan por el cuello sale con mucha violencia al exterior y nos podría haber manchado.
Antes de subir a casa, mastiqué un chicle especial, contra la halitosis, y me perfumé las manos con un frasquito de colonia que solía llevar en el bolsillo. Mi mujer hablaba por teléfono.
26
La cena transcurrió bien, sin sorpresas, quiero decir. El mundo académico es una comunidad pequeña y mezquina, donde todo el mundo se odia, se teme, o se necesita, quizá se odia y se teme porque se necesita. En todo caso, sus miembros actúan como si se quisieran. Tal como habíamos previsto, el buffet -que fue muy alabado- sirvió para que los círculos se renovaran con frecuencia. Yo procuré permanecer, como siempre, en un segundo plano, ocupándome de que todo estuviera a punto.
Mientras iba de acá para allá con las bandejas o las bebidas, conversaba telepáticamente con el hombrecillo, que, instalado dentro del bolsillo superior de mi chaqueta, no paraba de plantear cuestiones acerca de lo que veía. Procuré evitar, sin resultar grosero, la compañía de Honorio Gutiérrez, el decano de Psicología, aunque pasé varias veces cerca de él cogiendo al vuelo fragmentos de su conversación entre los que brillaban como diamantes expresiones tales como «estados crepusculares», «labilidad afectiva» o «rumiaciones obsesivas». Todas me gustaron para mis artículos. De hecho, la Bolsa era muy lábil desde el punto de vista afectivo, y sus ganancias, por aquellos días, eran crepusculares, lo que había provocado la aparición de un inversor muy dado, como el yerno de mi mujer, a las rumiaciones obsesivas. En algún momento, observando desde la puerta de la cocina la reunión académica, vi el abismo que me separaba de aquel mundo, del mundo en general, y me asombré de haber sido capaz no ya de sobrevivir, sino de medrar en él.
Hacia el final de la cena, y como advirtiera que el propio Honorio Gutiérrez había intentado hacerse el encontradizo conmigo, pensé que continuar evitándolo podría interpretarse como la prueba de que yo padecía algún desarreglo. De modo que tras asegurarme una vez más de que los invitados estaban atendidos, me acerqué a su círculo y presté atención a lo que decía. Pronunciaba en ese instante la expresión «estrechamiento del campo de la conciencia», que también me subyugó y que memoricé para usarla más adelante en mi provecho.
Al cabo de unos minutos, ignoro si por casualidad o porque él llevó a cabo maniobras dirigidas a conseguir ese objetivo, nos quedamos solos, momento en el que se interesó por mi vida. Le dije que trabajaba en casa, como venía haciendo desde que me jubilara, aunque daba también alguna clase de doctorado y dirigía un par de tesis.
– Para obligarme a salir -añadí pensando que tal comportamiento revelaba una actitud mental saludable.
Él aseguró que leía mis artículos (lo que me pareció muy improbable), para perderse enseguida en un laberinto verbal que lo condujo, tras dar varias vueltas, a la insinuación de que a mi edad se producían cambios hormonales y psíquicos que a veces requerían algún tipo de «ayuda», desprendiéndose de sus palabras que estaba dispuesto a proporcionármela. Aunque el hombre había intentado contextualizar su comentario de modo que no pareciera inoportuno, resultó tan inadecuado que él mismo se dio cuenta.
– Perdona si me he metido en lo que no me importa -se vio obligado a añadir al terminar su perorata.
Yo me limité a darle las gracias por su interés, informándole de que por fortuna dormía y comía bien, además de estar lleno de ideas y proyectos personales que en algún momento me habían hecho dudar acerca de si dejar o no las clases.
– Pero ya he decidido que no -añadí con resolución-, pues aunque el contacto con los alumnos me fatiga, creo que me rejuvenece también.
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